El exilio interior

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En su primer volumen La inminencia (Diarios, 1980-1995) Andrés Sánchez Robayna escribía: “La única verdad de la escritura es hoy, para mí, el eterno recomienzo, el eterno retorno. Ningún finalismo de la escritura; es ésa la idea que preside la compilación, el texto único o unitario de Poemas 1970-1985. Todo poema es un comienzo. No hay centro ni final”. Una afirmación que en cierto modo es válida para sus dos volúmenes de diarios. A diferencia de los libros de memorias, en los que hay una linealidad narrativa, una interpretación del pasado visto ya como conjunto, una voluntad de confesión, en el diario lo que domina es el instante y, por lo tanto, la sucesión de instantes, y si bien es posible, probable y aun inevitable que el diarista esté pensando en un lector, es decir, en el futuro de su escritura, lo que le interesa es la soledad y la intimidad del instante.
     De todos modos, la poesía y las entradas de un diario son un instante, que se proyecta en otros instantes y que va tejiendo un tiempo mucho más amplio para definir un espacio de vida, 16 años en el primer volumen, cuatro en el que nos ocupa. El diarista escribe la experiencia de un día, pero el lector percibe las mutaciones que han ido marcando la inevitable y deseable evolución del ser: el pensamiento se desarrolla continuamente, vive, respira. De otro modo la escritura no sería más que la expresión de un anquilosamiento.
     Por otro lado, la curiosidad del lector no está solamente en compartir la experiencia de un día sino en abarcar los distintos niveles de la búsqueda y de la personalidad del escritor. Sánchez Robayna sin duda ha evolucionado: basta ver la distancia que hay de su primer libro de poemas Clima (1978) a su reciente El libro tras la duna (2002). Lo que da una sensación de inmovilidad en su escritura es la naturaleza de su búsqueda, el obsesivo camino hacia la esencialidad, por más que progresivamente el mundo exterior tenga una mayor y más variada presencia y la palabra poética se “narrativize”. A lo que hay que añadir la no menos obsesiva fidelidad a unos principios éticos y estéticos que presiden y definen no sólo su obra sino también sus múltiples actividades. Sánchez Robayna es profesor universitario, ha dirigido la importante revista Syntaxis, dirige un taller de traducción y en torno a la revista Paradiso ha reunido a un sólido grupo de jóvenes poetas canarios. Ha trabajado con el rigor del erudito y con la libertad reflexiva del ensayista. Su presencia en la vida canaria y en la nacional es notable y no exenta de polémica. Y sin embargo, las páginas de estos diarios son las de un solitario que vive su vida como un exilio. Escribe en junio de 1997 (en el diario se señalan los años y los meses, pero no los días): “La isla, para mí, significa cada vez más soledad, pero en su sentido de condena, de cierre ciego del horizonte. ¿O es que los años nos conducen indefectiblemente a ella? Es cierto, por una parte, que me veo cada vez más entregado a mi soledad de escritor, como estas páginas no dejan de señalarlo a su manera”. Por otra parte, sin embargo, “me veo entregado a un duro monólogo intelectual que da vueltas y vueltas sobre sí mismo”. Para concluir: “¿o es que estoy culpando a la isla de una soledad que es en el fondo, diríamos, esencial?”
     En estas líneas se insinúan las claves y la originalidad de este diario: por un lado es un monólogo que a través de la reflexión se convierte en un tejido de contradicciones que buscan una coherencia interior, la mencionada esencialidad. Por el otro, confirman cómo estas páginas son, en palabras del propio escritor a propósito de sus poemas, “un eterno recomienzo” y al mismo tiempo una condensación de las distintas expresiones artísticas e intelectuales del escritor canario. Por lo mismo, si no hay aquí la narratividad de las memorias, sí hay una enorme variedad que ilumina su multifacética personalidad y lo que en ella hay de aspiración a la esencialidad: nos movemos entre la vida cotidiana y el éxtasis y lo más notable es que el recorrido entre estos dos polos se produzca sin estridencias, tal vez porque no se trata de un recorrido sino de un flujo: aquí estamos siempre ante el mismo río.
