Salvado del fusilamiento por ser sobrino del médico personal de Lenin, sobrino también del pintor Vasili Kandinski, autor de una de las exégesis más prestigiosas de G. W. F. Hegel que conoció su siglo, hombre de derechas que después de morir fue denunciado como espía de la KGB en París durante treinta años y autor de una larga carta a Stalin sobre el sentido de la historia, ese fue el filósofo francés de origen ruso Alexandre Kojève (Moscú, 1902-Bruselas, 1968), quien, además, fungió como gurú en el medio de las altas finanzas de la V República y resultó ser uno de los creadores del Mercado Común Europeo, antecedente de la Unión Europea.
Sorprende, en su caso, la figura del aventurero sin escrúpulos con el reconocimiento casi unánime de su Introducción a la lectura de Hegel como una obra erudita de primer orden, resultado (y así reza el subtítulo) de las Lecciones sobre la Fenomenología del espíritu desde 1933 hasta 1939 en la École Pratique des Hautes Études, recopiladas y publicadas por Raymond Queneau (1947).1 La epidemia hegeliana que sufrió durante décadas la vida intelectual francesa, denunciada en su día por Albert Camus y por Octavio Paz, proviene directamente de esas lecciones, a las que asistieron, entre otros elegidos, Jacques Lacan, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Roger Caillois, Jean Hyppolite, Raymond Aron y André Breton y el propio Queneau, cuya novela Zazie en el metro (1959), según su autor, algo tiene de Kojève, al igual que la versión lacaniana del psicoanálisis le debe todo a aquella interpretación de Hegel, sobre todo por las libertades que Lacan se tomó con una terminología ya de sí abstrusa y difusa, que va de la dialéctica del amo y el esclavo al stade du miroir. Incluso, el doctor Lacan fue acusado, al parecer con falsía, de haber entrado al departamento de Kojève cuando su cadáver estaba aún tibio, para robarse el manuscrito definitivamente anotado de las Lecciones, abracadabra del inconsciente como estructura.2
Fue, de cualquier manera, muy estrecha la relación entre Lacan y Kojève, como lo fue la del ruso emigrado a Berlín a principios de los años veinte con Leo Strauss (herencia que recogió Allan Bloom, su discípulo) y, a lo lejos, con Carl Schmitt. Que los amigos más entrañables de Kojève estuviesen en la intelectualidad europea de derechas y en los gobiernos gaullistas, nada tiene de extraño. Aunque la epidemia hegeliana denunciada por Camus y Paz fue esa vuelta al padre fundador que hacia 1968 acabó de darle al marxismo ese último envión necesario para sacudirse la escolástica soviética, por algunos años y gracias a los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, del joven Karl Marx, no debe olvidarse que los conservadores franceses fueron, con frecuencia, por germanófilos y por antiyanquis, amigos de la URSS. Que Kojève y su viuda (hasta pensionada por Moscú una vez muerto el filósofo), sin haber sido comunistas, fuesen espías de la KGB, entra dentro de la lógica de la Guerra Fría.
Lo que cautivó, a los marxistas y a otros “antiburgueses” en el mundo literario y hasta científico, de la lectura hegeliana de Kojève del “fin de la historia” fue que el francorruso historizó al “espíritu absoluto” como una realidad del siglo XX y no como una nota a pie de página de la filosofía decimonónica, convirtiendo a Hegel en una suerte de antropólogo en trabajo de campo. Según Marco Filoni, en Vida y pensamiento de Alexandre Kojève, a Michel Foucault y a Gilles Deleuze no les quedó más que encabezar una cruzada antihegeliana.3 Pocos escaparon al embrujo de Kojève, profesor genial y además hombre de mundo que sabía hacerse irresistible: el existencialismo de Jean-Paul Sartre es inconcebible sin él y su lectura llegó hasta la Selva Negra, donde un Martin Heidegger sacó provecho de la Introducción a la lectura de Hegel.4
Kojève fue un magnífico exégeta en el sentido preciso de la palabra, aunque nunca llegó a ser un verdadero filósofo, a pesar de haberse nutrido de la filosofía religiosa de Vladímir Soloviov y del profundo conocimiento que en la Rusia prebolchevique se tenía de los Upanishads y del antiguo pensamiento chino, muy superior al que entonces se presumía en Europa. A la magnífica educación recibida por este joven hijo de la burguesía moscovita en plena Edad de Plata de la literatura rusa, a Kojève lo acompaña, desde el principio, la frivolidad del jeune amateur y su talante aventurero, desde 1920, cuando él y su mejor amigo Georg Witt abandonan Moscú camino de Berlín y son detenidos por los polacos, quienes los someten a una reclusión severa. Poco después, logran instalarse muy bien en Berlín gracias a que Kojève recupera las joyas de su familia, que su madre logró esconder pese a las requisas bolcheviques que le costaron la vida a su padrastro. A pesar de ello –se anota como frivolidad– Kojève no veía con malos ojos a la Revolución de Octubre y solo las órdenes maternas lo enviaron al exilio.
