Cuando algún joven compositor, harto ya de las músicas dodecafónicas, seriales o estocásticas de un siglo disonante, se propone volver a la armonía y la tonalidad —en especial, a la legible conmoción— del romanticismo, ¿será posible que recurra a Beethoven sin reparar en Górecki? ¿Podría una resolución estética desatender su dilema, entendida aquélla como el replanteamiento o relectura de una primera solución original? Sí. Este compositor podría, en efecto, tomar tan sólo en cuenta el pasado mediato para lanzarse contra el presente absoluto de la música (¿incluido él mismo?). Sin embargo, la ponderación total del precedente (Beethoven) sobre el antecedente (Górecki) crearía un arma cuyos filos se encontrarían tan distantes el uno del otro que apenas podrían herir a su víctima ideal: el aquí y ahora. Así, al estrenar su pieza, nuestro compositor asistiría a un resultado contraproducente: el auditorio, sumido en el confort, podría ignorar que la obra neorromántica pretendía, en realidad, ser una diatriba furibunda contra su tiempo —incluso que fue escrita, de no leer el programa de mano, por un contemporáneo.
Cuando se piensa en una poesía iberoamericana actual que se vincula explícitamente con el barroco español —y, en el caso específico de Jorge Ortega (Mexicali, Baja California, 1972), en una poesía escrita por un joven poeta mexicano bajo la clara advocación de Góngora—, resulta inconcebible, desconcertante al menos, la ausencia de cualquier soporte crítico y lírico del neobarroco latinoamericano. Última gran lección de la naturaleza inacabada, contrastante y movediza del lenguaje poético en nuestro continente, el neobarroco también supo definir sus reparos y distancias con respecto del barroco. En otras palabras, el neobarroco ofreció una versión convulsa y "mal escrita" del lugar común de su precedente: el ordenado imperio de una belleza sobrecargada. Dicha versión no sólo es cierta y verosímil porque nunca hubo tal imperio, ni siquiera durante el poderío hispánico de casi todo el siglo XVI, sino porque, a la luz de nuestros días, una poesía con esplendor retórico refleja una falacia doblemente patética: el arte no puede pretender salvarse del desorden restaurando un orden pretérito, mucho menos si ese supuesto orden llegó a reconocer, tarde o temprano, su caos y su fracaso. (¿Qué es, por ejemplo, el horror vacui sino la conciencia de un final y un límite para el lenguaje, en apariencia autogestor y autosuficiente, de la poesía barroca?)
Estado del tiempo (2005, finalista del XX Premio Hiperión de Poesía), el título más reciente de cuantos integran la ya prolífica obra de Ortega —ocho libros en total, incluido éste—, insiste, como Ajedrez de polvo (2003), en la fundación de un barroco doméstico. (Y con "barroco doméstico" quiero decir una lírica cuyos saturados significantes establecen, a manera de filtro y de contraste, cadenas de sentido en torno a las labores, los objetos y los ritos de la cotidianeidad: la descripción de un escritorio; el análisis del ciclo biológico que cumple una planta en la cocina o los árboles del parque y el jardín; la observación del sueño, la duermevela o el sonambulismo; el reporte del clima de un mes, una estación o un año, etcétera.) Dueños de un magistral artesanado en sus formas (falsos romances, liras blancas) y metros (heptasílabo, endecasílabo o alejandrino), los poemas que integran Estado del tiempo son todavía renuentes a cuestionar su tutoría gongorina, aun cuando en algunas de sus páginas parecen asomar la reticencia y la incredulidad en torno a la perfección geométrica, plástica y sonora del discurso expuesto. Mucho antes que en su óptica minimalista o en su vocabulario —crisol léxico donde conviven la meteorología, la botánica, la ecología, la física, la matemática y, desde luego, la literatura—, la novedad de ciertos poemas de Estado del tiempo radica en la ironía con que la voz poética dice lo que sabe y sabe lo que dice, aligerando el peso de una tibia acumulación de imágenes, frases o dicciones. En "Señales en el camino", Ortega, fiel creyente de la inspiración a través del raciocinio de la imagen poética, reconoce que "Nadie nos llama en sí, nada inusual / sucede alrededor, tan sólo el gesto / de las felicidades transitorias." O en "Fiestas boreales", por ejemplo, Ortega escribe que "La noche / es un cristal distante que denuncia / la pequeñez del hombre, su anodina / soberbia de protón huracanado."
Con todo, para un poeta como Ortega, que ha admitido que "de toda la nómina de autores, es tal vez Góngora quien me ha marcado con mayor relevancia que otros. Eso en lo que respecta a cuestiones de lenguaje y expresión", la obediencia al maestro apenas si se ha moderado con una sana dosis de autoescarnio. El sabotaje a sí mismo que Ortega emprende por instantes en esta colección no puede sino ir acompañado de una necesidad, íntima y extrema, de desacralización y desterritorialización. Olvidar la lección, o despojarla de sus imperativos categóricos; volver los pasos, o internarse de noche por la ruta sabida de memoria. Es en ese sentido como Eduardo Milán —tras referirse a la brutalidad y la escatología en la obra de ese gran poeta y teórico del neobarroco, Néstor Perlongher— admite que "el arte poético no puede oficiar como ningún tipo de coartada para olvidar saber lo que sabe".
No el estado del tiempo del poema como lugar aséptico y autorizado por el poder (un Estado lírico). Sí el estado del tiempo del poema, quizá, como toma reciente de la temperatura de un lenguaje congestionado (una condición lírica).~
(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).