ENSEÑANZAS DE LA EDADJosé Manuel Caballero Bonald, La costumbre de vivir, Alfaguara, Madrid, 2001, 616 pp.Algo sin duda singular marca a los narradores y poetas de la generación del cincuenta. Hijos, la mayoría de ellos, de familias acomodadas, se rebelan contra una burguesía en tantos sentidos cómplice del franquismo. Al mismo tiempo, frente a la demagogia de los poetas sociales, se confiesan, en palabras de Jaime Gil de Biedma, "señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores / de poesía social". Tienen, además, una vocación marcadamente cosmopolita, una actitud vital hedonista y un sentido de la amistad que les lleva a un intercambio de ideas estéticas compartidas en la euforia del alcohol y de las aventuras nocturnas. No sorprende que, a partir de esta generación, surja en España un especial interés por las memorias.
A nombres imprescindibles como Juan Goytisolo, Carlos Barral y Jesús Pardo hay que añadir, con parecidos méritos, el de Caballero Bonald. El primer volumen de La novela de la memoria, Tiempo de guerras perdidas, tiene a Andalucía como escenario central de la infancia, adolescencia y juventud: el autor se ve en Jerez, Cádiz o Sevilla, rodeado de "héroes venideros que se parecían propiamente a lo que yo iba a ser dentro de poco", pero al mismo tiempo con sus "querencias de andariego solitario", algo que ha de marcar las páginas de su vida y de su escritura. Y está también su primer contacto con Madrid en 1951, cuando revela ya una audaz y arriesgada independencia dejuicio, que ha de ser una de las notas dominantes y más atractivas del segundo y posiblemente último volumen, La costumbre de vivir. Y así, al hablar de algunos de sus poetas predilectos, cree descubrir "la inmanente cursilería de Juan Ramón Jiménez, la autocompasión engorrosa de Cernuda, las incursiones de Guillén en alguno que otro ripioso secarral, los amaneramientos retóricos de Lorca en la invención de una mitología andaluza; el mimetismo coplero de Alberti".
Quien avisa no es traidor. Ahora entran en escena personajes más cercanos a nosotros, con los que Caballero se ensaña frecuentemente, más inspirado por la lucidez que por el rencor y, sobre todo, por una vocación narrativa que convierte el libro en una extraordinaria obra de creación, a la altura de sus mejores novelas. El propio escritor lo señala: "No me importa mucho que todo eso se reproduzca al cabo del tiempo de un modo arbitrario y enmarañado. Lo que ahora escribo en absoluto pretende parecerse a una autobiografía […] sino un texto literario en el que se consignen, por un azaroso método selectivo, una serie de hechos provistos de su real o verosímil conexión con ciertos personajes novelados de mi historia personal".
Esta voluntad narrativa acentúa el rigor y la osadía de sus afirmaciones. Muchos personajes pertenecen al mundo literario y nos son familiares, otros pertenecen al mundo más personal del autor. Pero lo importante es la capacidad de Caballero Bonald para escapar de las trampas de la memoria (la evocación sentimental), o del ajuste de cuentas, para recrear con eficacia descriptiva y crítica el ambiente cultural de una época. Hay retratos feroces, como los de Josep Pla, José Hierro, Jorge Luis Borges, los hermanos Goytisolo, Antonio Gala y, por supuesto, Camilo José Cela. Otros, más ecuánimes, no escapan a la mordacidad, como los dedicados a Gil de Biedma, Ferrater y Barral ("los excesos de autoestima de Barral superaban con creces su prudencia") y los hay simplemente notables por su expresividad, como los dedicados a Ana María Matute, Bergamín, Aitana Alberti y tantos otros.
Al interés malsano que despierta su venenosa mordacidad se añaden los elementos más propiamente narrativos. Las memorias cubren un espacio que va de su llegada a Madrid en 1954 a la muerte de Franco en 1975, y están jalonadas por una serie de acontecimientos políticos en algunos de los cuales tuvo una participación directa. Jalonadas, sobre todo, por los distintos lugares en los que se desarrolla la acción de su vida: Madrid, Barcerlona, Palma de Mallorca (su colaboración con Cela y su relación sentimental con la mujer de Cela), las espléndidas páginas dedicadas a Colombia o las dedicadas a México, "una experiencia que vino a convertirse con los años en un referente".
Experiencias de lugares que van conformando una poética (la atracción por el barroco, la defensa de la impureza del lenguaje y del mestizaje) y, sobre todo, una poderosa voluntad descriptiva y un no menos prodigioso sentido de la aventura. Y por encima de esta galería de personajes, de lugares y de situaciones está la presencia del narrador, quien, a diferencia de Carlos Barral, no subraya lo que hay en él de personaje sino de persona: al relato del mundo exterior se añade, pues, un complejo mundo interior en el que se expresan el anhelo de vivir mezclado con un sentimiento de tedio, y con las enfermedades, la hipocondría, la autodestrucción y la decadencia física, y los miedos crónicos, los desórdenes afectivos, los ataques de impertinencia y, por encima de todo, su antidogmatismo, su inconformismo y su sentido de independencia.
Todo ello da al libro una profunda dimensión humana, acentuada por algunos aspectos (las simplificaciones, los comentarios sobre vascos, valencianos, catalanes o gallegos, de desagradable tufo centralista, las generalizaciones, las inconsistencias) que, para bien de la literatura, habrán de irritar a más de un lector. –