Los diarios filosóficos de juventud de Kojève, de los que Filoni da muestra suficiente, exhiben a un espíritu casi adolescente en búsqueda de una vaporosa “filosofía de lo inexistente”, muy influido por la naturaleza atea del budismo, por su “radicalismo”,5 mismo que en el camino de Arthur Schopenhauer lo llevó, previo y previsible paso por Friedrich Nietzsche, a Hegel. Todo ello ocurría mientras que, gracias a su tío Vasili Kandinski, se familiariza con el arte moderno (de hecho, su personalidad, a los veinticinco años, era más la de un cosmopolita dealer de arte que la de un erudito filosófico) y con las delicias del Grand Tour, fantaseando con lo Inexistente desde el Foro Romano, hasta que el dinero familiar agotóse y Kojève se ayuda con el lucrativo oficio de comprar cámaras Leica en Alemania y revenderlas, más caras, en París.6
Kojève sentó cabeza nada menos que en la costosa Universidad de Heidelberg, por la que habían pasado rusos como Iván Turguénev y Ósip Mandelstam. No perdió el tiempo con los estirados filósofos académicos como el hoy olvidado Heinrich Rickert y de inmediato se acercó al círculo de Max Weber (el llamado “Marx burgués” había muerto el 14 de junio de 1920) y a Karl Jaspers (su profetismo a la Kierkegaard fascinaba a Kojève), cuyo paso de la psiquiatría a la filosofía era visto como un escándalo en la universidad.
Es dudoso que Kojève haya sentido pasión política alguna –lo cual lo torna en un ser excepcional en su siglo– pero aprendió de Weber el principio de la política como el pacto con el diablo. Cuando en 1941 le envía su larga carta a Stalin sobre el fin hegeliano de la historia, encarnado, por supuesto, en el marxismo-leninismo-estalinismo, no parece ser un loco como Antonin Artaud, que le había escrito pocos años antes cartas a Adolf Hitler desde el manicomio de Ville-Évrard, sino un jugador. Se las arregló con sus amigos de la embajada soviética –en ninguna misión extranjera le faltaban relaciones– para que el paquete le llegase a Stalin. Kojève, quien ya entonces se burlaba en privado del “Padrecito de los pueblos”, deseaba que el resumen de su exégesis hegeliana se conservara en el Kremlin, el corazón de su vieja patria. No sabemos qué ocurrió con el envío de Kojève; en cambio, Bataille tomó la previsión de guardar una copia en la Biblioteca Nacional de París, junto a las Tesis sobre la filosofía de la historia, de Walter Benjamin.
En 1922, tras iniciarse en Heidelberg, se inicia igualmente en el Berlín decadente de la República de Weimar, y mira una y otra vez El doctor Mabuse, de Fritz Lang. Cuatro años después se instala, ya con su título de doctor en filosofía, en París, donde se encuentra con su hermano mayor, para llamarlo de alguna manera, Alexandre Koyré (1892-1964), otro filósofo francorruso, quien le abrirá al ávido Kojève la curiosidad por las ciencias y lo pondrá al día (y mucho) en las teorías de Albert Einstein y Niels Bohr, las cuales, con su extraña ligereza, pretendió colocar como base de su filosofía personal. Quería ser un “filósofo cuántico”.7
Erudito en Hegel, en el resto de los asuntos Kojève parecía un diletante. Tarde o temprano, la ausencia de límites en su personalidad intelectual lo acercaban al disparate. En 1945, no alcanzó a admitir que había llegado la hora de que Rusia –bajo la apariencia, hoy lo sabemos, fenoménica de la URSS– retomase su misión providencial –como querían sus amigos rusos blancos de París a quienes la victoria de Stalingrado los había puesto en disposición de olvidar su anticomunismo– en la batalla final contra el otro gigante, los Estados Unidos. En lugar de eso, a Kojève, “un ateo obsesionado por Dios”, según su biógrafo italiano, se le ocurrió profetizar un “imperio latino” compuesto por Francia, Italia y España “y protegido por el Vaticano”8 para contrarrestar a rusos y estadounidenses.
En cambio, como pocos, Kojève, quien antes de obtener la nacionalidad francesa firmaba todavía Kozevnikov, fue un gran importador de ideas, como redactor en la revista de Koyré, Recherches Philosophiques. En esa revista, “los viejos” como él mismo, Bernard Groethuysen, Éric Weil y Emmanuel Lévinas, les abrieron las puertas a los jóvenes Sartre, Merleau-Ponty, Vladimir Jankélévitch y Paul Ricœur.
