Delinear los rasgos sobresalientes que den forma y consistencia a una historia de la representación de lo divino es el cometido esencial del filósofo francés Alain Besançon, ambicioso objetivo que alcanza desarrollando la estrategia metodológica de llamar a consultas al sano juicio de Schopenhauer, Pascal, Kant o Hegel, a quienes disecciona con precisión de cirujano y fuerza a hablar para extraer de ellos ricas consideraciones propias. Filosofía, historia, teología, estética e historia del arte se dan cita, se combinan, se auxilian y discuten acaloradamente entre sí en esta “especie de historia de la civilización, departamento de historia religiosa”, una rigurosa investigación cuya gran virtud consiste en aguantar incólume el temporal que implica escribir un texto de tamaña envergadura sin perder los papeles, manteniendo con coherencia el hilo conductor que lo sostiene y alimenta. ¿Qué doctrinas e ideas han influido en la representación de las imágenes? ¿Cuáles de ellas han favorecido su presencia y cuáles han pretendido prohibirlas? ¿Qué tipo de relación han mantenido las imágenes divinas y las profanas? ¿Por qué el arte abstracto supone un punto de inflexión decisivo en la metamorfosis general de la figura y la imagen contemporáneas? Como si de coordenadas se tratara, estas preguntas organizan el mapa teórico de Besançon, que para poner en acto sus reflexiones pide prestados a la historia sus mejores instrumentos de navegación.
El largo peregrinar de la imagen comienza así donde tal vez todo comienza: la inocencia particular de la antigua Grecia. Allí, la gran filosofía pone en entredicho la tendencia de la sociedad civil de dar un rostro a sus dioses. Es el nacimiento de la iconoclasia, que postula aquello de que “representar lo divino es sacrílego e inconcebible”, un pensamiento poderoso que, en opinión de Besançon, no puso en riesgo el culto a las imágenes de una vez y para siempre sencillamente porque en la Antigüedad la filosofía era un movimiento demasiado selecto para tener influencia efectiva en la vida de la ciudad. Israel es la siguiente parada en el viaje, momento donde la prohibición absoluta de las imágenes y la afirmación de que, sin embargo, existen imágenes de Dios, conviven como pueden en el Antiguo Testamento. La interpretación musulmana no está ausente en el análisis de esta controversia, y la cristiana aporta su granito de arena al afirmar que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. A pesar de todo, o quizás justamente por ello, la imagen de Dios dará a sus representantes en la tierra un plus de difusión, propaganda e inflamación de la piedad que sabrán aprovechar sagazmente. ¿Iconofilia? ¿Iconoclasia? ¿Iconolatría? La figura del emperador dirimirá a sangre y fuego tan ácida querella, imponiendo su ley y su imagen sobre todas las demás.
La Edad Media pone fin a este primer ciclo iconoclasta, dando paso a una época de precariedad y despreocupación inocente de la imagen sagrada. Será fundamentalmente Calvino quien rescatará de las garras de la teología el asunto de la representación de la imagen divina, cambio de sentido no poco relevante para Besançon, ya que es aquí donde puede advertirse que el ciclo moderno de la iconoclasia no reproduce al antiguo. Kant y su espiritualidad enemiga de las imágenes de la Crítica del juicio y, sobre todo, Hegel, que sitúa la imagen divina en el centro de la reflexión sobre cualquier historia del arte y estética filosófica que se precien, desarrollando lo que el autor denomina una “iconoclasia nostálgica” facultada para subsumir el contemplar en el analizar el arte en la filosofía, darán a su vez el pistoletazo de salida a la hipótesis que vincula este momento de la historia con el agotamiento de la imagen y el fin del arte del presente. Desligada entonces de su referencia a lo sagrado y a lo profano, la imagen ahora absoluta pasará a depender de dos novedosos imperativos: el genio del artista y lo sublime del acontecimiento. El artista, alejado de las trampas de la sociedad, creador de valores para espíritus libres, como proclamara Zaratustra a todos los vientos, será pues el auténtico salvador de lo bello en la representación y la voluntad del mundo.
Es en las postrimerías del siglo xix donde puede vislumbrarse, concretamente en el arte moderno, el germen de una nueva oleada iconoclasta. Su estética renovada y el destino de la imagen sagrada, tanto en la escuela francesa como en el simbolismo, el primitivismo, el cubismo, el futurismo o el impresionismo, confluirán poco más tarde en la que merece ser considerada la debilidad estética y filosófica, la apasionada niña de los ojos de Besançon: el arte abstracto, encumbrado en las obras de Mondrian, Kandinsky y Malevich. Participantes fundamentales de un movimiento más místico que religioso, verdadero encargado de generar una suerte de iconoclasia revolucionaria que atenta contra la figura y abandona la referencia a los objetos del mundo, dando pie a una mutación total que instala en la sociedad la insidiosa pregunta sobre la muerte de toda imagen y, por qué no, de todo arte, la abstracción no fuerza ya las cosas ni las imágenes sino que prescinde de ellas, haciéndose eco de antiguas concepciones iconoclastas. En todo caso, la fatalidad de la imagen no debería, según Alain Besançon, despertar demasiado malestar ni en la cultura ni en el personal: no sería la primera vez, en su largo peregrinar a través de la historia, que, pícara, regresara para seguir haciendo de las suyas. ~
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