Juan García Ponce es el autor del ensayo “El artista como héroe” (que puede leerse en Apariciones, FCE, 1987), en el que reflexiona sobre el hecho de que los protagonistas de algunas de las novelas más importantes del siglo no fueran héroes de acción o el romance sino artistas. Pensaba García Ponce en Thomas Mann y su Doctor Faustus y en Herman Broch y La muerte de Virgilio. El artista “ha seducido la imaginación de nuestro siglo casi con mayor intensidad que cualquier otra”.
La idea de colocar al artista en el centro viene del romanticismo. A esa idea fue fiel García Ponce en muchas de sus novelas y cuentos, en las que sus protagonistas son escritores. Aquejado de una grave enfermedad que paralizó casi todo su cuerpo, no es difícil suponer que los personajes de García Ponce son proyecciones de lo que él ya no podía hacer en vida. Son artistas (escritores) los protagonistas (los héroes) de gran parte de sus ficciones. El artista como héroe.
Para ciertos miembros de mi generación (la de aquellos nacidos en los años sesenta) el verdadero héroe literario de nuestro tiempo no fue Octavio Paz (y su renuncia a la Embajada de México en la India), tampoco José Revueltas (y sus múltiples encarcelamientos) y mucho menos José Agustín y sus viajes psicodélicos, sino Juan García Ponce. Sin poder mover un solo dedo, dictó –con enormes dificultades, porque apenas se le entendía– decenas de libros extraordinarios, novelas, cuentos, ensayos sobre literatura y pintura y hasta obras de teatro (como Catálogo razonado). Y no obras literarias cualquiera, obras de una gran complejidad, como Crónica de la intervención, monumental novela de ochocientas páginas en la que cada uno de sus muchos capítulos (a la manera del Ulises de Joyce) están narrados en un estilo distinto.
Sus temas –el deseo como transgresión, la mirada como vía de trascendencia– ya no son los de este tiempo, cuando el deseo se ha vuelto epidérmico y la mirada no sirve para contemplar sino que salta de una pantalla a otra vertiginosamente.
Se ha vuelto difícil encontrar sus libros. En el décimo aniversario de su muerte sólo algunos celebramos su legado.
García Ponce representa una de las cumbres de la alta cultura en México. Pero los valores se han invertido. Monsiváis ha ganado la batalla cultural. Muy poco significa para la cultura mexicana actual la obra de Robert Musil, Pierre Klossowski, Herman Broch, Thomas Mann o Heimito von Doderer, para mencionar algunos nombres que Juan García Ponce aclimató entre nosotros. El cantante Peso Pluma dice más a los jóvenes que los poemas de Reiner María Rilke. No lo digo como lamento. Creo que lo que hoy está arriba –los valores de la cultura popular– volverá a bajar y que valores como la libertad y la belleza volverán a ser descubiertos por jóvenes que verán en Juan García Ponce uno de los adalides del deseo, el erotismo y la inteligencia.
Uno de esos jóvenes, Ricardo Tatto (Mérida, 1984), publica ahora un breve volumen con cuatro ensayos sobre el quehacer cultural y literario del autor de El gato: se trata de Universo de Juan García Ponce: atisbos y miradas a su obra (Libros del Marqués, 2024). El primero de ellos dedicado a situarlo dentro de su generación (la del Medio Siglo o de La Casa del Lago); el segundo destaca el importante papel que como crítico desempeñó en la generación de pintores conocida como La Ruptura (Rojo, Felguerez, Carrillo, Cuevas, Corzas, Gironella, etc.); el tercero se centra en el examen de los primeros pasos literarios de García Ponce como dramaturgo y su posterior abandono de ese género en favor de la narrativa y el ensayo; y en el último examina con detenimiento uno de los cuentos (“La gaviota”) más representativos de la obra de García Ponce.
El volumen abre con un generoso prólogo de Hernán Lara Zavala. En dos ocasiones Lara Zavala comenta que García Ponce fue el “líder intelectual” de su generación. No solo creo que el irónico autor de “Tajímara” habría rechazado ese título extraño, sino que me cuesta mucho imaginar a Salvador Elizondo, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Jorge Ibargüengoitia como seguidores del supuesto liderazgo intelectual de García Ponce. Los autores cuya obra dio a conocer en México, como Robert Musil, Herman Broch o Pierre Klossowski, no son los de su generación. Si bien es cierto que durante un corto tiempo (1963-65) dirigió la Revista Mexicana de Literatura, su enfermedad le impidió encabezar otros proyectos culturales (con excepción de la revista Diagonales, que publicó cuatro números entre 1986 y 1988.)
