Arnoldo Kraus
Decir adiós, decirse adiós
México, Random House, 2013, 200 pp.
Hacia el final de Decir adiós, decirse adiós –novela que es también una reflexión filosófica sobre la enfermedad– Arnoldo Kraus escribe que la muerte es problema de los vivos, no de los muertos. Ya antes de esta frase habíamos sufrido con Piero el dolor de un cuerpo devastado y de un espíritu roto, incapaz de hacerle frente a ese cáncer que invade cada rincón, cada pensamiento. Cuando la enfermedad le arranca la capacidad de valerse por sí mismo, para Piero la muerte se convierte en el único tema importante. Sabe que ha perdido la batalla. ¿Será posible, por lo menos, salvaguardar la dignidad? ¿Llegar a un acuerdo final con Hades? ¿Elegir cuándo y cómo entregarse?
La dignidad es un concepto que suele interpretarse de manera errónea. Ser incapaz de controlar los esfínteres o depender de los demás para sobrevivir no significa perderla. Sin embargo, una enfermedad como la de Piero lleva al límite a quien la padece: el solo hecho de estar a merced de la buena voluntad del otro obliga a desprenderse, primero del orgullo, después del ego. A Piero le cuesta reconocer su imagen en el espejo, incluso su olor ha cambiado. De día, el dolor se mimetiza con él y cada movimiento es un acto de voluntad. De noche, sueña que se ahoga. Como en el mito de Sísifo –nos cuenta– las horas son una sucesión de esfuerzos para llegar a una meta que se derrumba en cuanto la alcanza. Por injusto y absurdo que sea, es difícil respetarse a sí mismo en estas circunstancias. La lucha por sostenerse metafóricamente erguido –digno, en el buen sentido de la palabra– es tan ardua como la de mantenerse vivo. La sentencia de muerte le arrebata a Piero, uno a uno, cada proyecto. La enfermedad agazapada en las entrañas lo abarca todo. Es celosa, lo quiere únicamente para ella. Y él se deja llevar de un tratamiento a otro, de un veneno a otro, en una guerra perdida de antemano.
No obstante, la soledad de Piero es engañosa: le queda la escritura, los lápices a los que se aferra hasta que no subsiste de ellos más que lo suficiente para tomarlos con cuidado entre los dedos, esos lápices reflejo de su propio fin; le quedan su hijo y el amigo leal que sabe escuchar o, simplemente, estar con él. Un amigo que respeta sus decisiones y le dice la verdad, por dura que sea, que lo ayuda a conservar el respeto por sí mismo y le recuerda la posibilidad de dirigir el rumbo de sus últimos días. Hasta que Piero exclama: ¡Alto! Todavía estoy vivo. Quiero ser yo quien decida.
Mediante una estructura que intercala dos voces en primera persona, Arnoldo Kraus nos muestra la enfermedad bajo la óptica de quien la padece en carne propia y de quien la sufre por amor al otro. La amistad entre Piero y el narrador es profunda; se comunican con palabras, gestos y silencios. Este narrador amigo es también médico y conoce bien lo que le espera a Piero: sabe que no habrá tregua, que el proceso será cada día más difícil y que el único desenlace posible es la muerte.
Si Oliver Sacks escribe acerca de casos reales que parecen surgidos de una imaginación desbordante, Kraus narra una historia común: la de un enfermo de cáncer. Sin embargo, al igual que Sacks, la separa del resto para convertirla en un acontecimiento personal y, por lo tanto, único. El médico toma distancia de su profesión y, con una prosa muchas veces poética, incluso con algunos poemas intercalados en el texto, se adentra en el mundo del enfermo. “Estoy de luto –le dice Piero–. Empiezo a vivir mi propio funeral. Incluso quisiera escribir mi esquela. No creas que he enloquecido. Solo quiero mirar todo lo que debo mirar. ¿No te parece buena idea escribir tu propia esquela?” Piero puede hablar de la sentencia que lo obliga a ser espectador de su propia muerte porque ha logrado aceptarla. En una entrevista para El País poco después de la muerte de Susan Sontag, David Rieff aseguró que no pudo decirle adiós a su madre porque ella nunca aceptó su muerte. ¿Cómo reconciliarse con el hecho de dejar de existir? Frente a esta pregunta, alguien capaz de escuchar puede ser la diferencia.
Acompañar a los enfermos es un arte. El libro de Kraus me hace pensar en la distinción de Stefan Zweig entre la lástima y la compasión: la primera es egoísta… la segunda es una entrega total y lleva al límite a la persona en el compromiso de estar con el otro. El amigo de Piero lo acompaña con pasión –con compasión– hasta el final. Pero, más allá de la anécdota, Decir adiós, decirse adiós es una obra que nos enfrenta con un tema siempre polémico: la libertad de escoger cómo morir. ~
Es escritora. Entre sus libros se encuentran Llegó oscura la mañana (Planeta, 2006) y Memoria de las manos (Felou, 2012)