¿Cuánto vale el futuro?

El fascinante y arcano debate sobre cómo estimamos el valor del bienestar de las generaciones futuras.
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Desde hace mucho tiempo los científicos sabían que el cambio climático probablemente causaría huracanes mayores e inundaciones más fuertes en la costa estadounidense del Golfo, que incluye ciudades como Houston. Aunque, por supuesto, era imposible predecir la fecha o detalles específicos al respecto. En los últimos tres años, esa ciudad ha sido azotada por tormentas improbablemente fuertes que incluso superan las predicciones más pesimistas. Pero, tal vez no habría importado que los científicos pronosticaran correctamente estas inminentes tragedias. En repetidas ocasiones, los funcionarios locales ignoran las advertencias sobre el cambio climático y decidieron autorizar la construcción en terrenos conocidos por ser propensos a inundaciones o esenciales para prevenir la inundación de la ciudad.

Imaginemos que los científicos hubieran sabido desde hace décadas la posibilidad de una tormenta de la magnitud del huracán Harvey y que los oficiales gubernamentales de Houston hubieran aceptado la información y planeado sus acciones en consecuencia. ¿Cuánto presupuesto habría destinado la ciudad durante, por ejemplo, la década de los noventa para mitigar la tragedia que vive hoy? O, tal vez una pregunta más acertada: ¿cuánto presupuesto debería haber destinado?

Hoy, ante la situación de Houston, con calles sumergidas bajo el agua, docenas de muertos e innumerables familias sin hogar, es fácil pensar que la respuesta es “tanto como hubiese hecho falta”. Pero, los economistas tienen una respuesta diferente: se basan en un concepto conocido como la tasa social de descuento. La polémica en torno a cómo calcular estos gastos poco a poco está cambiando la manera en que los legisladores tratan problemas a largo plazo, desde la protección contra inundaciones y el uso de la energía nuclear hasta la construcción de un tren de alta velocidad.

¿Qué representa exactamente esta tasa? ¿Quién decide cuánto se invierte? ¿Cómo se utiliza la tasa realmente?

 

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Para empezar, tenemos que entender cómo funciona la tasa social de descuento. Por ejemplo, supongamos que sabemos que si no hacemos nada al respecto, en 10 años sufriremos el ataque de un robot gigante y que nos costará 100,000 dólares. Un economista clásico preguntaría: ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar en este momento para prevenir el ataque de este robot gigante en diez años?

Para estimar el gasto que habría que hacer hoy habría que aplicar la tasa social de descuento: el porcentaje anual de devaluación de un beneficio futuro por cada año que uno espera para obtenerlo. Con una tasa de descuento anual del 5 %, los 100,000 dólares que costaría el desastre en 2027 equivaldrían a 65,000 dólares de hoy. Entonces, siguiendo esta línea de la economía clásica, no deberíamos pagar más que eso para construir nuestras defensas contra robots gigantes.

Esta lógica, que refleja el comportamiento de individuos y corporaciones en el mercado, podría ser útil para la toma de decisiones financieras simples. Y, durante casi toda la segunda mitad del siglo veinte, fue el modelo predominante para analizar de la relación costo-beneficio en proyectos públicos y privados. En 1972, la Oficina de Administración y Presupuestos del presidente Nixon impuso una tasa social de descuento del 10 % en todos los análisis de relación costo-beneficio realizado por las agencias federales con el objetivo de desalentar la inversión en proyectos cuyos beneficios no fueran a superar los inversiones privadas sólidas. Aunque hoy en día parezca increíblemente alta, esta tasa se sostuvo durante 20 años hasta que, en 1992, la misma oficina la redujo a un 7 %, que sigue siendo una cifra importante.

A nivel individual, esto podría llegar a tener sentido: casi nadie hace planes a tan largo plazo, principalmente porque todos estaremos muertos en 100 años. Sin embargo, cuando hablamos de inversión pública en una escala de tiempo tan grande como esta, uno se enfrenta al problema que las personas que recibirán el beneficio no serán las que toman la decisión hoy. Podemos entender que un ciudadano común prefiera 10 dólares hoy antes que 100,000 dólares en 2117, ¿pero podemos justificar que el gobierno les dé un valor 10,000 veces mayor a los ciudadanos del presente que a sus nietos? No solamente es injusto para las futuras generaciones, sino que al hablar de cambio climático y del uso de energía nuclear, parecería que nos enfundamos en una altísima tolerancia ante la posible extinción de la raza humana.

Pero para volver al experimento mental inicial: podríamos decir que una alta tasa de descuento, basada en la rentabilidad del mercado, implicaría que los funcionaros públicos de décadas pasadas en Houston estaban justificados al priorizar el crecimiento económico de la ciudad a corto plazo en lugar de invertir en prevención contra inundaciones a largo plazo –incluso si hubiesen sabido que algo similar al huracán Harvey ocurriría eventualmente. Sin embargo, ante la situación actual de Houston, esa no parece ser una conclusión aceptable.

