El seguimiento que en América Latina se hace de las elecciones estadounidenses oscila entre la apatía y la inocencia. Se cree que quién quiera que sea el inquilino de la Casa Blanca, el resultado será el mismo. No podría expresar con más vehemencia mi desacuerdo con esa visión.
El desgastante problema económico que viven los países industrializados provocará, en forma deliberada o involuntaria, una reflexión general sobre la identidad de esos estados y de sus sociedades. Se dice que el éxito tienen multitud de padres, pero el fracaso es huérfano. Y el reciente agotamiento de los modelos económicos estadounidense y europeo (así como previamente el japonés y pronto el chino) se le imputa a una serie de factores, pero no a los que realmente lo causaron.
El culpable favorito es “el capitalismo” y se hacen afirmaciones miopes y sesgadas sobre el fin del modelo, o sobre las bondades de una “planeación central”, o de la mayor participación en general del gobierno en la economía. Esa reacción es en sí misma uno de los principales peligros. Al pobre capitalismo se le echa la culpa cuando los elementos de los modelos económicos que más daño han causado no son ni remotamente propios de un sistema capitalista. Se han acumulado toda suerte de distorsiones y trampas que bloquean los mecanismos que los mercados tendrían para garantizar que el capital fluya hacia donde debe ir y, particularmente, se evita la posibilidad de la quiebra de grandes empresas, cuando es justamente la posibilidad de fracaso el elemento más importante de un sistema capitalista, pues es la que hará que el riesgo se asuma con cautela.
En forma irresponsable, se ha buscado lucrar políticamente con la impopularidad del sistema. En Estados Unidos, el presidente Obama decidió emprender una cruzada contra quienes más tienen, contra “el 1%”. Desafortunadamente, como tienden a hacer los políticos, lo ha hecho reforzando mitos y alimentando a los medios con información y datos intencionalmente torcidos. Al hacerlo, sin embargo, no se miden las consecuencias. El peor escenario puede producirse al llevar a que se tomen decisiones y se busquen soluciones a partir de datos falsos que reflejan una realidad que sólo existe en la narrativa política, en esa utopía dogmática que sólo la fantasía puede forjar.
La economía de Estados Unidos presenta un déficit fiscal (el producto de restarle todo el gasto público a todos los ingresos que recibe el gobierno) equivalente a 10% del PIB (de la suma de todos los bienes y servicios que se generan en Estados Unidos en un año). Eso equivale a 1.45 millones de millones de dólares. La recaudación total del impuesto federal sobre la renta anda por ahí de 1.2 millones de millones. El 1% más rico acapara 20% del ingreso total, y paga cerca de 40% de los impuestos totales. No necesito hacer mucha aritmética para comprobar que sería imposible cerrar el déficit solamente incrementando los impuestos de los ricos. Cerrar un déficit de esa magnitud implicará no sólo que todos pagarán más impuestos, sino que además se tendrá que reducir fuertemente el gasto público.
Por otro lado, gracias a las afirmaciones del senil Warren Buffet, se dice que él paga una tasa impositiva que es la mitad de la de su secretaria. Asumiendo que su secretaria esté en el 20% más rico de la sociedad, debe estar pagando tasa federales efectivas de alrededor de 22.8%, según el estudio hecho por la Oficina Presupuestal del Congreso de Estados Unidos el año pasado. Asumamos que el Sr. Buffet paga sólo 15%, pues todo su ingreso lo recibe por concepto de dividendos y de ganancias de capital por sus inversiones, y no recibe sueldos o salarios. En ese caso, la tasa efectiva que paga el Sr. Buffet es 44.75%. Eso se debe a que esa empresa que le está dando un dividendo ya pagó una tasa corporativa de 35%. Sería absurdo penalizar así a un empresario quien después de pagar 35% a nivel de la empresa, pagara la tasa individual máxima de 35%, eso equivaldría a una tasa real de casi 60%. Esa es la lógica de la tasa de 15% que está siendo enérgicamente atacada por presidente Obama y por medios como el New York Times que parecen empeñados en influir a la opinión pública abrumándola con datos sesgados . La otra parte del argumento a favor de una tasa menor tiene que ver con el hecho que al hacer una inversión privada, uno está sacrificando liquidez y tomando un riesgo mayor. Si la tasa impositiva es igual invirtiendo en un proyecto nuevo, riesgoso y no líquido que simplemente comprando acciones en la bolsa, muchos inversionistas optarán por dejar de complicarse la vida, pero ahí sí se acabará limitando la capacidad de empresarios -como los que crearon Facebook o Google- para financiar proyectos riesgosos.
