Dante, poeta del mundo terrenal, de Erich Auerbach

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Entre los filólogos eminentes del siglo pasado, Erich Auerbach (1892-1957) ha sobrevivido gracias a Mimesis (1946), su obra maestra, cumbre de la crítica literaria y de la literatura comparada. Pero a la belleza y a la eficacia de ese gran libro, que retrata de un solo e inspirado trazo la representación entera de la literatura occidental desde Homero hasta Virginia Woolf, se suma el mito cuya hechura provocó el propio Auerbach, de manera más imprudente que equívoca, sobre las condiciones en que escribió Mimesis, en la Universidad Estatal de Estambul, mientras se hallaba allí, huyendo del nazismo, entre 1937 y 1945. Llamado a sustituir en su cátedra turca a Leo Spitzer, otra figura legendaria de la romanística, Auerbach dramatizó un tanto su destierro y escribió en el epílogo de Mimesis:

 

Cada uno de los capítulos trata de una época, a veces relativamente breve, medio siglo, otras veces mucho más larga. Entre ellos hay también huecos, es decir, épocas que no han sido tratadas, así, por ejemplo, la antigüedad, que me ha servido tan sólo de introducción, o la Edad Media temprana, de la cual conservamos poquísimos documentos. También hubiera sido posible intercalar después capítulos ingleses, alemanes y españoles, de buen grado hubiera tratado más extensamente el Siglo de Oro y con muchísimo gusto hubiera añadido un capítulo especial sobre el realismo alemán del siglo xvii. Pero las dificultades eran demasiado grandes; ya sin eso tenía que habérmelas con textos correspondientes a tres milenios, habiendo debido abandonar con frecuencia mi campo de acción propio: las literaturas románicas. Añádase a esto que la investigación fue escrita en Estambul durante la guerra. Ahí no existe ninguna biblioteca bien provista para estudios europeos, y las relaciones internacionales estaban interrumpidas, de modo que hube de renunciar a todas las revistas, a la mayor parte de las investigaciones recientes, e incluso, a veces, a una buena edición crítica de los textos. Por consiguiente, es posible y hasta probable que se me hayan escapado muchas cosas que hubiera debido tener en cuenta, y que afirme a veces algo que se halle rebatido o modificado por investigaciones nuevas. Esperemos que no se halle entre estos errores probables alguno que pueda afectar a la médula del sentido de las ideas expuestas. A falta de una bibliografía especializada y de revistas se debe que este libro no contenga notas; aparte de los textos cito relativamente pocas cosas, y estas pocas encajaron fácilmente en la exposición. Por lo demás, es muy posible también que el libro deba también su existencia precisamente a la falta de una gran biblioteca sobre la especialidad; si hubiera tratado de informarme acerca de todo lo que se ha producido sobre temas tan múltiples, quizá no hubiera llegado nunca a poner manos a la obra.1

 

Este párrafo de Auerbach se hubiera conservado en el acervo más o menos íntimo de la historia trágica de la erudición de no haber sido convertido por Edward W. Said, el erudito e influyentísimo crítico estadounidense de origen palestino, en una suerte de emblema de su propia condición de exiliado y en una de las principales imágenes didácticas de su tarea como patrocinador de los llamados estudios postcoloniales en todo el orbe universitario. Al inventarse a Auerbach, en un gesto borgesiano, como su propio ancestro, Said asumió abiertamente la pretensión, a la postre exitosa, de modificar extemporáneamente el talante conservador del autor de Mimesis y poner su doctrina al servicio de una nueva cruzada. A nadie escapó, tampoco, el trueque de atributos llevado a cabo por Said: él, el intelectual palestino exiliado por antonomasia –aunque la secuencia propiamente histórica de ese exilio haya sido severamente cuestionada en Israel–, se apropiaba del gran erudito judío desterrado no en Estados Unidos (Auerbach finalmente recaló, tras la guerra, en Princeton y en Yale) sino nada menos que en Estambul, la Sublime Puerta del mundo oriental a cuyo exorcismo dedicó Said su Orientalismo (1978).

