Este volumen reúne la obra de un poeta argentino que hace casi cincuenta años reside en París y cuyo primer libro publicado, Cartas para que la alegría (1959), empieza con estas palabras: “El viaje…” La poesía de Calveyra (Mansilla, 1929) describe el periplo circular o elíptico, siempre tensado entre dos focos, que no son precisamente uno de origen (periférico) y otro de destino (central) sino la rotación, el desplazamiento, la movilidad, la superposición. Varios de sus libros salieron antes en traducción francesa que en su versión original; sólo en los años noventa, y a través sobre todo de la revista Diario de Poesía, esta obra empieza a ocupar un lugar cada vez más destacado en Argentina, cristalizado ahora en este libro. El poema de Calveyra, que es en cierto modo uno solo –elíptico y dividido en libros de títulos bellos y enigmáticos: Iguana, iguana; Diario del fumigador de guardia; Maizal del gregoriano; Diario de Eleusis– dice que para mirar algo hay que estar afuera, o quizás, mejor, entre dos puntos. Para ser contemporáneo hay que estar, en cierto modo, afuera del tiempo, entre dos tiempos, nunca en la actualidad: observar el tiempo como un fenómeno que acontece, que evoluciona. Por ejemplo, El hombre del Luxemburgo (1997), ése que, en el corazón de París, se refugia, casi se diría que se asila, en un parque, para estar afuera del tiempo y encontrar la palabra contemporánea. Para estar, también, sin dejar la ciudad, cerca de alguna forma de la naturaleza, si bien domesticada, si bien historiada, escrita, tropo material de su paisaje de origen: “Un hombre en su costumbre de ambular por la ciudad, de caminar como caminan las personas que se dirigen a alguna parte…” empieza diciendo ese libro. Camina como las personas que van a alguna parte, pero no va a ninguna: hace como el Baudelaire de los poemas en prosa, tutela transversal a la obra de Calveyra (más que Las flores del mal, porque además el argentino escribe párrafos y no versos; no poemas en prosa sino versos en párrafos). Pero, también, como Beckett: Molloy (en 1957) empieza: “Estoy en la habitación de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No se cómo he llegado.” Otra versión del que da, casi sin saber cómo ni por qué, la vuelta completa.
Porque el periplo circular o elíptico del flâneur es en cierto modo el de Ulises y su lejano descendiente Leopold Bloom. Sólo que la versión contemporánea de Calveyra adhiere a una sedición de la utilidad del tiempo, como un desplazamiento en que abrir el espacio de la escritura, a fuerza de hacer un como que hace algo, una forma industriosa sucedánea y cuasi mística. Un llegar al lugar sin saber cómo se ha llegado, un estar muy lejos casi sin haber salido: “Recuerda haber escrito de un hombre que en un poblado de Argentina abandona su casa a eso del atardecer”, dice Calveyra. En esa suspensión o dilapidación de tiempo, se arroga la tarea de ser el custodio de las palabras, aunque ese trabajo no esté remunerado ni subvencionado bajo ningún epígrafe institucional: en la estela de ese Mallarmé que, medio mareado en el humo de su pipa, colapsó toda naturalidad en la palabra poética para enrarecer el lenguaje y salvarlo de su enfermedad mundana.
París, lugar de todo el estímulo y de toda la soledad. Le dice Rubén Darío a Juan Ramón en una carta de junio de 1903: “…quisiera verle y conversar de muchas cosas. Aquí vivo solo y no converso con nadie. Así, con nadie”. Calveyra, entrerriano en París, el fumigador poeta, el que camina como si fuera a alguna parte y sólo va a perder el tiempo –pero no exactamente: a mirar el tiempo y a registrar qué marca deja en las palabras– cerca de un surtidor de agua en el Luxemburgo. Calveyra muestra que el poema contemporáneo se produce en un des-lugar, en un entre-lugar. No tiene tanto que ver con la desterritorialización como con la inadecuación: el poeta es el que no sabe cómo ha llegado adonde está, y ese no saber es su principal objeto de estudio. Tan inadecuado que, incluso alguien que dedica su vida a cuidar de las palabras, necesita la agramaticalidad: Cartas para que la alegría, su primer título, o estos versos: “ángel malherido, brotas de tu herida, brotas del frío tan crudo a eso del jardín” (Diario de Eleusis, de 2006), o “¿Sacárselo como una espina alojada en plena mente, su ramalazo, a fuerza de ir tan adentro, buscara doler más allá de su cuerpo?” (pero, ¿el ramalazo de qué?, ¿de la rosa mallarmeana, ausente de todos los ramos?). La gramática de Calveyra es de la cavilación, del paseo casual, de la obsesión por el detalle sin importancia: “Ignorante del porqué de la tarde, del porqué estar sentado, por qué el impulso que lo lleva a absorberse, a mostrarse ante las hojas, a deambular, a desaparecer casi…”. La sintaxis, aquí, es una espiral de pensamiento, un desplazamiento leve y significativo, otra forma de inadecuación. Incluso hay algún poema en El hombre del Luxemburgo (p. 196: “Un hombre necesitado de su muerte”) hecho casi por entero –¿deliberadamente?– de oraciones unimembres, en leves acontecimientos sin acción y con un sujeto tenue, desenfocado. Y con un tiempo disuelto, porque “bajo ciertas condiciones todo es presente” o “serie de ahoras” (Diario de Eleusis).
El Diario del fumigador de guardia lo empieza a escribir en Ensenada, provincia de Buenos Aires, en 1951, y lo termina en París en 1983. Es la sublimación lírica de una época en que el autor se ganó la vida como fumigador de un muelle de puerto. Matar con gas a las ratas, después “abrir la panza de la rata muerta”. Es la carroña de Baudelaire, la de Rilke; pero también es la fumigación paralela a la muerte industrial, subtendida bajo el texto: “Esta canción a mitad de camino de ratas y hombres”. A mitad de camino, siempre, entre dos lugares, para ser contemporáneo, para escribir su tiempo. Por esta inesperada y firme trayectoria, Arnaldo Calveyra, que durante treinta años fue poco menos que un desconocido en su propio país, es hoy uno de los poetas argentinos más leídos, seguidos, atendidos. Esta Poesía reunida cierra el círculo: es el punto en que su recorrido se retoma y reinicia, y su lectura empieza su propio viaje. ~