La izquierda española promueve la división entre los ciudadanos

La elección del socialista Pedro Sánchez al frente del gobierno español, con el apoyo de los independentistas catalanes y vascos, resulta profundamente perturbadora.
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El socialista Pedro Sánchez acaba de ser elegido presidente del gobierno español con 167 votos favorables frente a 165 votos negativos y 18 abstenciones. Para obtener esa mayoría, Pedro Sánchez ha firmado acuerdos con los nacionalistas catalanes y vascos, gracias a los cuales promete poner de nuevo en cuestión la estructura política de España sin negociar con la oposición (155 diputados, porque 10 independentistas catalanes más radicales han votado no a su investidura).

En ellos reconocía el principio de bilateralidad entre el gobierno de España y el gobierno autónomo catalán (esto sería como si el presidente de la Asamblea regional corsa se pusiera en pie de igualdad con el presidente de la República) y desautoriza la acción de la justicia española contra la tentativa de independencia unilateral denunciando la “judicialización” de la política.

La palabra “Constitución” no figura en el acuerdo; se habla de un “ordenamiento jurídico democrático”. Pedro Sánchez también ha concedido al Partido Nacionalista Vasco “adecuar” el Estado al “reconocimiento de las identidades territoriales” y negociar un nuevo estatuto de autonomía para la comunidad autónoma vasca. El objetivo de este partido nacionalista es obtener todo el poder sobre la administración de la justicia, la política penitenciaria, la legislación laboral o la seguridad social, para buscar la construcción de un Estado vasco que comprenda Navarra y el País Vasco francés.

Es extremadamente perturbador ver que actualmente toda la izquierda española considera “progresista” este regreso de España hacia la afirmación de las identidades territoriales. Con esta investidura, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), como Unidas Podemos (izquierda radical) y sus aliados, reconoce como admisible el ideal nacionalista de desligar esas regiones de toda solidaridad con las que son menos ricas en España, o de alcanzar situaciones monolingües en catalán y en euskera. No tienen ningún problema en hacer que su lucha converja con la de los representantes electos nacionalistas que trabajan infatigablemente para elevar fronteras en las mentes, no escatiman palabras racistas u homenajean a los asesinos de ETA.

El rechazo a los efectos de la globalización liberal lleva a la izquierda a optar por la promoción y la división entre los ciudadanos de España, algo que se presenta como un progreso democrático. Utiliza el vocabulario de la democracia para evocar a los pueblos que se alzan contra el Estado, y el del derecho internacional para reclamar la autodeterminación, no de las personas sino de los territorios, lo que permite, al final, obligar a los habitantes de esos territorios a adoptar una identidad nacional única (“la identidad territorial”), contraria al pacto de 1978 (la nueva Constitución de 1978 establecía la descentralización y la autonomía de diecisiete comunidades).

Sustituir un nacionalismo por otro

Los partidos de izquierda exigen que España se defina como un Estado plurinacional, pero no aceptan lo mismo en Cataluña y el País Vasco, donde una buena parte de los electores se consideran solamente españoles. El proyecto de incluir territorio francés en el Estado Vasco ideal no se presenta como el deseo de crear una nueva situación plurinacional, francesa y vasca, en el seno de la Unión Europea. Aparece como una estrategia de sustitución de una nación y de un nacionalismo por otros.

La Constitución de 1978 fue el fruto de numerosas concesiones aceptadas por representantes electos que habían conocido la guerra civil y sus asesinatos en masa en ambos bandos, y después la losa de plomo del franquismo, el exilio, la muerte, la tortura o la prisión para los vencidos. Aspiraba a salir de la historia atormentada que vivió España entre 1812 y 1931, a lo largo de la cual se sucedieron diez Constituciones o proyectos de Constitución, el exilio o abdicación de cuatro reinas y reyes, y varios golpes de Estado.

El pacto de 1978 señala el comienzo de un periodo excepcional de crecimiento y estabilidad, en el que los nacionalistas eran mayoritarios en ciertas regiones pero estaban integrados en un conjunto nacional español. Desde la década de 1980, el PSOE y el Partido Popular han delegado masivamente impuestos y competencias a los poderes nacionalistas vasco y catalán, de manera notable en el campo de la educación, a cambio de obtener su apoyo para alcanzar la mayoría en el parlamento.

La llegada de Vox

Ahora, el acuerdo firmado por el PSOE con el partido independentista catalán Esquerra Republicana de Catalunya alarma a la oposición y quizá a una parte de los electores socialistas porque, durante su campaña, Pedro Sánchez prometió lo contrario de lo que acaba de hacer. La alianza con los separatistas es una apuesta aún más arriesgada porque la declaración de independencia de los parlamentarios catalanes en 2017 ha hecho que surja, con el partido Vox, un nacionalismo español exactamente equivalente al de esas regiones, que defiende el ideal de la unidad de un pueblo y una lengua en un territorio.

Quien siembra nacionalismo recoge nacionalismo. La izquierda española parece creer que es la vía del progreso, que la Unión Europea se verá consolidada por esta explosión identitaria y la democracia por el soberanismo local. En cuanto a las cuestiones identitarias, las complejidades de la situación española deben debatirse, porque revelan contradicciones profundas que atraviesan nuestras democracias europeas.

Traducción del francés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Le Monde.

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Barbara Loyer es geopolitóloga, especialista en España y en movimientos nacionalistas en España y en Europa occidental. Es profesora en el Instituto Francés de Geopolítica de la Universidad-París VIII.


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