Apropiación

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Philippe  Ollé-Laprune

México: visitar el sueño

trad. Mónica Mansour, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, 134 pp.

 

“Hay una ‘forma de ser’ propia de la literatura de cada país –comienza diciendo el autor de este libro, el escritor y ensayista francés-mexicano Philippe Ollé-Laprune– que deja huella singular en los textos y los distintos autores…” (p. 8). Y hay, por consiguiente, añade párrafos después, “una forma de ser del mexicano que tiene marcada influencia en la literatura que se hace en este país”. A dilucidar este vínculo existente entre el “ser mexicano” y la literatura que se produce en México, el autor dedica su México: visitar el sueño,que quizá es correcto leer como una suerte de detallado informe del estado actual de la literatura mexicana. “He intentado –avisa– comprender la relación particular que México mantiene con la palabra escrita y por lo tanto con su literatura.”

El autor nos explica qué entiende por ese “ser” mexicano, qué cualidad suya tiene mayor impacto en la literatura que produce. Se trata, en primer lugar, de la proverbial “reserva de los mexicanos”. Un “comportamiento –dice– que a veces impacta al visitante hasta hacerle creer que está frente a asiáticos”. Y continúa diciendo: “Las convenciones y las costumbres locales son marcas de discreción, de pudor, envueltas en contención.” Todo esto impacta la literatura que se hace en este país. Aventura por último una razón histórica: “México mantiene desde hace alrededor de quinientos años una relación única con la palabra escrita, debido en gran parte a su nacimiento violento y al lugar que ocupa la escritura en ese contexto.”

¿Qué tipo de libro florece, entonces, en un país en el que enfocar la realidad de manera frontal es algo mal visto? En primer lugar la crónica y el ensayo. “La crónica, que tiene como objetivo describir y comentar lo real, y el ensayo, cuya función es analizar esa misma realidad” (p. 16). Esto es así, afirma, porque “las primeras palabras escritas en México están destinadas a impresionar, a instaurar una relación de fuerza entre ambos grupos” (p. 20).

Ahora bien, ¿cuánto de este talante peculiar de la literatura mexicana tiene que ver no solo con el carácter del mexicano, con la historia única del país y, además, con la formidable participación del Estado como principal mecenas visible del entramado cultural mexicano? Ollé-Laprune señala los riesgos que trae aparejado tal mecenazgo interesado. Muchos de los escritores mexicanos, en un país “en que no se lee”, no viven de sus lectores, ni su popularidad es el resultado de esa suerte de votación democrática que es la venta de libros. “Los más célebres, más que vivir de conferencias o de las regalías de sus libros, tienen al Estado como único patrón: Octavio Paz y Carlos Fuentes son embajadores (antes de renunciar como señal de protesta), Rosario Castellanos o Juan Rulfo trabajan para instituciones del Estado”  (p. 69).

Según el autor, y es una conclusión con la que no se puede no estar de acuerdo, lo negativo de este arreglo es que el Estado  “… refuerza una literatura desprovista de furia, dominada por la gravedad y el sentido de la mesura”. Y añade: “La omnipresencia del poder en las artes tiene una consecuencia anestesiante.” Como consecuencia de esto, la literatura mexicana “está desprovista de los malditos y los furiosos que pueblan las letras de muchas culturas y de muchos países” (p. 39). En México, abunda el autor, “la confusión es grande entre la superficie social del escritor y el valor de su obra” (p. 72). Y en este libro que es, en realidad, una mina de observaciones agudas (lo he leído lápiz en mano, y he puesto muchos signos de exclamación al margen) declara: “En México, la relación con la escritura está impregnada de religiosidad. Hay una forma  de absoluto que afecta al libro y le da una resonancia particular. Esto se da sobre todo entre la gran mayoría de la población que no lee nada, pero tiene de manera difusa el respeto por los doctos, por quienes saben descifrar” (p. 50).

La literatura mexicana vive, por consecuencia, una suerte de dualidad dolorosa, de “escritores –nos dice– sometidos en el campo social y sabios en el campo artístico, son reveladores de lo que es la literatura mexicana: un canto que se esfuerza por disimular su rabia o dominarla” (p. 61).

Una vez delineada esta maquinaria conceptual, Ollé-Laprune la usa para volver con ojo crítico y penetrante sobre la obra de muchos autores canónicos de las letras mexicanas. “Se comprende mejor, por ejemplo, por qué la obra de un Alfonso Reyes, en el que la dimensión de docto es ejemplar, no tiene ninguna presencia en otras lenguas. El tono apacible y el aspecto prudente de su estilo están más conformes con la pluma de un diplomático que de un insumiso” (p. 95).

La misma anemia, por llamarla de algún modo, encuentra Ollé-Laprune en la poesía. Su juicio no puede ser más polémico (en un libro escrito no sin cierta dosis de provocación, de sana provocación intelectual, déjenme añadir):  “… la poesía mexicana está marcada más bien por el estetismo que por la belleza. No tiene el aliento de la poesía chilena, la sabia construcción de la poesía argentina o el vigor exaltado de la poesía peruana. No, su encanto está en su habilidad para domar las pasiones más vivas y los arrebatos más intensos” (p. 88).

