LA ESCRITURA COMO CURACIÓN
Primo Levi, Última Navidad de guerra, traducción de Miquel Izquierdo, Muchnik Editores, Barcelona, 2001, 143 pp.
Un día de finales de 1943, el químico Primo Levi, judío, turinés, 24 años cumplidos, salió de su casa para unirse a la resistencia antifascista. Fue una iniciativa estéril y de consecuencias terribles. Antes de hacer un solo disparo, fue detenido por la Milicia mussoliniana, la cual, poco después, tuvo que entregarlo a los alemanes. Éstos lo trasladaron a Auschwitz, donde permaneció cautivo hasta 1945.
Es sabido que los nazis hicieron cuanto estuvo en sus manos por destruir cualquier prueba de su programa de exterminio: enterraron e incineraron cuerpos, quemaron documentos y, sobre todo, trataron de eliminar a todo testigo potencial. Así, para muchas víctimas del lager, narrar lo ocurrido fue la principal razón para sobrevivir al encierro, y en algunos casos la única. Entre ellas, para Levi, que no bien volvió a casa se concentró en la redacción de sus memorias del cautiverio, una tarea de la que nacieron tres libros: Si esto es un hombre, que contiene el grueso de sus recuerdos de Auschwitz, La tregua, donde narra sus últimos días en el campo y su largo viaje de regreso a Italia, y Los hundidos y los salvados, quizá el menos memorioso y el más reflexivo de los tres, un auténtico tratado sobre la pesadilla concentracionaria.
Por su elegante contención, por la terrible lucidez que las conduce y por la implacable voluntad de autoanálisis que aparece en cada una de sus páginas, estas obras se cuentan, de las no pocas sobre el lager hitleriano, entre las más nutridas en términos de información y, a la vez, entre las más destacables literariamente. Conforman, pues, un testimonio dotado de gran intensidad, que para el lector resulta, a fin de cuentas, breve, demasiado breve, pese a que entre las tres exceden las seiscientas páginas, a las que se suman las pocas que han quedado distribuidas en otros libros de Levi (Historias naturales, Lilith y otros relatos, El sistema periódico). Así las cosas, es de celebrarse la aparición de esta Última Navidad de guerra, para empezar, por el hecho de que incluye cuatro piezas más sobre Auschwitz. De ellas, la segunda, que da título al libro, es probablemente la que resultará más familiar al aficionado a Levi, pues vuelve a un tema que recordará con angustia de sus lecturas anteriores: el del hambre en el campo de concentración, un recurso usado por los alemanes para debilitar la voluntad del prisionero, reducir su vida a una lucha animal por la subsistencia y, de esa forma, recordarle permanentemente su condición de inferioridad, lo intrascendente de su existencia misma. Acompañan a esta pieza “Una de suspense en el lager”, “Pipeta de guerra” y, destacadamente, “Auschwitz, ciudad tranquila”, en la que, a través de la historia de un químico al que se le propone trasladarse a Auschwitz a cambio de una mejora salarial y casa, Levi reflexiona sobre un asunto que para él, que luchó siempre contra las tentaciones del odio, debe haber sido particularmente doloroso: el de la complicidad del alemán medio con el holocausto, ese personaje, tan común, que, por miedo o por interés, prefirió cerrar los ojos, buscarse un par de coartadas morales y sacar el mayor provecho posible del horror. Un asunto, conviene decirlo, esencial a la hora de entender las perturbadoras conclusiones éticas extraídas por el químico turinés de la experiencia del campo, muy bien analizadas por Tzvetan Todorov en “El siglo de Primo Levi” (Memoria del mal, tentación del bien, Península, 2002). Levi no perdonó jamás la afrenta sufrida, afirmó siempre la necesidad del castigo para los responsables del genocidio y mostró una repugnancia apenas disimulada ante cualquier intento de confundir a la víctima con el verdugo (caso de Portero de noche, la película de Liliana Cavani). Pero con este plano del pensamiento de Levi, al que Todorov llama “jurídico”, convive un segundo, el “antropológico” o “psicológico” —siempre en palabras del pensador búlgaro—, cuyo análisis previene, en cambio, contra aseveraciones demasiado categóricas. Levi conoció en Auschwitz la más terrible expresión del mal, y de ese conocimiento, justamente, se derivó su certeza de que el fenómeno del mal no debe enfrentarse cediendo al maniqueísmo. El lager es un fenómeno de gran complejidad. Fue concebido en las altas esferas nazis y tuvo a la cabeza a las ss, pero debajo de las autoridades alemanas hubo una complicada jerarquía de capataces del campo, los capos, reclutados entre los prisioneros mismos, que no tuvieron empacho en ejercer una cruel violencia sobre sus compañeros de infortunio. Son estos personajes los que, en primera instancia, llevan a Levi a hablar de una “zona gris”, compuesta por todos aquellos que no son fácilmente clasificables como detenidos o guardianes: ni blanco ni negro. Lo que ocurre es que esta zona gris termina por involucrar al campo completo o, si se quiere, a la larga, a todos los hombres, como observa Todorov. El mal está en todos nosotros en una u otra medida, entreverado con actos que reconocemos como buenos, de suerte que incluso su versión más terrible no es más que una radicalización de nuestros peores aspectos, que se salen de cauce y predominan sólo cuando el contexto lo permite. No hay contexto más propicio que la era hitleriana, desde luego, pero eso está lejos de hacernos inmunes a semejantes tentaciones. Tal es la mayor enseñanza de Levi.
