Historia secreta de Rusia

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Carlos A. Aguilera

El imperio Oblómov

Sevilla, Espuela de Plata, 2014, 236 pp.

 

¿Estará escrita ya una historia de la literatura en Cuba bajo el dominio soviético? Lo ignoro pero no deben faltar críticos o profesores de la isla entusiasmados por el tema. En ese caso, no faltarán en ese hipotético capítulo insular cuya duración fue de treinta años exactos (1961-1991) dos novelas: ni la magnífica Enciclopedia de una vida en Rusia (1998), de José Manuel Prieto (1962), ni la de su paisano Carlos A. Aguilera, que nació en La Habana en 1970 y vive fuera de Cuba desde principios de siglo. Sé poco de la biografía de Aguilera y desconozco si, como algunos de sus contemporáneos, estudió en la difunta Unión Soviética, pero El imperio Oblómov es una historia ruso-soviética en clave, escrita –con una prosa educada, me imagino, por autores como Bruno Schulz o Robert Walser–a contra un imperio euroasiático que es y no es la Rusia de los zares. Asimismo, esta sátira es y no es un recorrido imaginario, desopilante como dirían los peninsulares, en el camino hacia el gulag.

Aunque se trata también de una novela-fábula, al estilo de las de Tournier o Sarban, dominada por un tuerto-cíclope llamado Oblómov empeñado en destruir a sus semejantes para fundar un imperio, el libro suministra las suficientes referencias para indicarnos su datación, antes y después de la Revolución de 1917. Es el momento en que “los barbilampiños rojos”, “la recién estrenada Guardia Roja”, liderada por “míster Uliánov”, se apodera del imperio de los zares, cuya cabeza, la del negligente Nicolás II, termina siendo, en El imperio Oblómov, una pelota de futbol para sus carceleros, uno supone que en la fortaleza de Pedro y Pablo donde se encontraban él y toda la familia imperial, incluidos aquellos niños y niñas de sangre real cuya supuesta sobrevivencia fue utilizada por impostores durante décadas hasta que la prueba de adn demostró que las órdenes del alto mando bolchevique –la liquidación de todos y cada uno de los miembros de aquella familia– se habían cumplido a la perfección.

El libro de Aguilera es enigmático y su desenlace me lo ahorro para disfrute del eventual lector. Pero ¿es el cruento imperio oblomoviano, basado en la destrucción de las llamadas “gallinas”, seres humanos inferiores, una imagen en espejo de la dictadura del “bigotudo del Kreml”, como Stalin aparece referido en la novela? ¿O es algo más: una denuncia del Este como la “tierra de sangre” por la que combatieron nazis (cuyo origen en las tabernas de Baviera también interesa a Aguilera) y estalinistas?, ¿acaso un daguerrotipo, más real que la realidad, del totalitarismo del siglo XX?

Sea como fuese, es difícil leer esta notable distopía con inocencia, pues el odiado Este se encuentra lo mismo en el imperio ruso-soviético que en el alma de los emigrados blancos dispersos por Europa y de él solo se salvan algunos de los Uliánov, aquellos “parientes”, me imagino, de Lenin –nunca nombrado como tal en la novela– que huyeron del régimen bolchevique rumbo al exilio interior, del cual los sacó, durante los años treinta, la matanza.

Sin ser propagandística –todo lo contrario– esta novela antitotalitaria recupera el tono de las páginas de Zamiatin u Orwell y no es difícil –acaso sobreinterpreto– escuchar en las frases de Aguilera el eco de las del místico Vasili Rózanov –sobreviviente del entorno de Dostoievski al que le toca presenciar el golpe comunista de 1917– y las de otros amigos o enemigos del paneslavismo, pues no otra cosa que su triunfo, hasta 1989, fue la historia de la Unión Soviética y sus satélites rusificados mediante la bolchevización tras la derrota de Hitler. Frases como las siguientes me hacen pensar en esa aniquilación paneslava que, según John Gray, los místicos bolcheviques llevaron a cabo: “No es acaso la muerte misma la suprema existencia de un Constructor Universal, alguien que ha diseñado la máquina humana con tal perfección, que incluso nos ha ofrecido la muerte, el dolor, la repugnancia, el vómito, como gestos que debemos asumir para encontrar minuto a minuto con nuestro propio yo” (p. 107). O leamos esta otra del jorobado Bertholdo, bacteriólogo, quien pregunta jactancioso: “¿No sabe aquí nadie que si yo quiero puedo devolverle la vida a la humanidad?” (p. 111). O la siguiente maldición eslava: “El ojo que va a hacer posible que el Este sobreviva, que reencuentre su centro, que paralice y mutile a los demás, que cante” (p. 197).

Oblómov, el antihéroe de Iván Goncharov (1812-1891), que no se levanta del sillón de la sala hasta bien entrada la novela que lleva su nombre –publicada en 1859 y filmada por Nikita Mijalkov en 1979–, ha sido, más que reescrito, contraescrito por un cubano en 2014. Lenin, el germanizado revolucionario marxista muy parecido al dinámico y modernizador Stoltz, el amigo alemán contrapuesto por Goncharov frente al oblomovismo ruso, utilizó reiteradamente el nombre del ocioso e indeciso Oblómov para descalificar lo mismo a sus enemigos políticos, mencheviques o socialrevolucionarios, que a los enemigos de clase que parasitaban la Rusia rural, tanto hacendados como kulaks, muchos de ellos exsiervos exterminados más tarde por Stalin. 

((Javed Akhter et al., “Vladimir Lenin on Oblomov” en Journal of Arts & Humanities, Department of English Literature and Linguistics, University of Balochistan, Pakistán, p. 84.
))

Contra ese Este ha escrito Aguilera su parábola. Pero no solo contra ellos sino pensando, supongo, en aquellos espíritus religiosos que se opusieron al bolchevismo más por ser ateo que por su naturaleza universalmente tiránica: los Berdiáyev, los Shestov o los Solzhenitsyn, valerosos como lo fueron en su devenir antisoviético, parecían ya, ante nuestros ojos, parte del problema y no de la solución. Esa idea, al menos para mí, la ratifica Aguilera. Por sugerir todo esto y no mencionarlo de manera explícita, El imperio Oblómov, la distopía a la vez caricaturesca y folclórica (hay mucho de la saga popular ogresca destilada por el autor en estas páginas) de Carlos A. Aguilera, es una de las grandes novelas latinoamericanas de nuestro siglo. ~

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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