Alfonso Reyes
Libros y libreros en la Antigüedad
Madrid, Fórcola Ediciones, 2011, 80 pp.
No obstante la magnitud de su legado, Alfonso Reyes es el gran discreto de las letras mexicanas. Con los años, su estampa de embajador de la virtud, polígrafo erudito y sonriente gordinflón ha ido desplazando a su literatura, que a día de hoy no descuella en la promoción académica ni parece llamar al entusiasmo del escritor en ciernes (repárese en la edad de los autores del Diccionario que convocó esta revista, Letras Libres, 100). Recogidos en veintiséis tomos de Obras completas minuciosamente cuidados pero apenas disponibles en librerías, o sea inalcanzables para leerse y compartirse, los párrafos de Reyes quedan, por lo demás, bastante lejos del lector curioso. Dentro y fuera de México no faltan devotos suyos que constituyen pequeñas sociedades secretas, para usar la idea de Borges sobre Schwob, aunque en un escritor de espíritu universalista como fue Reyes esto no deja de ser una ironía. Poco caló en la sociedad española, por ejemplo, la exposición que le dedicó el Instituto Cervantes de Madrid en 2007 si se piensa en el débil eco que causó dos años después el cincuentenario de su muerte: con una sola publicación se recordó en la Península a este pujante motor de la Edad de Plata que en el correr de su década madrileña (1914-1924) tradujo con esmero, revivió a Góngora, promovió un homenaje a Mallarmé que todavía se convoca y, como autor, dio a sellos españoles algunas de las mejores páginas de la lengua.
Por partida doble, pues, es que hay que celebrar la aparición del libro que nos ocupa: que una editorial independiente se dé a la tarea de bucear en el ingente corpus y publique un libro de Reyes de forma exenta (la antología ha sido otro de sus destinos), y que esto ocurra en España. El nombre de Alfonso Reyes vuelve a estar en la mesa de novedades más allá del terruño, a merced de críticos y especialistas, pero sobre todo al alcance de nuevos lectores que podrán trazar, en el libre comercio de gustos, sus propias simpatías y diferencias con el regiomontano ilustre: el icono cede a la literatura viva. Aunque cabe preguntarse si este libro es de Reyes.
Libros y libreros en la Antigüedad, nos advierte Juan Malpartida en el prólogo, “no es del todo una obra de Reyes sino una refundición partiendo del libro de Pinner The World of Books in Classical Antiquity (1948). Condensó y amplió dicho texto y lo publicó dentro de su Archivo (para uso privado y de los happy few) en 1955”. Me detengo en extender esta nota para hacer un par de precisiones.
Hacia 1955 hay que pensar en Reyes como el patriarca de la literatura mexicana; su biblioteca cuenta miles de ejemplares, y como nunca antes tiene tiempo para entregarse a sus quehaceres librescos. Entre ellos, se dedica a publicar el Archivo de Alfonso Reyes, una colección de seis series para consulta personal y agasajo de cercanos. Se trata de un capricho que Reyes se puede costear, y como tal presenta licencias curiosas. En el caso de Libros y libreros en la Antigüedad –número seis de la serie D–, Reyes refiere que “el presente cuaderno procede principalmente” de The World of Books in Classical Antiquity, imprime 150 ejemplares bajo su propia autoría (y copyright), y luego los reparte entre amigos, archivos y bibliotecas; hechos que soslayan lo que en realidad es Libros y libreros: una traducción bastante fiel de Pinner con añadidos, más o menos considerables, de la cosecha de Reyes. La cuestión se complica cuando Ernesto Mejía Sánchez, editor de las Obras completas a la muerte de Reyes, decide incluir Libros y libreros en el tomo XX, dedicado a materia helénica. Si bien en la introducción al volumen afirma que el libro nace como una traducción, al poco precisa, para justificar la inclusión, que “no se puede hablar de traducción en sentido literal” ya que en el libro de Reyes “se mezclan de modo indiscernible lo propio y lo ajeno”. Esta última frase es de Reyes, pero Mejía Sánchez la sustrae de la nota editorial a otro cuaderno de la serie D del Archivo, La jornada aquea. Más adelante, concluye de forma sorprendente que Libros y libreros es “un traslado condensado o reducido, pero también adicionado” de la fuente, un aserto que, como se ha visto, llega hasta la presente edición. Lo primero es falso; lo segundo amerita matizarse.