Y que Kojève fuese clave en El Colegio de Sociología (1937-1939) y en su revista Acéphale, dirigida por Bataille y donde coincidió con Pierre Klossowski, Michel Leiris, Hans Mayer, Jean Paulhan y Jean Wahl, habla de que, como pocos, supo sentarse en la mesa donde la discusión era más sabrosa y los alimentos terrenales, nutricios.
En el fondo, Kojève fue un gibelino perdido en el siglo XX. Es decir, un partidario del Imperio, cualquiera que fuese, frente a los pasajeros poderes temporales, aunque fuesen religiosos. Su fijación con Hegel –locura rusa que arranca con Vissarion Belinski– era elegir el Espíritu Absoluto. Y el Espíritu Absoluto encarnaba en Stalin, como había encarnado, en tiempos de Hegel, en Napoleón Bonaparte. Esas ideas fijas estaban por encima de las ideologías como los mitos –lo dijo el propio Kojève– generan, lastimosamente, mitologías. Su episodio como colaborador de la Francia de Vichy lo corrobora. Como muchos, no solo apoyó al llamado Estado francés para salvar vida y hacienda, sino para estar en una posición de autoridad con los amigos judíos, a muchos de los cuales salvó. Él mismo tenía sangre judía, pero, como expatriado de larga data, era muy difícil que se lo comprobaran.
Pero fue más lejos: se descubrieron textos suyos donde traslada sin despeinarse a la Revolución Nacional del general Pétain las nociones hegelianas del Espíritu Absoluto. ¿Fue un engaño para ser bienvenido entre los colaboracionistas? Hay quien lo cree. Yo no: si el Espíritu Absoluto cambiaba de casaca, peor para la casaca. A Kojève le interesaba la Autoridad con mayúsculas, una ausencia en la teoría política, decía, que solo Hegel podía paliar y que fue materia de sus discusiones con Strauss y Schmitt en la posguerra. (De hecho, un poco ingenuo, entró a la administración pública en el medio siglo, para conocer la autoridad en la práctica.) Pero le había tocado ser estalinista, como a Dante, gibelino. No era un Heidegger, un filósofo por el cual hablase el Zeitgeist, sino un exégeta a través del cual ese mismo espíritu de la época se expresaba, pero en tono menor.
La aparición del libro de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, derrotado el comunismo y habiendo triunfado la democracia liberal (El fin de la historia y el último hombre, 1992), significó un efímero retorno a escena para Kojève, obsesionado por ese asunto hegeliano. Pero “el fin de la historia” en Kojève era curiosamente dialéctico, no marxista. O el fin de la historia estaba en su quimérico imperio de la latinidad, o en una síntesis de lo mejor del capitalismo y del socialismo, noción a la mano en los años sesenta del siglo XX, cuando lo mismo un Aron que ciertos soviéticos, arriesgando demasiado en aquello de la “coexistencia pacífica”, veían un mundo bipolar donde ambas “sociedades industriales” acabarían por ser complementarias, juicio que compartía quien entonces era la eminencia gris de Francia en el Mercado Común Europeo, nuestro Kojève. Y el fin de la historia, para él, no sé si muy hegelianamente, implicaba la secularización completa del mundo, su descristianización total.
En agosto de 1944, Kojève, funcionario de Vichy para poder ser resistente en la secrecía, estuvo a punto de ser fusilado por los alemanes (en realidad tártaros musulmanes tomados en leva en Rusia), quienes lo descubrieron, junto a Joseph Bass, alias el resistente “André”, liberando un pueblo, Puy-en-Velay. Solo Kojève podía salvarse como se salvó. “Descubrió”, leemos en Vida y pensamiento de Alexandre Kojève, de Marco Filoni, que el oficial nazi que lo iba a fusilar, “había sido, antes del estallido de la guerra, el curador de una galería de arte en Múnich. Kojève la había visitado muchas veces”9 y, además, era sobrino del gran Kandinski. El oficial, desarmado en el alma, prefirió irse a tomar una cerveza con Alexandre Kojève. Hablando de pintura moderna, dejaron el fusilamiento para otro día. ~
- Publicada por Trotta con prólogo de Manuel Jiménez Redondo, y traducción y glosario de Andrés Alonso Martos (Madrid, 2013).
↩︎ - Marco Filoni, Vida y pensamiento de Alexandre Kojève. La acción política del filósofo, traducción de Pedro Lomba Falcón,Madrid, Trotta, 2024, p. 206.
↩︎ - Ibid., p. 19.
↩︎ - Ibid., p. 15,
↩︎ - Ibid., p. 78.
↩︎ - Ibid., p. 204.
↩︎ - Ibid., p. 180.
↩︎ - Ibid., p. 172.
↩︎ - Ibid., p. 263. ↩︎