En los casi veinte años que llevo en Estados Unidos, he repetido una y otra vez que la piedra angular del éxito económico de Estados Unidos está en el respeto que se le tiene a los empresarios. A diferencia de lo que pasa en muchos países, aun la gente que está en los estratos económicos más bajos es partidaria de no penalizar a los más ricos pues tienen la esperanza de que en algún momento serán ellos o sus hijos quienes estén en la parte alta de la pirámide. Esta es una sociedad donde se vale ser exitoso. Además, una de las mayores ventajas de esta economía está en cómo quien sea logrará fondear una buena idea para emprender un proyecto que haga sentido. Se ha desarrollado un sistema financiero profundo y un enorme mercado de fondos de capital de riesgo y de inversión privada. Estos fueron quienes le dieron los recursos originales a las empresas tecnológicas de Silicon Valley y a muchas otras que hoy generan cientos de miles de empleos. En forma por demás paradójica, los principales beneficiarios del éxito de fondos de capital de riesgo y de inversión privada (“venture capital o private equity”) han sido los grandes inversionistas institucionales como los fondos de pensiones –estatales y privados- los “endowments” (cuentas patrimoniales) de universidades, etc.
La narrativa populista se refugia en la búsqueda de culpables. Entienden a los mercados como un juego con reglas sesgadas a favor de un grupo pequeño, de una élite a la cual se le ve mucho más homogénea, organizada y articulada de lo que la realidad histórica demuestra. Se percibe equivocadamente que la pérdida de unos tiene que ser la ganancia de otros. En el ambiente inquisidor, se ignora que los dueños de bancos están entre los principales perdedores por la crisis, habiendo perdido todo (como en el caso de Lehman, donde el valor de la acción se fue a cero), o casi todo (la mayoría de las acciones de grandes bancos valen un tercio o menos de lo que valían antes de la crisis).
La gente tiende a estar poco informada en cuanto al alcance real de los rescates de empresas. En general, se está en contra de rescates bancarios y a favor de los que se hicieron de empresas automotrices, por ejemplo. Estoy en desacuerdo en ambos casos y trataré de explicar por qué.
Uno de los grandes pecados en el sistema se hizo en la administración de Clinton cuando para aprobar la fusión de Citibank con Travelers se derogó la Ley Glass-Steagall que impedía que se pudiera fusionar un banco comercial y con un banco de inversión. Esto obedecía a que después de la Gran Depresión se comprendió el daño que un banco podía hacer poniendo en riesgo los depósitos hechos por el público utilizándolos para respaldar operaciones no crediticias sino puramente especulativas. Más aún, dado que se creó el FDIC (corporación federal que asegura los depósitos bancarios), eso acababa invitando a los bancos a tomar riesgos con los depósitos, pues éstos tenían garantía federal. La lección se olvidó, la ley se derogó y la historia se repitió.
Después de ese error, los bancos tenían que ser rescatados porque habían adquirido un tamaño abrumador y existía el riesgo de un colapso del sistema financiero mundial. No había alternativa. ¿Pudo hacerse mejor? Con certeza. Después de la crisis bancaria de 2008 tenemos bancos aún más grandes que aquellos que se percibía tenían un tamaño tal que en caso de hundirse provocarían tsunamis incontrolables en todos los centros financieros del mundo. Y sí, sin duda, hay una enorme cantidad de lecciones que aprender sobre cómo evolucionó la crisis; en términos de necesidad de transparencia en los balances bancarios (particularmente, evitando la toma de riesgos “fuera del balance”), necesidad de capitalización y limitación del uso de depósitos de terceros y apalancamiento para incrementar la toma de riesgo.
En cuanto a los rescates de las empresas automotrices, estos han probado ser exitosos sólo a partir de cambios radicales en el gobierno corporativo de estas empresas y de la relación con sus sindicatos. Probablemente, lo mejor que pudo haberle pasado a estas empresas es haber estado en quiebra hace una década, permitiendo la entrada de empresas de inversión privada que las forzaran a hacer los cambios que hoy hicieron, para volverlas viables, mucho antes de necesitar las decenas de miles de millones de dólares de recursos públicos que requirieron. Las condiciones que hoy las hacen competitivas implicaron la contratación, por ejemplo, de miles de empleados no sindicalizados que reciben compensaciones que son la mitad de las de los agremiados. Lo mismo está pasando en aerolíneas y otros sectores en problemas.
La evidencia empírica muestra que los beneficios negociados por los grandes sindicatos hace décadas son insostenibles pues garantizan la falta de competitividad en las empresas. Igualmente, a nivel estatal, se ha vuelto imposible que ciudades, municipios y estados puedan hacerle frente a los costos de beneficios de maestros, bomberos, policías y de otros empleados públicos que crecen exponencialmente ignorando tendencias demográficas y el fuerte aumento en el costo de provisión de salud (acelerado por la carísima reforma de salud impuesta también por este gobierno). Pero el principal apoyo político del gobierno de Obama proviene justo de esos sindicatos estatales y privados y el quid pro quo ha hecho que esta administración impulse, por ejemplo, reglas que impedirían el voto secreto de los trabajadores cuando eligen sindicalizarse o no (lo cual facilitaría que organizaciones gremiales presionaran y castigaran a quienes no les apoyan).
Es columnista en el periódico Reforma.