No fue su líder o guía intelectual, pero sí ejerció una fuerte influencia sobre su grupo de amigos más cercanos: Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, Carlos Valdés, Huberto Batis. Imprimió su sello en las actividades de La Casa del Lago en la segunda mitad de los años sesenta. Más que un líder, García Ponce fue un ejemplo de tenacidad, de vocación, de impresionante voluntad creadora. Un escritor ejemplar.
El primer capítulo del libro de Tatto es un intento de situar a Juan García Ponce dentro de su generación. Extraña la ausencia en este capítulo del contexto social en el que se desenvolvió ese grupo de jóvenes escritores que publicaban en revistas y suplementos a comienzos de los años sesenta. No puede decirse que se trataba de una generación iconoclasta; más allá de las aventuras formales que emprendieron algunos, en el fondo los animaba un espíritu clasicista. Tatto informa de las revistas literarias más emblemáticas de esa generación: la Revista Mexicana de Literatura, S.Nob y Cuadernos del Viento. Da cuenta de sus redacciones y propósitos generales. No examina la relación de García Ponce con S.Nob y con Cuadernos del viento. Por momentos el estilo de Tatto cojea: “pluma señera”, “fútil intento”, “loco afán”, “gustada sección”, y un largo etcétera.
El centro irradiador de la cultura en México en la segunda mitad de la década de los sesenta se encontraba en el suplemento de la revista Siempre!: La cultura en México, dirigido por Fernando Benítez, con José Emilio Pacheco como secretario de Redacción y Vicente Rojo a cargo del diseño. La mayor parte de los escritores de esa generación, si no es que todos, publicaron ahí. García Ponce lo hizo con ensayos de literatura y pintura.
Alrededor del suplemento de Benítez se encontraban las revistas literarias. Juan García Ponce dirigió la última etapa (1963-65) de la Revista Mexicana de Literatura, con un criterio de universalidad, inteligencia y rigor. Tan riguroso fue el criterio estético de la revista que comenzó a rechazar colaboraciones que no se ajustaban a sus elevadas exigencias y más tarde terminaron por rechazar los textos de los propios editores. Estrangularon su propia revista. Hubiera sido interesante que Tatto señalara las diferencias (tono, colaboradores, secciones) del periodo dirigido por Juan García Ponce con el de los cuatro periodos que lo antecedieron. No lo hizo.
En el capítulo en el que Tatto dedica a explorar los vínculos –de complicidad y simpatía– entre los miembros de la generación de pintores conocido como La ruptura (por su desvinculación con la escuela mexicana de Diego Rivera) y Juan García Ponce, Tatto vuelve a insistir en la idea de que el escritor yucateco fue su “líder espiritual”.
En realidad fue algo distinto. Fue el crítico que dio sentido a las obras de esa generación. Un crítico riguroso y obsesivo. Un crítico no técnico ni académico, un crítico proveniente de la literatura. García Ponce supo distinguir entre los miembros de esa generación una entrega a la pintura que prescindió de la historia y el contexto social. Una entrega total a la pintura y a la imagen, sin otro referente que ella misma. Los pintores de esa generación (salvo Cuevas y Corzas, que optaron por el retrato; y Gironella, que utilizó figuras en sus collages) se inclinaron por la pintura abstracta, geométrica (Rojo, Felguerez) o lírica (como Lilia Carrillo). Pinturas abstractas a las que García Ponce, concentrado en la imagen, daba sentido en los múltiples ensayos y libros dedicados a los artistas de esa generación. “Mi amor por la pintura –escribió García Ponce– es producto de mi amor por la imagen”. García Ponce desentrañaba –traducía– las imágenes abstractas y las convertía en textos en los que hacía aparecer lo invisible: el sentido. Como crítico, Juan García Ponce fue sobre todo un artista. Desde la literatura penetraba las obras, les otorgaba significado, y al hacerlo las volvía inteligibles al espectador. Tatto, con acierto, señala: el crítico “es un vehículo de ideas, un agente transformador, lo que recibe de la pintura lo convierte en un interlocutor entre el artista y su público”. Desde el arte (la literatura) García Ponce interpretaba las pinturas y hacia que apareciera el sentido de imágenes abstractas. El rigor artístico de García Ponce no lo emula Ricardo Tatto. En su ensayo incurre en caídas de estilo (“definición pergeñada”, “el visionado garciaponceano”) y de forma (repite, con pocas páginas de diferencia, una larga cita).
