Entrañable y brutal, la primera novela de la escritora canaria Andrea Abreu (Tenerife, 1995) no pierde tiempo en presentar su propuesta: Panza de burro es la historia de dos niñas, Isora y la protagonista, que juegan a quererse como solo se puede querer en la infancia. En este libro, la línea que separa el amor de la amistad, la curiosidad del erotismo o la inocencia de la picardía es tan difusa como las nubes que se posan sobre el cielo de las islas Canarias (fenómeno que los lugareños suelen llamar, precisamente, “panza de burro”).
Por su naturaleza, Panza de burro podría recordarnos a muchas otras historias de amistad entre mujeres (como las de Rosalba y Zenobia en “La zarpa” de José Emilio Pacheco, o Lila y Lenù en la tetralogía Dos amigas de Elena Ferrante, por mencionar dos ejemplos) en las que priman la rabia, los celos, en ocasiones la envidia, pero también la entrega, la bondad y la fascinación. Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura y se divisa “la capa de nubes negras” flotando en el aire, se prueba un “fisquito” del pueblo de Isora o se va “pa la playa, bitch”, se descubre que la novela encierra no solo un universo propio sino también una declaración de principios: “Creo que es una posición política hablar y escribir en la forma en la que hablas”, declaró Abreu en una entrevista. Esta propuesta, por ser sui géneris, puede llegar a desconcertar al lector, y si hubiera algo que reprocharle sería pecar en ocasiones de artificiosa, pues hay muchos medios de fraguar la idiosincrasia más allá de la forma.
En Panza de burro el lenguaje refleja, por un lado, la cultura, el ritmo, la cadencia y el estilo de vida de los habitantes de las Canarias (presumiblemente, de un pueblo situado al norte de Tenerife) y, por otro, la forma de la narradora de ser y estar en el mundo, su modo de relacionarse con Isora, con Juanita Banana, con su abuela, con Chela, con el resto de personajes que van apareciendo a lo largo de la novela. Por ello, me aventuro a afirmar que buena parte de su éxito (editada en un principio por la editorial Barrett, en España, ya ha vendido más de treinta mil ejemplares) se debe a la originalidad de su prosa, a la singularidad de su trama y, por supuesto, a una cierta dosis de nostalgia debidamente suministrada, como cuando las niñas juegan a la “guenboi” o a las “barbis”, hablan sobre su pokémon favorito o ven en la tele Pasión de gavilanes.
El mundo que fabrican Isora y la protagonista está dentro, y a la vez muy lejos, de la isla que habitan. Es la infancia en su estado más puro, en donde todo se vive por primera vez, en donde los niños dan asco, en donde solo se tienen la una a la otra –y por eso siempre se acompañan a sus respectivas casas–, y, al mismo tiempo, es el limbo entre dos etapas, un periodo en el que prevalece la sensación de que algo está a punto de cambiar, de que el cielo está enrarecido, de que la adolescencia está a la vuelta de la esquina: “Y dijo chocho y no pepe y yo me sentí tan lejos de ella”, dice la narradora.
Más madura, más experimentada, Isora es el invariable objeto de admiración –casi diría deseo– de la protagonista, que se deja arrastrar por la inconsciente atracción que su amiga le despierta: “Yo me levanté y la seguí. La hubiese seguido al baño, a la boca del volcán, me hubiese asomado con ella hasta ver el fuego dormido, hasta sentir el fuego dormido del volcán dentro del cuerpo.” En este sentido, tanto los pasajes sexuales –en los que las amigas se masturban o se besan– como aquellos en que la narradora expresa su devoción absoluta hacia Isora son tratados con naturalidad, con un tono naíf, casi poético, con simplicidad y delicadeza. No es un mérito menor. En la infancia, las emociones son así: te envuelven por entero, te consumen, y una pelea trivial puede convertirse en un drama, lo mismo que un gesto fútil, como ser tomada del brazo por tu amiga, puede ser un bello regalo.
En Panza de burro existe una discordancia entre el adentro y el afuera, entre las fantasías que la protagonista elabora en su cabeza (“Isora y yo soñábamos con tener una escalera de caracol cuando fuéramos grandes y viviésemos las dos en la misma casa con nuestros maridos”) y lo que ocurre de facto en el mundo real (“Shit, ¿nos damos un beso de novios?, me dijo de repente. Vale, le respondí levantando los hombros”). Pero, contrario a lo que pudiera parecer, no hay nada mutuamente excluyente en esta discordancia. En la infancia todo está permitido. No es necesario cuestionarlo. Ajena a las nomenclaturas, a los calificativos, a los eufemismos, Abreu nos presenta una historia de amor sin atributos, una historia de amor a secas, que no requiere de explicaciones, que se entiende por sí misma y que nos conmueve por sencilla y genuina. Tal vez no exista un nombre para lo que la narradora siente por Isora ni sea necesario buscarlo, o tal vez para nombrarlo el lector deba recurrir a las canciones de Aventura (“Y entonces miraba a Isora y pensaba que a lo mejor, como no era capaz de acariciarla como se acariciaban o se abrazaban otras niñas, podía hacerle caricias ke no san inventao”).
No obstante, atribuir solo a la infancia la falta de cuestionamiento respecto al tipo de relación entre Isora y la protagonista implicaría realizar una lectura limitada de la obra. Si bien carecen de referentes culturales que clarifiquen su incipiente sexualidad y, en la isla, los únicos “homosecsuales” que conocen son hombres, lo cierto es que poseen la suerte que Juanita Banana no tiene. Poco ha dicho la crítica sobre este personaje secundario que resulta fundamental para la trama y que sirve como contrapunto al hilo narrativo de las niñas: “Juanita Banana se moría porque lo invitásemos a jugar a las barbis porque en la casa no tenía. El abuelo de Juanito decía que estos chicos que estaban saliendo hoy en día se estaban todos amarisconando.” A diferencia de Isora y la narradora, que nunca se ven obligadas a trazar los límites entre el enamoramiento y la sexualidad, Juanito –o Juanita, como se le llama indistintamente– sí conoce la prohibición, pero opta por escapar de ella y adentrarse, mientras todavía puede, en la furtiva fantasía de un mundo sin etiquetas.
Andrea Abreu relata lo que no se ve, lo que no se dice, lo que se sabe y a menudo se oculta, lo que se siente y no es necesario comprender: la brecha socioeconómica, la ausencia de los padres, la importancia de las abuelas, el tabú del suicidio, el despertar sexual, o la imagen idílica, aquí desmitificada, de Canarias. Todos estos temas permean en Panza de burro, pero el corazón del libro está situado en un no lugar, ajeno al tiempo y los accidentes: “Si algo yo sabía era que Isora y yo estábamos hechas como están hechas las cosas que nacen para vivir y morir juntas.” En la imaginación de los lectores, el cielo ha comenzado a despejarse. ~
es crítica literaria y colaboradora de la revista Criticismo.