La apropiación de Auerbach por Said, que sorprendió en su día a sus colegas y se inició con el ensayo “Crítica secular” –introducción a El mundo, el texto y el crítico (1983)–, reapareció en diversos capítulos de Cultura e imperialismo (1993) y culminó, poco antes de la muerte del crítico palestino, con el emotivo prólogo al cincuentenario de la edición en inglés de Mimesis, en 2003. Como es natural, la transformación de Auerbach en guía de los estudios postcoloniales fue observada con incomodidad por otros críticos y comparatistas, que sentían tener tanto derecho como Said a la herencia universal de Auerbach. De hecho, George Steiner, al reseñar en The Times Literary Supplement la nueva edición de Mimesis, omitió mencionar que la prologaba Said.2

El pequeño escándalo llegó a Turquía y, como lo dice Herbert Lindenberger, uno de sus cronistas, ha aparecido hasta en sátiras, como ocurre en Meetings of the Mind (2000), de David Damrosch. En un lejano segundo lugar, el viejo Auerbach en el destierro compite por el estrellato con el siempre joven Walter Benjamin, convertido hace unos años en héroe de una ópera de Brian Ferneyhough y Charles Bernstein.

La academia turca también tiene su opinión, un tanto amarga: Auerbach pasa por ser un malagradecido, una vez que fue recibido en Estambul al frente de una cátedra muy respetable en una de las grandes universidades del Medio Oriente, lugar quizá no tan excelente como Heidelberg o Marburgo, pero lejano a ser esa tienda de caravana a duras penas sostenida en medio del desierto, como la pinta Auerbach o se la imaginan, más bien, los alumnos de Said, quien convirtió el párrafo de Mimesis en una metáfora postcolonial del fin del humanismo burgués.

Obligado a confrontarse con la otredad, temeroso de que el incendio nazi arrase con todas las bibliotecas, el memorioso Auerbach entra en el dominio de una hipótesis muy propia, en la clave de Borges diseñada por Foucault, de la teoría literaria: en el vacío documental, al entregarse a la memoria, el erudito descubre, al fin, el mundo no occidental. La realidad, como siempre, es más prosaica: Auerbach quizá la pasó mal en Estambul, pero no mostró ningún interés ni en el próximo ni en el lejano Oriente, detestaba el régimen de Kemal Atatürk, al que hallaba nazificante, y pudo publicar, en el destierro, una revista literaria y recibir las visitas académicas del músico Paul Hindemith y Steven Runciman, el historiador de las cruzadas, entre otros.3

La historia intelectual abunda en apropiaciones como la que Said hizo de la obra de Auerbach, y a los postcolonialistas y a su jefe de escuela debe agradecérseles el haber atraído sobre Mimesis una cantidad de lectores mayor que la que reciben otros clásicos de aquella generación de romanistas, como los escritos por Karl Vossler o E.R. Curtius.

Dante, poeta del mundo terrenal (1929), recientemente reeditado en inglés y en español, permite encontrarse con Auerbach en la otra orilla a la que lo ha arrastrado su popularidad académica. Leer este Dante no sólo es un buen preámbulo al estudio de Mimesis sino una aventura intelectual, en sí misma, soberbia. El genio de Auerbach para la síntesis le permite escribir una gloriosa introducción histórica de la cual surge, del horno de Homero, Platón y Aristóteles, un Dante natural, vivo, perfecto. Acto seguido, el filólogo explica por qué Virgilio, y sólo él, podía ser el cómplice de Dante en la Divina Comedia, subrayando que antes de Eneas (y de Dido) no había un solo destino realmente individual en la literatura.

La poesía juvenil de Dante le permite a Auerbach explicar la superioridad del florentino frente a su maestro Guinizelli y encontrar que el señorial Cavalcanti carece de ese “recuerdo” casi sensorial de la antigüedad que Dante, sabiendo poco de Homero y nada de griego, poseía. Le reprocha Auerbach a Vossler, de paso, haber sometido a Dante a la presión perjudicial de los términos “clásico” y “romántico”, que deberían serle, analíticamente, ajenos.

El sentido del libro de Auerbach palpita desde el título. Said se quejó, con razón, de que la traducción al inglés, “Dante, Poet of the Secular World”, no reflejaba, como sí ocurre en español, la terrenalidad de Dante, poeta no del más allá sino de nuestro mundo, poeta terrenal.4 Ejemplifica Auerbach con Beatriz, que, alegórica cifra de la sabiduría, ser del todo inventado o atisbado, y pese a faltarle “el sufrimiento terrenal y la huida del mundo” tan propios de otras heroínas cristianas, es un personaje cuya luminosidad permite percibir la vida y testificar por el realismo de la Divina Comedia. Como en el simulacro de cuerpo que Dante ha de inventarle a los condenados para no reñir con el sistema de Tomás de Aquino, Dante mismo, el personaje, y Beatriz son humanos como no lo fue nadie antes que ellos, asegura Auerbach.