El tercer ensayo del libro lo dedica Tatto a El canto de los grillos, la primera obra dramática de Juan García Ponce. En su juventud, con ayuda de su padre y una beca, García Ponce permaneció en Europa una larga temporada, visitando museos y leyendo teatro (una obra diaria, escribiría más tarde en su Autobiografía). Cuando regresó a su Mérida natal encontró el ambiente opresivo, aburguesado en extremo, asfixiante. Se trasladó a la Ciudad de México, se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras para estudiar literatura alemana, y ahí tomó cursos de teatro, primero con Jorge Ibargüengoitia y posteriormente con Luisa Josefina Hernández. Fruto de ese aprendizaje fueron El canto de los grillos, La feria distante, Alrededor de las anémonas y Sombras. Teatro costumbrista, limitado, a pesar de la vaga huella en él de Tennessee Williams. Ediciones Odradek, dirigida por el poeta Alfonso D’Aquino, ha puesto de nuevo en circulación el teatro de García Ponce. Se han vuelto a estrenar algunas de sus obras (recientemente Doce más uno trece, teatro experimental). Tatto realiza un minucioso ensayo de estas primeras tentativas literarias.
Por El canto de los grillos García Ponce recibió un premio y la obra fue puesta en escena nada menos que por Salvador Novo. Wilberto Cantón, un dramaturgo paisano de García Ponce, se encargaría de darle la puntilla a su breve carrera como dramaturgo. García Ponce, en la Revista de la Universidad, en la que se desempeñaba como secretario de Redacción, escribió una nota crítica sobre una obra de Cantón. Un año después Cantón se vengaría cruelmente de García Ponce al publicar una crítica devastadora. José Emilio Pacheco salió en defensa de García Ponce: “pese a sus detractores, creemos que García Ponce tiene un brillante futuro en nuestra escena”. Desencantado y dolido por esa crítica adversa, García Ponce se fue paulatinamente alejando del teatro. La historia, con abundantes detalles, la cuenta puntualmente Tatto en su tercer ensayo.
El cuarto ensayo de Universo de Juan García Ponce desarrolla una lectura crítica del cuento “La gaviota”, contenido en el libro Encuentros, publicado en 1972. En este último texto de su libro se encuentra la mejor faceta de Tatto como ensayista. Una exegesis detallada y atenta. La anécdota de la nouvelle es mínima y de ella extrae Tatto sus significaciones últimas. Sorprende por ello encontrar, en medio de un lúcido examen del relato, frases en verdad espantosas. Para referirse al estilo de García Ponce afirma que “taladra pertinazmente con sus palabras”. Para definir un elemento narrativo central en la narración dice que “la ambigüedad se va convirtiendo en la zarina de esta novela”. Todos los esfuerzos por ensayar sobre la mirada, el tiempo y la pureza se vienen abajo por líneas como las anteriores, un elemento que debe cuidar Tatto en sus próximos ensayos.
Ni “líder intelectual” ni “director espiritual”, Juan García Ponce fue sobre todo un escritor dedicado a extraer de sus obsesiones –la mujer, la imagen, el deseo, la transgresión– no una verdad intelectual o espiritual, sino un puñado de grandes novelas, extraordinarios cuentos y lúcidos ensayos sobre literatura y pintura. A eso dedicó su vida. Con una voluntad de hierro, García Ponce enfrentó y venció las adversidades de su cuerpo y creó una vasta y compleja literatura. Su ejemplo conmueve y anima. Los protagonistas de sus mejores obras son artistas que son héroes de la imaginación. Leerlo es adentrarse en un mundo de valores que con paciencia aguardan su resurrección. Libros como el de Ricardo Tatto contribuyen sin duda a esa tarea. ~