Contrario a lo sugerido por Mejía Sánchez, en Libros y libreros la mezcla entre lo propio y lo ajeno es de hecho discernible: The World of Books in Classical Antiquity consta de seis capítulos y 63 páginas; Reyes abre su versión con una frase propia de su estilo aforístico, más literaria y sugestiva que la del original: “El informar sobre lo obvio es superstición histórica o vicio de coleccionista entre los modernos. Los antiguos eran más sobrios”, pero a partir de los siguientes párrafos se dedica a traducir página a página, sin condensar nada que se salga de los rigores de la traducción o de las libertades estilísticas; solo hay una “reducción” destacable: en el cuarto capítulo transcribe erróneamente y pone palabras de Marcial en boca de Ovidio. En lo que respecta a la ampliación, además de dos extractos de libros suyos –La crítica en la edad ateniense y Junta de sombras– que cita con comillas, Reyes se da el lujo de ir salpicando el texto con datos eruditos. En el capítulo dos, por ejemplo, añade que el abuelo de los libros ilustrados pudo ser un tratado de Anaximandro el Milesio; en el tercero, que el padre Piaggi logró inventar un método para desenrollar el papiro; en el cuarto, que lo que Cicerón llama “mentira” viene a ser nuestra errata…; la mayor intervención está en el último capítulo, aumentado hasta en un tercio. En suma: glosas que enriquecen, actualizan e incluso hacen más campechana la obra de Pinner, pero glosas al fin y al cabo.
No debería escandalizar que un autor consagrado, con más de ciento cincuenta libros escritos en su haber, incurra en licencias bibliográficas al final de su vida, y menos cuando estas han servido para difundir hasta hoy un texto meritorio. Vale la pena detenerse en esto último; la labor helenística de Reyes, nos dicen los críticos, fue ante todo la de intermediario: partiendo de los grandes especialistas, sus libros buscaron acercar los temas de la Antigüedad al lector de a pie. Al llevar a cabo esta tarea, sobre conceptos como autoría u originalidad, Reyes dio relevancia al de transmisión: en el caudal de la tradición lo importante es compartir el conocimiento, ponerlo a disposición del goce y el juicio de las generaciones; a fin de cuentas, “escribir, editar, conservar y leer –empieza Malpartida su prólogo– son cuatro procesos relacionados con una sola experiencia compleja: la de la transmisión de la cultura”. Pero uno se pregunta si en el caso de Libros y libreros no ha sido la autoridad de Alfonso Reyes, más que otra cosa, lo que ha pesado a la hora de respetar como autor a alguien que en realidad tradujo (algo nada desdeñable si recordamos que para Borges las traducciones de Reyes llegan a “mejorar” a Mallarmé) y aderezó un texto ajeno, y si esto, perpetuado hasta hoy, no termina por truncar el espíritu mismo de la transmisión.
Llama la atención que se optara por publicar este texto, habiendo incontables obras de Reyes que no presentan problemas similares. Echando un vistazo al catálogo de Fórcola, generoso en libros sobre libros, es válido pensar que quizá no se trataba tanto de editar a Reyes, como de editar ese texto: un viaje impagable por el mundo de los libros en la Antigüedad clásica, cuya grata lectura nos descubre que los usos de editores, escritores y libreros en Grecia y Roma eran más parecidos a los actuales de lo que podríamos suponer. No hay duda de que para quienes acuden a los libros por los asuntos y no por los autores este Libros y libreros en la Antigüedad “hará las delicias de todos los amantes de la lectura y del libro”, según reza la publicidad. Ocurrirá, sin embargo, que quien se acerque a este libro buscando a Alfonso Reyes acabará llevándose más de lo que debería. ~