 

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La tasa de descuento social se desarrolló para analizar principalmente inversiones en infraestructura que darían beneficios a la sociedad a largo plazo, como el sistema de autopistas de los Estados Unidos. Sin embargo, algunas de sus limitaciones se hicieron evidentes incluso antes de que surgiera el debate sobre el cambio climático. En la década de los setenta, se intentó aplicar a temas como la generación de energía nuclear o el almacenamiento de residuos nucleares. De la misma forma, también surgieron advertencias sobre la pérdida de biodiversidad, lo que hizo que los economistas se preguntaran cómo podían incorporar valores como la sustentabilidad a sus cálculos de relación costo-beneficio. En las décadas recientes, los economistas han buscado alternativas para definir la tasa de descuento social que tengan un mejor equilibrio entre los beneficios a corto plazo y los riesgos a largo plazo.

En 2006, el debate llegó a un punto de inflexión cuando, por encargo del gobierno británico, un equipo liderado por el economista Sir Nicholas Stern publicó un informe sobre los costos del cambio climático. En la investigación, conocida como el Informe Stern, se llegó a la alarmante conclusión de que se necesitaban tomar medidas inmediatas y complejas para evitar efectos catastróficos a largo plazo relacionados con el cambio climático causado por los humanos. Específicamente, el informe recomienda invertir hasta un 1 % del PIB anual mundial para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, una cifra altísima comparada con lo que se gasta actualmente. En 2008, Stern aumentó la cifra al 2 % del PIB mundial.

En lugar de emplear tasas de interés del mercado como tasas de descuento social, Stern utilizó otro tipo de fórmula, donde incluyó cuestiones sobre la igualdad entre generaciones presentes y futuras, así como predicciones pesimistas sobre el futuro crecimiento económico. Según Stern, el bienestar de nuestros nietos merece ser tomado en cuenta tanto como el nuestro. Estableció que la tasa de descuento debería ser de tan solo el 0.1 % solo para reflejar la remota eventual posibilidad de la extinción de la raza humana. En otras palabras, dio el mismo valor a las próximas generaciones que a la nuestra; y no solo a la generación de nuestros nietos, sino también a la generación de los nietos de los nietos de los nietos, etc.

De esta controversia académica, surgió un posible acuerdo donde se establece una tasa más alta que la de Stern, pero también mucho más baja que la usada en el siglo XX y que la que se ha utilizado para calcular el rendimiento de inversiones privadas. En 2010, un grupo de trabajo federal encargado de establecer el precio oficial del carbón que se usaría para evaluar políticas climáticas estableció una tasa del 3 %.

Pero, hoy en día, hay economistas ambientales que insisten en que esa tasa es demasiado alta y plantean que se debe cambiar el enfoque con el que se determina la tasa de descuento cuando se trata de riesgos mundiales como el cambio climático. En un trabajo de 2012 realizado por Laurie Johnson, la entonces Líder de Economistas del Consejo para la Defensa de Recursos Naturales, y por Chris Hope, de la Universidad de Cambridge, se plantearon argumentos contra la teoría de que las futuras generaciones estarán mejor que nosotros en un mundo con temperaturas cada vez más altas. Johnson, que ahora es Directora Ejecutiva del grupo sin fines de lucro Carbon Cost Project, señala que los sectores más vulnerables de la sociedad son los que se verán más afectados por el cambio climático. De ser así, podría socavar la teoría de que las futuras generaciones darán menos valor que nosotros a un dólar, incluso si el PIB mundial sigue aumentando. Johnson está convencida de que los economistas deberían analizar el cambio climático con el objetivo de minimizar los riesgos y no de maximizar las utilidades.

Estas reflexiones, que complican el proceso para establecer una tasa de descuento social adecuada, parecen filtrarse en las políticas generales, aunque muy gradualmente. El reconocido informe de 2014 realizado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) incluyó un análisis profundo y sutil sobre las tasas de descuento que permitió proponer una fórmula que toma en cuenta las disparidades entre generaciones y clases sociales, junto con la aversión al riesgo, sin olvidarse por completo de los supuestos tradicionales sobre crecimiento económico. El economista Charles Kolstad, que ayudó a dirigir al equipo encargado de ese capítulo, me dijo que cree que el consenso entre economistas ha cambiado desde 1996, cuando un informe anterior del IPCC utilizó tasas de descuento mucho más altas.

Sin embargo, opina que la brecha más importante hoy no es la que divide a los economistas; sino la que se interpone entre el acuerdo de los académicos, por más holgado que sea, y la realidad política y normativa en una complicada democracia. Es posible que a Johnson le pareciera muy bajo el precio del carbón que decidió el grupo de trabajo en 2010 (aunque después se aumentó), pero este año Donald Trump emitió una orden ejecutiva para cancelar completamente el proyecto para calcular el costo social de las emisiones de gases de efecto invernadero. Volvamos a Houston. En una entrevista del año pasado con ProPublica, el entonces encargado de control de inundaciones en Harris County admitió que su agencia no tenía planes para estudiar el impacto potencial del cambio climático en relación con inundaciones locales.

Según Kolstad, todo esto demuestra la desconexión entre nuestros cálculos egoístas —y, a veces, miopes— del futuro y los cálculos que usan los economistas en sus publicaciones académicas. “Si en 1990 hubiéramos pedido a los habitantes de Houston que invirtieran en prevención contra huracanes, la mayoría hubiera contestado que no tenían idea de dónde estarían en 20 años”, reflexiona Kolstad. “En caso de peligro, piensan que podrían mudarse. Pero la ciudad de Houston no tiene esa posibilidad”.

 

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

 

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