El ejercicio de la hipocresía o de la mala fe no siempre es una profesión lúcida y descarada; suele presentarse, por el contrario, en personajes que cultivan con esmero sus almas, se detienen para observarlas, se autocensuran, se corrigen, quitan el polvo, dejan el huevito de cristal perfectamente limpio y prosiguen la marcha convencidos de que el mundo interior es un abismo. Podríamos hablar, entonces, de mala fe inconsciente, de intereses de clase o, si se prefiere, de mecanismos de adaptación; expresiones seguramente consolatorias ya que aparentan respetar esa santidad privada. No me interesa ahora discutir esta terminología, que asumo como correcta, sino más bien quisiera inventariar algunas de las contorsiones que habitualmente se practican para justificar o neutralizar hechos acusatorios y atroces. Estoy pensando en el asesinato de Salvador Allende y en el derrocamiento del gobierno de Unidad Popular.
La actitud menos elaborada la conocemos todos: el primer paso consiste en concentrarse en los aspectos humanos de la situación. El valor, la hombría, el estoicismo de Allende. Frente a una tragedia de tales dimensiones es casi frívolo mencionar la política, esa peste, esa desgracia, esa cosa sucia que devora a los hombres mejores. El corazón, aparatito lleno de recursos, se enciende. Estamos ya muy cerca de redondear una idea, una idea rica, sintética y con una larga tradición: la heroicidad. Si la manipulamos con cuidado llegaremos a una zona franca, realmente agradable, donde es posible la expansión emotiva y la reflexión libre de escorias circunstanciales. De aquí en adelante es cuestión de preferencias y hasta de talento. Habrá quien insista en el temple de los héroes, en su amor a la vida o en su amor a la muerte; en el héroe como símbolo expiatorio de un pueblo y en el héroe visto como la encarnación de las virtudes colectivas. El héroe, siempre el héroe, única categoría a la altura de nuestras emociones. Pero en condiciones tan favorables los pensamientos, como las buenas alfombras, tienden a la complejidad: los héroes, en realidad, trascienden la historia y revelan, en la transparencia de sus destinos, los dilemas fundamentales de la acción humana. Aprovéchese, entonces, esta nueva oportunidad –quizás más diáfana que otras– para volver a plantear las paradojas, las aporías, las antinomias, los misterios centrales de la praxis: para realizar el bien hay que hacer el mal, los medios usurpan a los fines, la utopía de hoy es la cárcel del mañana, el compromiso y las manos sucias, tremendamente sucias. La conclusión es seca e imponente: toda acción es ambigua. Aprender a vivir con esta daga en el pecho –nos informan con cara seria– es sabiduría difícil: exige renunciar a las adhesiones ruidosas, al optimismo, a los placeres carismáticos. Nos compensará, sin embargo, con una enorme elasticidad mental que no solo nos permitirá comprenderlo todo, absolutamente todo, sino, además, adaptarnos a cualquier situación, auténticos ciudadanos del Universo.
Hay también posibilidades de salir adelante con mayor modestia y sin tantas alharacas teóricas. La más humilde insiste, insiste mucho, en la gravedad de los acontecimientos, pero señala que la lección es oscura e improbable. Es una voz nostálgica, que lamenta realmente no poder sacar una conclusión rápida y tajante. Invadida por la perplejidad, solo emite interrogantes. En efecto, lo que ha sucedido en Chile, ¿indica que la vía democrática y legalista no conduce a nada o, más bien, que Allende irritó con exceso a sus opositores? Por otra parte, ¿cabe hablar de fracaso del modelo democrático si no se contaba con una mayoría absoluta? ¿No se deberá la caída al apoyo tácticamente equivocado de la ultraizquierda? ¿No consistirá el error en haber gobernado con un gobierno de coalición? ¿Qué habría pasado si Allende se hubiera aliado con la izquierda de la Democracia Cristiana? ¿Estaría aún en el poder si la Reforma Agraria se hubiera llevado a cabo con más cordura? ¿Será el socialismo la estrategia adecuada para liberar a estos países? Esta última pregunta es casi una licencia metodológica, pues en general una tautología preside esas cavilaciones: Chile es Chile. Cualquier extrapolación es injustificada y lo que ocurre en un país se explica por condiciones que jamás se reproducen en otro. El Fascismo chileno es el Fascismo chileno, esto es, un movimiento particularísimo en cuya génesis intervienen el paisaje chileno, la fauna chilena, el sabor del vino, los hábitos culinarios, esa manera peculiar de relacionarse entre ellos, la psicología curiosísima y única del militar chileno, el hombre del norte, el hombre del sur, el silencio de los bosques, la frialdad del mar, la angostura territorial. Sí, claro, también las relaciones de clase, las estructuras de poder, no las olvidamos, no, de acuerdo, pero son esquemas útiles que deben aplicarse a realidades concretas, de lo contrario no individualizaremos una sociedad, una época, un país. Aquiles nunca alcanzará a la Tortuga: la irrelevancia y la infinita variedad de las causas amparan definitivamente el carácter local del Fascismo chileno. Ningún miedo, entonces, estamos ante un fenómeno que ni nos enseña ni nos asusta puesto que solo a sí mismo se parece.
