La devastación de Venezuela es también ecológica. El régimen de Nicolás Maduro, siguiendo los pasos de su predecesor Hugo Chávez, quien ya lo había anunciado en 2011, abrió las compuertas al apocalipsis ambiental cuando puso en marcha en 2016 el llamado Arco Minero del Orinoco: una vasta extensión de 111 mil 846 kilómetros cuadrados, lo que equivale al 12,2 % del territorio venezolano, que atraviesa selvas del sur como la sierra de Imataca, La Paragua y El Caura y las cuencas de los ríos Orinoco y Caroní, todos sistemas ecológicos frágiles, habitados por comunidades indígenas.
La voracidad del gobierno chavista, escaso de divisas petroleras debido a su propia incapacidad y corrupción en el manejo de PDVSA, ha hecho que Maduro y sus cómplices se vuelquen hacia la explotación de recursos mineros. El Arco cuenta con grandes reservas de coltán (mineral codiciado por la industria de la electrónica), bauxita, diamantes y oro que algunos cálculos valoran en unos 2 trillones de dólares. Bajo un esquema de asociaciones estratégicas, el gobierno venezolano ha dado concesiones de explotación minera a diversas empresas chinas, rusas, canadienses, surafricanas, australianas y de otros países. Una de las empresas concesionarias es la llamada Compañía Anónima Militar de Industrias Mineras, Petrolíferas y de Gas (CAMIMPEG), la porción del “pastel” que le ha tocado a la casta militar, soporte principal del régimen.
Con esta empresa se busca darle legitimidad a la explotación por parte de los militares de los recursos del Arco Minero, lo que ya venían haciendo miembros de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) desde hace varios años de forma ilegal por medio del contrabando de oro y diamantes, el cobro de la llamada “vacuna” a los mineros artesanales, y la complicidad con fuerzas irregulares como el Ejército de Liberación de Colombia (ELN) y grupos criminales que operan en el sur de Venezuela.
Las comunidades de pueblos indígenas han sido una de las principales víctimas de la participación militar en las regiones mineras. Esto ha resultado en enfrentamientos con fuerzas militares, en crímenes contra representantes de esos pueblos, y en una red de manejos oscuros de un negocio que pudre el tejido social, sanitario y moral de esas regiones. En un extenso y muy documentado reportaje, el periodista Edgar López relata los horrores asociados con la exploración del Arco Minero, un cóctel destructor que mezcla “crimen, corrupción y cianuro”.
La migración de personas hacia las zonas selváticas para trabajar en la minería es una de las razones (no la única) que explican un incremento de los casos de malaria en Venezuela. Estos movimientos de población hacia los campos mineros también han resultado en un incremento de la prostitución, el tráfico de seres humanos (especialmente en tiempos de crisis humanitaria), y la explotación de los trabajadores. Todo esto en un país donde no existe el Estado de derecho, y el sistema judicial y de protección de los derechos humanos, incluyendo a la Fiscalía de la República y el Defensor del Pueblo (ombudsman), están al servicio del régimen de Maduro.
Algunos chavistas han denunciado la devastación del Arco Minero del Orinoco. Antiguos ministros y funcionarios del gobierno de Hugo Chávez, incluyendo al Mayor General Clíver Alcalá Cordones, introdujeron un recurso de amparo ante el Tribunal Supremo de Justicia venezolano para detener la explotación minera en esa zona, pero la máxima instancia judicial la declaró improcedente. Varias organizaciones no gubernamentales venezolanas, entre las que está la Red de Organizaciones Ambientales no Gubernamentales de Venezuela (Red ARA) también han alertado contra los efectos nefastos del Arco Minero. Pero el gobierno venezolano ha hecho caso omiso a todas estas denuncias. Recientemente anunció que un primer cargamento del mineral coltán había sido despachado a Italia, noticia que no aparece confirmada por ninguna fuente independiente.
En el plano internacional también se han escuchado algunas voces de alerta. Sin embargo, llama la atención el silencio de los grandes del ecologismo, como Greenpeace (un grupo llamado Greenpeace Venezuela, que no parece representar oficialmente a Greenpeace, hizo una tímida denuncia en su página Facebook) o el WWF. También resulta curioso que un vocero del ecologismo como el canadiense David Suzuki haya aceptado participar en una conferencia organizada en 2015 por la Embajada de Venezuela en Canadá bajo el título IV Encuentro de Saberes, pero que en la misma no haya mencionado el bien documentado impacto ecológico de la explotación petrolera en Venezuela, y particularmente del petróleo extra pesado de la Faja del Orinoco.
Según un vocero de la Fundación David Suzuki, ni el científico ni su organización recibieron pago alguno por parte del gobierno venezolano por esta conferencia. Al ser interrogado sobre la posición de la Fundación sobre la minería en el Arco Minero del Orinoco, el vocero se limitó a decir que la organización que lleva el nombre de Suzuki apoya la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas y los derechos de estos pueblos en todo el mundo, pero no hace “campañas” fuera de Canadá. Otras organizaciones como MiningWatch Canada se ha pronunciado tímidamente sobre el tema en un tweet en el que critica a la empresa canadiense Gold Reserve, pero en el que no dice nada sobre la responsabilidad del régimen de Maduro en la violación de derechos humanos, los ataques contra los pueblos indígenas o el daño ambiental en el Arco Minero.
Varias razones podrían explicar la discreción de los usualmente ruidosos activistas verdes globales cuando se trata de Venezuela. En primer lugar, a pesar de contar con industrias altamente contaminantes como la petrolera y la minería, Venezuela ha estado fuera del radar de las grandes ONGs verdes por ser considerado durante mucho tiempo un país de ingresos medios, comparado con otros países considerados pobres en Asia, África e incluso Latinoamérica.
Segundo, la percepción que prevaleció durante la presidencia de Chávez que en Venezuela se había producido una “revolución de izquierdas” que favoreció a los pobres (lo que ha quedado ampliamente desmentido por la evidencia reciente), exculpaba a los bolivarianos de cualquier sospecha ecocida. Como lo afirma en un ensayo la profesora venezolana Gisela Kozak Rovero, “La apropiación del discurso de izquierda –en particular, estudios culturales, la teoría decolonial, feminismo «nuestroamericano», marxismo, postmarxismo–, ha permitido a la revolución bolivariana alianzas con académicos en diversas latitudes y el fomento de la militancia con ropaje investigativo…”. Lo mismo se podría decir de cierto progresismo verde que parece haber preferido las anteojeras ideológicas antes que la verdad sobre el crimen ecológico que se está cometiendo en Venezuela.
Profesor en la Universidad de Ottawa, Canadá.