Como ocurre con los verdaderos eruditos, Auerbach no se arredra ante las lecturas fastidiosas que todo clásico puede suscitar y lamenta la plasticidad gótica y monstruosa del infierno de Dante, responsable del romanticismo chocarrero de Victor Hugo. Borges, inclusive, le adjudicaba a Dante la invención de lo siniestro. En 1930, lo mismo para Gide o Valéry que para los críticos humanistas en Estados Unidos o para Auerbach, lo romántico había degenerado en una cultura comercial.

Auerbach concluye alabando la naturaleza polifónica de la Comedia, en cuyos versos pueden escucharse todos los sonidos, “los provenzales y el Stil Nuovo, el lenguaje de Virgilio y el de los himnos religiosos, la epopeya francesa y los laudes umbras, la terminología de las escuelas filosóficas y la incomparable riqueza de la lengua coloquial del pueblo que fluye por primera vez en una poesía de estilo elevado”.

Es una delicia, en fin, poner Dante, poeta del mundo terrenal sobre la mesa y compararlo con Tres poetas filosóficos: Lucrecio, Dante y Goethe, de George Santayana (1910), con el primero de los ensayos que T.S. Eliot le dedicó a Dante, en 1929, con las Conversaciones sobre Dante, de Osip Mandelstam, o con los Nueve ensayos dantescos, de Borges, recopilados en 1982. Santayana le da a Dante una nueva potencia filosófica, lo separa de la Edad Media (que un medievalista como Auerbach definió como una época incapaz de concebir al hombre hasta que no llegó Dante), Eliot y Borges nos permiten releer la Comedia, cosa rara, sin terrores ni sofocos, mientras que Mandelstam lo coloca, al contrario, en el mundo de la vanguardia: algo horrible parece estar a punto de ocurrir en las nerviosas observaciones del poeta ruso.

Concluyo con uno solo de los méritos del Dante de Auerbach: su exposición del “realismo” o del “naturalismo” –términos siempre latosos– del poeta. Es el caso de los personajes históricos florentinos que habrían sido del todo olvidados si no fuera por Dante y que gracias al vigor y a la inmediatez del trazo no sólo son eternos sino contemporáneos nuestros, arrancados, como dice Auerbach, de “la multitud de los vivos”.

Quizás el exilio fue para Auerbach, como para Dante, una dura bendición. Quizás el filólogo habría desautorizado muchas de las lecturas de su obra, como el mismo sabio berlinés imaginaba a Dante rechazando las teorías que en su nombre formuló Vico. Y no deja de ser curioso que un crítico como Auerbach, tan entregado a la veracidad de las palabras, al grado que lo que dice de Joyce o de Proust –los adorados embusteros del siglo XX– no nos sirve gran cosa, se haya convertido en el emblema de quienes desconfían, por principio metodológico, del sentido literal. Auerbach, dice Steiner, está antes de Dada o del surrealismo, antecedentes del posmodernismo y la deconstrucción. Su obra crítica parece ignorar la gravosa herencia de aquellos que Paul Ricoeur llamó “los maestros de la sospecha”. Fiándose en su confianza en las palabras, Erich Auerbach predicó el fin de las literaturas nacionales y rehabilitó la vaga esperanza de Goethe, el buen orientalista, en la literatura mundial.

Literatura mundial que comienza con Dante. ~

 

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1. Erich Auerbach, Mimesis / La representación de la realidad en la literatura occidental, trad. de I. Villanueva y E. Ímaz, México, FCE, 1950, pp. 520-521. Mimesis fue traducida al español tres años antes que al inglés.

2. George Steiner, “Grave Jubilation”, en The Times Literary Supplement, 19 de septiembre de 2003.

3. Herbert Lindenberger, “Appropriating Auerbach: From Said to Postcolonialism”, en Journal of Commonwealth and Postcolonial Studies, vol. II, núm. 1-2, 2004.

4. Con una introducción de Michael Dirda, se reeditó esa traducción hecha en 1961 por Ralph Manheim: Dante, Poet of the Secular World, New York Review of Books, 2007.

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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