La distracción y el realismo se buscan con frecuencia. Un realismo que gusta presentarse como independiente de la política, de la justicia, ya no digamos de la moral, cuento de hadas para adolescentes e ignorantes, material para demagogos, tópico adecuado para quien se dedica a la retórica o a la santidad. Concede rápidamente que en Chile se han cometido muchos excesos, barbaridades incluso, todos coincidimos en que ésa no es la manera de hacer las cosas. Ahora bien, seamos sinceros y reconozcamos que el gobierno de la Unidad Popular era un caos, aquello económicamente no tenía ni pies ni cabeza, un juego que satisfacía impulsos morales, manías igualitarias, pero el país mientras tanto se arruinaba. Una especie de festival ético ‒hermoso, desde luego‒, aunque con las horas contadas. Por Dios, nada contra Allende como persona, salvo sus sueños. Seamos sinceros, Chile estaba en bancarrota. Este es el dato fundamental. Lo que pasa es que somos víctimas de una mezcla terrible: la prisa y las buenas intenciones. Los discursos no crean dinero, el desarrollo implica sacrificios no solo de orden material, sino también ‒¿cómo decirlo?‒ de tipo espiritual. La acumulación del capital supone la desigualdad, o sea, el peso del desarrollo lo lleva una determinada clase social. Siempre ha sido así. Siempre. ¿Acaso en la Unión Soviética el campesinado no pagó la industrialización? Habrá, entonces, una zona de gran pobreza, un proletariado elitista, favorecido por el régimen, y un grupo dirigente ‒poco importan los nombres, burguesía nacional o transnacional, juntas, partidos comunistas o socialistas‒ que será el encargado de la planeación. Obviamente habrá desajustes, protestas, inconformidades. aquí es ‒susurra el realista‒ donde no debemos engañarnos ni cerrar los ojos píamente: todos tienen que reprimir. Si se quiere continuar, esta es la única manera. No hay, pues, diferencias básicas entre Brasil, la Unión Soviética, Francia, Japón, Cuba, Inglaterra, Venezuela, Bolivia; unos antes y otros después, todos pasan por esa etapa. El resto interesa a los costumbristas políticos: las variaciones locales del ejercicio del poder, las diversas técnicas de control, etc., etc. Folklore, historia de las modas. La represión es el precio del desarrollo. Excepción hecha de unos cuantos sadistas que siempre se cuelan, sería pues una ingenuidad satanizar al hombre público que deliberada y conscientemente renuncia a los goces de la ética y al agradecimiento de las masas. Seguro de la victoria final, elige el desprecio de sus contemporáneos y está obligado ‒partero de la historia‒ a disfrazarse de militar respetuoso de la Constitución. Seamos una vez más sinceros y admitamos ‒nos guiña el realista‒ que esta no era la visión de Allende. Por consiguiente no nos asombremos de la fugacidad de su gobierno. En el fondo ‒¿no es cierto?‒ no ha pasado nada en Chile, una pompa de jabón se deshizo, una fantasía duró un poquito más de lo normal, se acabó la fiesta y vuelve ahora al momento histórico que le corresponde. Es un regreso a la realidad porque, hablando en serio, Chile, entre 1970 y 1973, no existió.
Comencé mencionando la hipocresía, la mala fe y los mecanismos de adaptación. Considero justo haberlo hecho porque no he estado escribiendo sobre errores intelectuales corregibles mediante lecciones más o menos teóricas. Creo fervorosamente en la pedagogía, pero también creo en la fuerza del miedo, de los hábitos y del bolsillo. Por tanto no pretendo persuadir sino, a lo más, ejemplificar. Recoger para usos diversos algunas de esas lindezas que oímos a diario. Abundan, sobran, los linotipos no se dan abasto para registrarlas, aparecen en cualquier género y en cualquier papel, a la rústica y en piel, en buen castellano y en traducciones aproximadas. Dada la cantidad, el título de estas notas es sin duda excesivo. Pero por algo se empieza. ~
Publicado originalmente en Plural en octubre de 1973
y posteriormente recogido en Manual del distraído.
(Florencia, 1932-ciudad de México, 2009) fue filósofo y uno de los escritores e intelectuales más relevantes del siglo XX mexicano.