Letras chiquitas

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El espectro de temas que están abordando en la literatura infantil y juvenil los autores del país es tan amplio como el de la literatura general. Hay libros que tocan los asuntos más cotidianos –como No me quiero casar, de Javier Malpica, que describe un complicado triángulo amoroso entre niños de una primaria urbana contemporánea– y también historias fantásticas en tierras lejanas pobladas por dragones y valientes heroínas como Loba, de Verónica Murguía, que ganó el premio Gran Angular en su edición española del 2013.

Menciono estos dos por citar ejemplos de temáticas que se encuentran en extremos. Pero también Toño Malpica, en su más reciente libro, Un viejo gato gris mirando por la ventana, habla sobre un niño que se da cuenta de que las personas felices están en todas partes y de las ventajas que supone darle la vuelta a la vida que alguien más planeó para uno; Paulina del Collado, ganadora del más reciente premio Barco de vapor México, pone a Camila, su pequeña narradora, a contar, entre las peripecias cotidianas de cualquier niña de su edad, la historia de su hermano bipolar, en El extraño caso de Santi y Ago. Mariana Osorio, en Tal vez vuelvan los pájaros, escribe sobre del golpe de estado en Chile a través de la voz poética, inocente y de imaginación desbordante de Mar, su protagonista narradora, una niña de ocho años; y Juan Carlos Quezadas nos cuenta las andanzas de un japonés hipocondríaco en Lisboa, en Oki, tripulante de terremotos, que ganó el premio Norma en el 2013.

Nunca antes la literatura infantil y juvenil había gozado de tal variedad temática y de la calidad manifiesta de muchos de sus exponentes. Hay decenas de convocatorias para concursos nacionales e internacionales y ya hasta se abrió una categoría especial para el otorgamiento de becas del FONCA para proyectos destinados a los públicos jóvenes en todas las categorías.

Quienes escribimos y publicamos libros para niños podemos responder “Sí”, a la frecuente pregunta: “¿Vives de tus libros?” Invariablemente quien pregunta pone cara de sorpresa e incredulidad, cuando en realidad debería de causarla la respuesta contraria. Basta ver la cantidad de dinero que se mueve alrededor de los libros, las ferias majestuosas, las grandes editoriales que emplean a miles de personas y todos ellos viven de los libros. Sin embargo, es sorprendente que un autor lo haga. No es fácil ni instantáneo, claro. Pero es posible.

Ahora, ¿todo es miel sobre hojuelas? Casi, pero no. Tenemos el problema de que la mayoría de los libros para niños y jóvenes que se publican en el país y que se convierten en long-sellers, tienen como vía principal de distribución a las escuelas. La lectura por prescripción escolar. Eso, para los autores, supone una gran ventaja: justamente, que un libro que se publicó hace 17 años se siga vendiendo, y cada año mejor. Pero también tiene su lado negativo, que es ese temor que de pronto surge entre los maestros/padres de familia, y que genera rechazo por ciertos temas o formas de tratarlos. Los catálogos de las editoriales se ven acotados por las exigencias de los programas de estudio y hay ciertos tópicos (cada vez menos, eso hay que admitirlo también), con los que las editoriales prefieren no arriesgarse. Pero hay temas que son parte de la vida de los niños de manera idéntica a de los adultos. La muerte, la enfermedad, el abuso, la violencia, las adicciones. Muchos padres o profesores prefieren evitarlos porque levantan preguntas que los hacen sentir incómodos o, de plano, incapaces de contestar. Pero la literatura, justamente, de eso se trata. No de responder preguntas, sino de generarlas. Y de esa manera establecer un canal de comunicación absolutamente necesario acerca de estos temas que se soslayan o se evitan aun estando todo el tiempo alrededor de nosotros. Y para los que muchas veces ni los jóvenes ni los adultos tenemos respuestas.

Se teme que si uno pone a sus personajes a tomar cerveza –por ejemplo –está incitando a los lectores a que lo hagan. Como si todos los que leímos a José Agustín o a JD Salinger en la adolescencia hubiéramos imitado las andanzas, costumbres o el lenguaje de Holden o de Rodolfo, protagonistas de El guardián entre el centeno y De perfil.

Se presume que si un niño lee malas palabras en un libro que le dejaron en la escuela, asumirá que las están legitimado y entonces las repetirá todo el tiempo (con el permiso del libro/autor). Como si el niño fuera incapaz de comprender que esas palabras están usadas en un contexto específico –en este caso, una obra de ficción. Como si escuchar a sus padres decirlas –cosa que no debe ser infrecuente –les otorgara el mismo permiso.

No todos los libros tienen que descubrirles grandes verdades o darles lecciones o moralejas a los niños. Hace unos años, un grupo de autores y yo escribimos cuentos para conformar un volumen titulado Siete cuentos muy cochinos, que publicó Alfaguara. Habla de eso, justamente: de cochinadas. Cuentos de caca, de grasa de granos, de sudores de futbolistas, de pelusitas del ombligo. Su distribución ha sido complicada (en las escuelas) porque cuando quienes toman la decisión de qué van a leer los niños preguntan ¿qué aporta?, se piensa en los “valores tradicionales” y nuestro libro tiene una grave escasez de estos. Pero tiene uno fundamental: niño que toma ese libro, niño que se carcajea a lo largo de todas sus páginas.

Hay un modo, y uno solo, de convertir a las personas en lectores, y es el gusto. Es hablarles de lo que les interesa, con personajes y lenguajes con los que sean capaces de identificarse. Una vez que estén enganchados la curiosidad viene sola y ampliarán sus horizontes literarios –idealmente –a un espectro mucho más amplio

Siempre ha sido así. No recuerdo, en mis años de secundaria, haberme juntado con mis amigas en algún recreo para intercambiar impresiones sobre el Popol Vuh. Pero sí sobre Pregúntale a Alicia. Todo lo que nos aburría uno nos divertía la otra. Y no dudo que ese volumen de tan dudosa calidad –cosa que descubriríamos después –haya convertido en lector a más de uno de mi generación.

Hoy lo que les dejan leer en la escuela es distinto. Hoy existe una joven tradición de literatura infantil y juvenil mexicana. Lo que empieza como obligación se convierte en placer. Mis colegas y yo recibimos sorprendentemente a menudo mensajes que dicen más o menos: “Me dejaron tu libro en la escuela, ¡y me gustó!”.

Quienes decidimos dedicarnos a la literatura infantil y juvenil somos quienes, a fin de cuentas, estamos construyendo el país de lectores que hace un par de sexenios aspiramos a ser. Y llevamos en esto, apenas, poco menos de 20 años.

Nosotros, los autores, continuaremos escribiendo de dragones y niños enamorados, de hipocondrías y zombis, sin perder la esperanza de que, algún día, pronto, los niños, además de leer en la escuela, irán el fin de semana a una librería a invertir sus domingos en un libro. 

 

 

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Estudió en la SOGEM y desde 1996 ha publicado más de 25 libros para niños y jóvenes por los que ha recibido varios premios.


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