Más adelante dedica varias páginas a analizar la crítica literaria al uso en el país, que “es periodística, anecdótica o centrada en los valores que representa el autor estudiado”. Los suplementos literarios y las revistas comentan las actualidades de las letras, juzgan las novedades, atacan o defienden más bien con el fin de golpear o halagar a una persona que de proporcionar claves de lectura. Y aporta un muy revelador cuadro que cualquiera que haya vivido en México y participado en su, por otra parte, muy vibrante vida cultural ha presenciado en más de una ocasión: “La presentación de un libro da lugar a una curiosa ceremonia, organizada por el editor en que el autor está rodeado de varios glosadores. Todos lanzan su ditirambo sin que haya entre ellos el menor debate. El lector potencial deduce la importancia del libro presentado (y de su autor) por el lugar donde se lleva a cabo, el prestigio de los comentadores y las personalidades que componen el público” (p. 72). Otra vez: ¿quién que haya vivido en México no halla esta descripción exacta?

Llegado a este punto, se hace una pregunta fascinante: ¿cuál sería el resultado si un escritor extranjero, sin todas esas trabas anteriormente mencionadas, se aplicara a escribir la realidad mexicana? El resultado, ¿ofrecería una escritura alternativa de México? El autor considera que sí y enumera estos “visitadores del sueño” mexicano, creadores que a lo largo de los años se han visto atraídos por el carácter enigmático del país, por su inmensidad y exotismo. Se trata, entre muchos nombres, de Antonin Artaud, Malcolm Lowry, Huxley, Graham Greene, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, el enigmático B. Traven, etcétera. Obras en que aparece un México distinto al que ven los autores nacionales. Habría que bucear allí para entender otras vías, parece decirnos Philippe.

Si bien es verdad que esto no es privativo del caso mexicano, el autor parece sugerir que esta inyección extranjera ha sido particularmente notable y saludable en México. Un caso reciente, apunta, podría ser el del chileno-mexicano Roberto Bolaño. Ahora bien, esta literatura mexicana “alternativa” no es privativa de los extranjeros. Hay escritores mexicanos que por azares biográficos (largas estadías en el extranjero, variada extracción social, etcétera) logran escapar de la gravitación, del “carácter petrificado y pesado de las letras mexicanas” (p. 91). Ollé-Laprune menciona a Sergio Pitol, escritor de larga vida itinerante, y a Jorge Ibargüengoitia, ambos saludablemente desprovistos, nos asegura, “de ese espíritu solemne de la literatura mexicana”. Yo añadiría algunos otros nombres, el del novelista Daniel Sada y el de la escritora y ensayista Margo Glantz.

No deja de ser sintomático que esta suerte de auditoría rigurosa de las letras mexicanas aparezca en un momento en que la literatura mexicana misma se está moviendo. En gran medida gracias a los cambios tectónicos que experimenta nuestra sociedad, entre ellos la fractura del monolito estatal mexicano cuyo mecenazgo debe cubrir ahora un cambiante entorno de mayor pluralidad política y, por lo tanto, de “sucesivas y encontradas lealtades”, para decirlo con las sabias palabras de Borges.

Desde joven, en Francia, el autor se ha dedicado a la edición de libros y a la promoción cultural. Quizá atraído él mismo por lo exótico mexicano llegó al país a mediados de los noventa como encargado de un programa de fomento a la traducción auspiciado por la embajada francesa. Es director de la Casa Refugio Citlaltépetl donde publica la revista Líneas de Fuga, que en noviembre pasado, cuando el mundo se enteró del Nobel concedido a Tomas Tranströmer, era una de las pocas publicaciones en español que había dado acogida a las obras del sueco. Datos estos importantes para señalar que estamos ante un participante muy activo de la vida literaria nacional, un testigo de excepción en suma.

A pesar de que muy al comienzo anuncia que se trata de un libro de “impresiones personales”, estamos en realidad ante un libro de talante casi académico, muy anclado en el dato, en la referencia histórica y que pasa revista a los grandes creadores mexicanos, poetas y narradores. Un académico, un investigador literario propiamente dicho, podría encontrar aquí tesis sumamente interesantes que desarrollar, entreverar páginas y capítulos con ejemplos y citas. Sería otro libro; este fue concebido para ser leído así, compactamente. Uno puede, figurativamente hablando, pasearse por las muchas salas de la literatura mexicana con este breve libro como guía en que las más penetrantes intuiciones salpican cada una de sus páginas.

El libro es, por último, de una crudeza excepcional. Es justamente lo contrario de lo que uno esperaría de un “libro mexicano”. No dudo de que mucho de lo que leo aquí haya sido dicho o quizá barruntado por más de uno, pero no había leído yo nada de igual contundencia ni en la seriedad con que lo ha dicho. Atreverse a un libro así es un acto de temeridad. Pero como dice el mismo autor: “Producir una obra literaria es un método posible para descifrar los misterios de un país que se complace en el secreto y apropiárselos”  (p. 31). Estamos, entonces, ante un acto de la más crítica y apasionada apropiación. ~

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(La Habana, 1962) es escritor y traductor. Anagrama publicó en 2007 su novela 'Rex'.


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