John Berger (Londres, 1926) ha alcanzado ya una edad respetable. Muchos, a esas alturas de la vida, entran en un agónico crepúsculo donde la angustia, el deterioro físico y el miedo a morir son sus constantes vitales. No ocurre así con Berger. Leyéndole da la impresión de que los años han consolidado en él una sosegada madurez que le permite dar cuenta y gozar lúcidamente de la vida que le queda. En Aquí nos vemos se constata, en una travesía por distintas ciudades europeas, ese estado beatífico. La memoria de Berger, enriquecida por la fecunda imaginación de lo posible (lo que le permite trascender la mera autobiografía), se despliega en sus relatos como la cartografía de un nómada.
El trayecto se inicia en Lisboa, “ciudad de la entereza, de las preguntas sin respuesta y los apodos”, donde Berger hallará inesperadamente a su difunta madre. No hay sorpresa en el encuentro. Berger sabe que “los muertos no se quedan donde los enterramos” y sus espectros suelen ir a las ciudades donde antaño se sintieron acogidos. Acompañado de su madre recorre la ciudad, conversan, recuerda su infancia. Los afectos, emociones y dependencias pasadas se renuevan. Se despiden sin nostalgia. “No olvides la cortesía, John”, le aconsejará su madre antes de desaparecer. Tras lo cual, en el túnel del acueducto de Aguas Livres, Berger introducirá su mano en el agua constatando que ésta, como la vida, corre imperturbable.
En Ginebra, junto con su hija, visitará la tumba de Jorge Luis Borges. La curiosidad y el secreto, rasgos borgianos, son también una característica de esta ciudad helvética donde los caminos y las ideas (reforma religiosa, conspiradores revolucionarios, exiliados antibelicistas, artistas Dadá…) se encuentran y refugian para seguir después su destino. En lo alto de la lápida de Borges están cinceladas cuatro palabras anglosajonas: And Ne Forhtedan Na (“Y que no temieran”). Por detrás, una frase sacada de las sagas escandinavas: Hann tekr sverthit Gram ok legger i methal theira bert (“Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”). Bajo la parte frontal una dedicatoria: de Ulrica a Javier Otarola (como juego, así se llamaban entre sí María Kotama y Borges). Junto a la sepultura Berger rinde homenaje al insigne escritor argentino: con la muerte las diferencias ideológicas se concilian y sólo prevalece el respeto por la literatura con mayúsculas.
En la plaza Nowy de Cracovia se encuentra con su amigo Ken, un neocelandés que le influyó determinantemente en su adolescencia (hizo de passeur o iniciador), tanto en sus lecturas (Joyce, Proust, Orwell, Sterne…) como en lo que serían sus posicionamientos políticos (ese peculiar e idealista socialismo que Berger suele prodigar). Ambos deambulan por la ciudad, visitan el viejo gueto judío, se detienen frente a los puestos de un mercadillo, observan los personajes que se reúnen en los entrañables cafés y evocan las vivencias que los dos compartieron.
Su recorrido por la memoria seguirá en el barrio londinense de Islington donde un antiguo compañero de estudios (Hubert) en la Central School of Arts le ayuda a recuperar el nombre olvidado de un fugaz amor (Audry), durante los difíciles días de la guerra bajo los bombardeos de la aviación alemana. En las cuevas de Chauvert siente la fuerza sacra del Origen observando las pinturas rupestres que en su día se realizaron como tributo a la oscuridad y contra el tiempo; imágenes que han sobrevivido a todo lo visible y, como dice Berger, quizá, las tinieblas que las cobijan nos prometan nuestra propia supervivencia. En Madrid, mientras espera en un salón del hotel Ritz a su amigo Juan Muñoz, observará cómo un antiguo maestro (Tyler), que le enseñó los rudimentos de la escritura, se relaciona frívolamente con un grupo de decadentes aristócratas y añejos mundanos. La vida también se realza en su vana decrepitud.
El final de su periplo europeo tendrá lugar en un pequeño pueblo a las orillas del río Szum en la Polonia profunda. Allí acude para visitar a sus amigos Mirek y Denka. Les conoció en París. Al quedarse embarazada ella, decidieron volver a su país y casarse. El Szum se asemeja al río Ching que corría por la trasera de su casa en Higham Park. Pensar en ese domicilio le retrotrae a su adolescencia y rememora la figura de su padre; ocasionándole de nuevo un insidioso malestar, pues nunca pudo comunicarse apaciblemente con su progenitor, ni entender el grado de los desgarros morales que aquél padecía tras participar en las matanzas de la Primera Gran Guerra.
En Aquí nos vemos Berger convoca la presencia de la ausencia. Al recrear el pasado, al imaginar que algunos difuntos cobran vida de nuevo, funda una nueva memoria que transgrede las leyes del tiempo y la realidad. Qué duda cabe de que Berger emplea sus conocimientos sobre arte y su sensibilidad estética para aquilatar, en forma poética, los contextos y las personas con quienes ha convivido. La vida para él es, prioritariamente, relación e intercambio afectivo; espacio y seres humanos; confraternización y ética cosmopolita. En esa socialización con el otro, dirá al respecto: “El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable”.
No hay tristeza, melancolía ni estupor en estos relatos. Todos ellos en apariencia livianos, pero literariamente muy trabajados trasmiten vitalidad, ternura y esperanza. Berger comparte con nosotros la intimidad de su memoria y, a la vez, dialoga consigo mismo (los muertos que revive son una forma de conciliarse con su propia muerte). Narra sus vivencias con tono grave y sagaz, sin pretenciosidad ni ánimo de pontificación. En los textos hay frecuentes alusiones al sentido del gusto (referencias a determinados guisos o ese inciso entre sus errancias donde imagina “cómo recuerdan los muertos algunas frutas”), pero, sobre todo, desprenden un aroma de caléndula. A esta flor en español se la conoce como “maravilla” y en México es la protagonista de la Fiesta de los Muertos. Maravilla y muerte: la dialéctica de esos dos conceptos nutre la escritura de Berger y, a la postre, le sirve para celebrar la vida. –
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