Divino tesoro / Muestra de nueva poesía mexicana, de Luis Felipe Fabre (ed.)

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Descartemos el ejercicio vulgar de contabilizar ausencias lamentables y presencias inexplicables –paradójico
y fatal: toda antología parecerá tener sobrecupo y a la vez carecer. Es posible leer de dos formas esas colectividades artificiales: la primera (valga el desaliñado símil), como hacemos con el repertorio de las rocolas, consiste en recorrerlas de arriba a abajo, descartar, ponderar y quedarnos con nuestra propia (sub)selección. La segunda estrategia lectora es verificar la operación matemática que el marco crítico supone (comprobar el mecanismo de inclusión/exclusión). Dichos supuestos de selección guían y legitiman (o no), y deben probar su uniformidad así como la consistencia de sus señalamientos estéticos.

¿Es posible identificar en ciertas antologías recientes un afán de incontestabilidad? ¿O será que, lectores paranoicos, les otorgamos dicho estatus, imaginando molinos de viento para luego, en guerra santa, arremeter contra ellas? El gusto a prueba de balas, la opinión blindada: cuentos que sucumben ante su inverosimilitud. Aspirar al consenso general –esa extralimitación de la estadística– equivale a ambicionar, por lo menos en cuestiones estéticas, un estéril punto muerto. Por tanto, tener en cuenta las propias limitaciones es una virtud –la que noto de entrada en Divino tesoro / Muestra de nueva poesía mexicana–, la mesura y la parcialidad asumidas: el libro “tiene mucho más de memoria –explica Luis Felipe Fabre en el prólogo– que de panorama: recoge las voces de los invitados al encuentro del mismo nombre que se llevó a cabo de marzo a junio de 2008 en Casa Vecina”. Ante la corrección política y la tolerancia a destajo, se nos ofrece (no el diagnóstico de la poesía mexicana sino) una interpretación. En principio, un vistazo al estrato de los “disidentes”. ¿Qué rasgos reconoce el antologador en sus antologados?: a) los poetas han construido una genealogía mirando hacia fuera de México; b) Gerardo Deniz se encuentra, felizmente, al final (o casi) de todos los laberintos; y c) disconformes con “una estética dominante que lleva ya tiempo en crisis”, el sabotaje y la supresión de la misma son los cuadrantes en que se mueven las propuestas.

Divino tesoro toma el relevo de la generación 65-79, objeto ya de antologías varias, y explora el segmento 76-90. Comento ahora autores y poemas que me parecen notables. Eduardo Padilla (1976), sintomáticamente con quien inicia la lista –y quien ya nos había sorprendido con el extraño Zimbabwe, poemario incómodo y sorprendente, artero gancho al hígado de la norma–, cuyos poemas incluidos prosiguen su huida de las convenciones lectoras y la crítica a la línea recta por medio de poderosas insinuaciones y observaciones tangenciales. Maricela Guerrero Reyes (1977), con su “Poema en que se retoma el Beatus Ille”, marca un momento álgido de la muestra: a partir de una casual añoranza por los espacios abiertos, la poeta dribla la pura nostalgia –marcando el camino con sátiras de imágenes campiranas y senos exuberantes que no sugieren la abundancia– y reflexiona con ironía y humor sobre la inevitable degradación del cuerpo. La serie “Antropología” de Hugo García Manríquez (1978) resume con creces el proyecto personalísimo que el autor desarrolla en sus libros No oscuro todavía y, sobre todo, Los materiales: minimalismo de una voz pseudorracional que verifica hallazgos en lo abstracto a través de contemplaciones terrenas, donde se mezclan discursos científicos con métodos líricos para bosquejar paisajes miniatura. En esta muestra de novísimos encuentro poemas destacables, redondos, del tijuanense Omar Pimienta (1978), el toluqueño Sergio Ernesto Ríos (1981), el regiomontano Óscar David López (1982) y el defeño Inti García Santamaría (1983).

Entre poemas que se pierden en el peliagudo terreno de la experimentación y los que toman riesgos formales bien sorteados, entre propuestas calibradas y otras que se encuentran en proceso de maduración, entre la grafomanía y la búsqueda consciente, encontramos muestras de una poesía, por mucho, más tradicional. Óscar de Pablo (1979), Miguel Gaona (1984), Daniel Saldaña París (1984) y Aurelio Meza (1985), entre otros, se ubican en un estrato cuyos rasgos –profundidad, cuidado formal, limpieza– se señalan en el prólogo como antitéticos al resto. Poéticas más “conservadoras”, pero los poemas no desmerecen en lo más mínimo: todo lo contrario. Destaco, entre estos últimos, “las pequeñas cosas” de Gaona y “Recámara” de Meza.

No obstante la clara filiación sudamericana que Fabre denota, me parece que hay antecedentes en el territorio nacional de estas “actitudes frente al fenómeno poético”: la reinvención de la cultura pop y el humor ágil de José Eugenio Sánchez (1965); las visiones y (per)versiones cultas y posmodernas de Julián Herbert (1971); el desmadre elevado al rango de filosofía para transitar los altibajos vitales en Ricardo Castillo (1954); la bien llevada experimentación –el traqueteo como aliento– de José de Jesús Sampedro (1950). Muchas de las poéticas ochenteras de Divino tesoro tienen una referencia en ciertas trayectorias marcadas y sugeridas en generaciones anteriores, aunque escasamente continuadas (a veces ignoradas por completo) por sus relevos inmediatos.

En el prólogo, Fabre dice que la antología es una “fiesta” donde hay invitados y no invitados. Como lector, me satisface comprobar que el futuro de la escritura poética –esa fiesta a la que hemos sido tentativamente convidados– puede comprender la coexistencia de obras diversas. Ninguna antología está invitada a clausurar caminos –eso lo hacen ciertas obras geniales– sino, en todo caso, a abrirlos. A través de esta memoria, sabemos que el encuentro de Casa Vecina no siguió una línea inconciliable con otras, sino que, ponderando las mencionadas poéticas emergentes, abrió el foro para ilustrar la convivencia de dichas poéticas con otras menos “arrojadas” pero igualmente vigorosas. ~

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