Hace un par de horas al tratar de abordar un vuelo de la ciudad de México a Nueva York, un amable guardia de seguridad en el aeropuerto procedió -disculpándose sinceramente por hacerlo- a sacar mi pasta de dientes del equipaje, y a quitar el pequeño cordón con el cual yo cargaba una caja con una pieza de cerámica que compré en Puerto Vallarta. Me explicó por qué tiene que seguir esas reglas, o de lo contrario el aeropuerto se arriesgaría a una multa, admitiendo que estaba de acuerdo en que las medidas son absurdas: “el cordón tiene que quitarse porque usted podría ahorcar a alguien con él, aunque no entiendo por qué no podría hacer lo mismo con su cinturón o con sus agujetas”, o por qué no podría hacerlo, considerando mi tamaño y el de la azafata promedio, simplemente con las manos. Nos sirven de comer con cuchillos de plástico, pero sería trivial tomar una de las muchas botellas a bordo, romperla y utilizarla como arma. Las reglas no tienen sentido.
El proceso de seguridad en un aeropuerto es un excelente ejemplo de regulación inútil. Estos ejércitos de esmerados cuasi burócratas dedican su atención a seguir reglas escrupulosamente, se aseguran de que el pasajero se quite los zapatos, de que los líquidos en el equipaje de mano no excedan cien mililitros por envase (¿qué seguridad hay en cincuenta mililitros de nitroglicerina?), y de que no haya cortauñas u otras “peligrosas armas” al alcance del pasajero.
¿Nos hacen más seguros estas medidas? Sin duda, no. Quizás, incluso, potencialmente distraen la atención que debería enfocarse en otros factores como las expresiones y el lenguaje corporal de los pasajeros, por ejemplo. Estas absurdas medidas proveen una falsa sensación de seguridad.
Las medidas de “seguridad” en los aeropuertos del mundo han costado decenas de miles de millones de dólares. Además de los miles de empleados de seguridad recientemente contratados, hay incontables detectores modernos, nuevos y poderosos que se han vuelto equipo obligatorio para evitar ser señalados como aeropuertos “peligrosos” por las autoridades de aviación internacionales. Si usted fuera un terrorista empeñado en derribar un avión, las reglas le ofrecen una excelente guía; seguramente evitaría poner su explosivo en los zapatos; si quiere ahorcar a alguien, no contará con el cordón en su caja, y evitará que sea el cortaúñas el elemento esencial en su plan letal.
En términos de regulación financiera pasa exactamente lo mismo. La regulación en Estados Unidos está basada en procedimientos cada vez más complejos y cada vez más obtusos. Manuales inmensos para llenar formatos, metodología para archivar, lenguaje a usar. Si usted lee un informe de análisis económico o financiero hecho por un banco, notará que la sección de disclaimers (lenguaje que exime de responsabilidad a quien lo escribe) y la que indica los riesgos que uno asume, es cada vez más larga. No es raro que esta sección sea más larga que el propio análisis. Después de décadas en el medio financiero no recuerdo jamás haber leído esta sección, no sé de nadie que la haya leído, y sí sé que mientras ésta más crece, menos probable es que alguien la lea y, por ende, es cada día más inútil. ¿Para qué sirve? Si algo horrible le ocurre a usted al invertir, el intermediario puede entonces señalar el texto y argüir que ahí decía que usted podía perderlo todo. Sin embargo, la leyenda escrita es idéntica si se trata del bono más seguro del mundo, o de la inversión más peligrosa y radioactiva. La finalidad del lenguaje, a los ojos del banco, es simplemente blindarlos, a los emisores y al analista, de un litigio potencial. El posible inversionista queda tan descubierto y tan en riesgo como siempre, pero la regulación alertó al banco sobre cómo cubrirse la espalda.
Cuando uno recibe la visita de un regulador, lo que éste cuida es que todas y cada una de las reglas hayan sido cumplidas. Pero al igual que el terrorista potencial, si uno quiere hacer cosas realmente peligrosas, simplemente tiene que rodearse de ejércitos de abogados en áreas de cumplimiento (“compliance”) que tracen la ruta crítica que evite violarlas. Como el empleado de seguridad del aeropuerto, el empleado de la agencia reguladora no está contratado para pensar, para tratar de adivinar la intención detrás de una u otra actividad o instrumento, sólo verá si la regla se cumplió o no.
El caso de la reciente demanda civil que presentó la SEC (la comisión de valores de Estados Unidos) contra Goldman Sachs refleja que la propia autoridad sabe cuán inútil es la regulación actual. Saben que, probablemente, Goldman no violó regla alguna al armar el instrumento en disputa, y tuvieron que recurrir a que sea un juez quien determine si el banco tenía intenciones perversas.
Este recurso abre una caja de Pandora que será difícil de cerrar. El proceso utilizado por el gobierno invitará a que los inversionistas acudan a las cortes y demanden a todos los intermediarios a su alcance. Ellos, seguramente, perdieron dinero porque son las “inocentes víctimas” de los abusos cometidos por el intermediario que los engañó.
(continuará…)
Es columnista en el periódico Reforma.