Aunque sus obras sobre el universo concentracionario tienden a captar toda la atención de los lectores, Levi escribió abundantemente sobre muchos otros temas y con una notable variedad de estilos. Esa variedad queda expresada en Última Navidad de guerra, un libro compuesto por material aparecido previamente en momentos y publicaciones muy diversos, y por lo tanto carente de unidad temática o estilística. Sin embargo, hay unas cuantas piezas que probablemente sí estaban destinadas a formar un volumen más o menos homogéneo. Se trata de relatos breves protagonizados por animales, no ajenos a una alegre curiosidad científica, pero destinados, ante todo, a subrayar, a través de la mirada de un ser ajeno, el absurdo inherente a la condición humana. Estamos ante la que acaso sea la primera virtud literaria de Levi: una irrepetible capacidad para tomar distancia de su historia y narrarla desde lo que parece un observatorio privilegiado, que brinda una perspectiva totalmente objetiva, y al mismo tiempo hacernos saber, siempre, que esa distancia no implica una fractura emocional con la historia contada. En sus testimonios sobre Auschwitz esta virtud se hace particularmente notoria. Levi “está” siempre ahí, en el lager, metido de lleno en la tragedia, y no deja que el lector lo olvide ni por un momento. Pero ese estar no le quita lucidez, objetividad si se quiere, a su recuerdo, a veces hasta el extremo de revivir episodios de humillación y dolor que pensaríamos insoportables. En Última Navidad de guerra, esta virtud no está ya al servicio de la tragedia, sino al de la comedia, la parodia, la sátira elegante, que se benefician, gracias a ella, de una ironía seductora, en una suerte de actualización de la fábula clásica y de los cuentos de Kipling.
Levi sostuvo que la única manera de contrarrestar la herencia de dolor dejada por el lager, la única terapia, era el trabajo: el trabajo libre, creativo, gozoso, frente al trabajo forzado del esclavo. Escribir, para él, era curarse. Conforme a la opinión común, la terapia no funcionó. Levi apareció muerto en 1987, en una situación poco clara aunque interpretada como un suicido, nada más terminar Los hundidos y los salvados. Esta hipótesis puede encontrar sustento en una cita de Jean Améry a la que Levi presta una notable atención, según la cual quien sufre la tortura es derrotado siempre: tanto si se pierde su testimonio, con lo cual gana su torturador, como si perdura, lo que lo obliga a sufrir el tormento una y otra vez, con el recuerdo. Ahora bien, es un hecho que Levi no compartió muchos de los puntos de vista de Améry, y es verdad, como razona Todorov, que el suicidio no es una consecuencia de su pensamiento. Desde este punto de vista, su muerte puede haber sido un mero accidente. De cualquier forma, por esfuerzo no quedó. Levi publicó una cantidad respetable de libros: novelas (La llave estrella, Si no ahora, ¿cuándo?), pero también cuentos, acaso el género que mejor desarrolló y con el que empezó su carrera de escritor, antes de la guerra. Salvo alguna nueva sorpresa llegada desde Italia, con ese género se despide, y se despide bien. –