     Cada uno de los distintos aspectos del libro está relacionado con los otros hasta coincidir en su esencialidad. Hay aquí muchas referencias a su vida cotidiana: el gato Ferdy, el jardín de la casa, a su hijo A(ndy) y sus originales comentarios (como cuando nos habla de “los pelos” de los árboles o ve su primer rayo verde), a la isla, a sus viajes, a su experiencia barcelonesa y a su encuentro con la cultura catalana (de la que deja constancia asimismo en El libro tras la duna). Pero estas experiencias de lo cotidiano están permeadas por la reflexión y los sentimientos y le llevan a hablar de su soledad, de su exilio interior o de los círculos del tiempo.
     Le llevan asimismo a su observación de la naturaleza. Con demasiada frecuencia los lectores de la poesía de Sánchez Robayna han confundido su rigor y su búsqueda de la esencialidad (la misma que han buscado, entre otros, Octavio Paz y José Ángel Valente, dos de los fundadores de la poesía contemporánea) con el intelectualismo o el cerebralismo. Sánchez Robayna es un poeta hedonista entregado a la vida de la naturaleza y al mismo tiempo perceptivo, pictórico observador. Por eso nos habla de las “extrañas sensaciones de una tierra que parece sorprendida con la mirada”. En la naturaleza encuentra lo primitivo, la luz y el tiempo, la transparencia, la plenitud, la conjunción, lo sagrado, la unidad. Que es exactamente lo que encuentra en la pintura y en la escritura.
     En efecto, naturaleza, pintura y escritura forman el centro del libro. Un centro vital, en continuo movimiento. Y, de nuevo, las reflexiones estéticas son al mismo tiempo vivencias, verdaderas experiencias, y sólo a partir de ahí surgen los sentimientos. Lo cual crea una sensación de vitalidad que excluye todo sentimentalismo. Cualquier experiencia de lectura está relacionada con sus propias experiencias y su forma de concebir el mundo. Unas charlas de Juan Goytisolo “me confirman de sobra una proximidad intelectual y moral que tengo en mucho y que cada día valoro más”. De Manuel Sacristán admira “su personalidad poliédrica”. De Juan Ramón Jiménez la convergencia en su última obra, la más importante, de filosofía y poesía, algo poco frecuente en la literatura española. Cuando visita en Inglaterra el Distrito de los Lagos, “busco identificar, reconocer los espacios de la visión de Wordsworth, como en él están, de forma dominante y visible, los espacios de la visión de las Canarias”. De la “Oda a una urna griega” de Keats, poema que “me impresionó hasta el límite de la incredulidad”, admira la meditación “sobre una temporalidad suspendida”. En los diarios de Canetti echa en falta algo muy presente en los del propio Sánchez Robayna, “la herida de lo cotidiano”, y de Zbigniew Herbert celebra su “profundidad moral”, en oposición a “uno de nuestros más ilustres ideólogos, José Saramago, marxista experto en las mañas de la predicación”.
     Del mismo modo, el arte tiene una presencia dominante y también aquí sus observaciones están muy relacionadas con su obra: “la lección o la experiencia de la pintura como creadora de realidad. La corporeidad del mundo, de pronto ante nuestros ojos como, al mismo tiempo, una realidad espiritual“. En Rothko ve “los signos de la sacralidad”; en Constable, la conciliación entre exterioridad e interioridad; en la pintura de Tapies aprendemos “el despojamiento, el arte de la meditación”, en Miquel Barceló un “primitivismo que es también, por paradoja, un raro refinamiento”.
     A la sensibilidad ante la naturaleza, a sus reflexiones estéticas sobre la literatura, las artes plásticas, el cine o la música, hay que añadir sus reflexiones de carácter moral y su crítica a la realidad cultural, social y política española: el malestar cultural, la publicidad y “una tecnología que llega a manipular incluso nuestros sentimientos”, la degradación provocada por el turismo, el desprestigio de los políticos, la destrucción del medio natural canario, “una de las tragedias mayores que ha sufrido esta tierra”, o la ceguera nacionalista.
     Días y mitos es la obra de un solitario sensible a la degradación de la sociedad, al peligro de los lugares comunes y del fanatismo. Sus ideas éticas y estéticas se apoyan en la independencia pero también en la observación de la realidad cotidiana. Coinciden aquí la exaltación de lo sublime y el rechazo de lo abyecto, expresado todo con una difícil claridad, en una prosa ajena a todo efectismo retórico. Páginas que surgen tal vez con voluntad de monólogo, pero que llegan a nosotros como un diálogo. ~

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