La tragedia interior de un genio desdichado

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Pietro Citati

Leopardi

Traducción de Juan Díaz de Atauri

Acantilado, Barcelona, 2014, 528 pp.

“Leopardi da miedo; es la misma sensación que, después de tanto tiempo, se apodera de los que lo leen, lo releen, tratan de escribir sobre él y, al mismo tiempo, se dan cuenta de que se trata de una empresa imposible.” Esto escribe Pietro Citati (Florencia, 1930) sobre el pensador y poeta de Recanati (Italia, Las Marcas) en este libro densísimo y único cuando todavía quedan algo más de cuatrocientas páginas para que el lector alcance el final. Hasta este punto, Citati nos ha mantenido cautivos con la historia de la infancia de Giacomo Leopardi (1798-1837), y con la descripción de los caracteres y las extravagancias de sus progenitores: el austero, perezoso y vanidoso conde Monaldo Leopardi y la beata, fría y despiadada condesa Adelaida Antici, “tenebrosa encarnación de la maternidad”. El matrimonio tuvo doce hijos de los que solo cinco vivieron un periodo de tiempo normal. Giacomo era el mayor; se llevó muy bien con Carlo, el segundo, y con Paulina, su única hermana; ambos lo sobrevivieron, pues el gran Giacomo, que en verdad fue pequeño de estatura y cheposo, enfermo crónico de múltiples padecimientos, murió a los 39 años.

Llegados a este punto, Citati parece ofrecernos una biografía convencional; mas pronto advertimos que no es así, pues sin previo aviso rompe el hilo de la narración estrictamente biográfica para centrarse en la historia interior, en los avatares del espíritu de Leopardi. En realidad, resumir la vida física del poeta es relativamente sencillo dado su estatismo; lo otro, indagar en la tragedia interior del genio desdichado, es lo que abisma y suscita ese “miedo” al que alude Citati, pues se trata de empatizar con el riquísimo mundo psicológico y existencial de un hombre poco común, algo que logra bien Citati, autor asimismo de reconocidos ensayos sobre Goethe, Tosltói y Kafka, entre otros.

Durante su infancia y hasta los veinticinco años, Giacomo Leopardi vivió prácticamente enclaustrado en una biblioteca. Su padre, en su afán de llegar a ser un gran erudito, compró cantidades ingentes de libros hasta formar la impresionante biblioteca del palacio Leopardi en Recanati, con veinte mil volúmenes de múltiples disciplinas y variedad de lenguas. En aquella “jaula de oro” y “biblioteca de Babel” estudiaban los hijos de Monaldo. Ninguna gracia le hacia al padre que abandonaran el palacio y mucho menos la ciudad. Giacomo pasó allí enclaustrado más de la mitad de su vida; fue a partir de 1825 –contaba con veintisiete años– cuando por fin logró vivir temporadas fuera de Recanati, lejos de aquel “Tártaro particular” en el que creía consumirse vivo, y residir en Florencia, Bolonia, Pisa y Nápoles; murió en esta última ciudad lejos de su opresora familia, atendido por buenos amigos que como él gustaban de la libertad.

A la desgracia del encierro y la sobreprotección paterna vino a añadírsele su mala salud. Aunque de niño fue jovial y de constitución normal, una enfermedad ósea lo convirtió en un adolescente raquítico; en pecho y espalda le crecieron dos pequeñas jorobas. Inteligente, de mente lucidísima, el muchacho aprendió a vivir con sus deficiencias y toda su ilusión la volcó en el saber: desde muy joven, los libros y la literatura constituyeron su vida; aunque, según el propio Leopardi, también le robaron energía vital. Pasaba los días doblado sobre ellos: aprendía latín, hebreo, francés, sabía español y adoraba la poesía italiana; él mismo llegó a ser el mayor poeta romántico de su siglo. Siempre soñando con mundos imaginarios.

A pesar del encierro en la casa paterna, Leopardi tuvo grandes amigos a los que escribía cartas apasionadas, como Pietro Giordano; o el fiel Antonio Ranieri, con quien convivió al final de su vida. La amistad fue para él amor, aunque sin Eros. En cuanto a las mujeres, se enamoró de alguna, si bien de manera platónica, distante y dolorosa. “El amor es una enfermedad”, decía, añadiendo que es “hermano de la muerte”. Leopardi en verdad no moría de amor; este sentimiento que él se esforzó por experimentar gracias a los impulsos de su imaginación lo teñía de infinita nostalgia, e inspiraba sus poemas, pero ¿era realmente amor o solo quimeras fantásticas?

De Leopardi puede decirse lo mismo que de Kafka, que todo él “era literatura”. Y es en su faceta de literato y pensador en la que insiste Citati mediante el análisis exhaustivo de algunas de sus obras más señeras –dicho análisis constituye la verdadera intención de su libro–: por una parte, los poemas. Los Canti, que Leopardi publicó en vida con gran éxito. Versos como “A Silvia” o “L’infinito” eran ya inmortales al nacer. Pero, además de poeta, Leopardi fue un filósofo que pensó la condición humana, sus honduras y vaivenes; no reflexionó acerca de Dios, a quien poco caso hizo. Desde la adolescencia y hasta poco antes de su muerte, Leopardi escribió su Zibaldone –una especia de diario sin serlo–, más de cuatro mil páginas plagadas de pensamientos y anotaciones variadas; obra monumental solo publicada en su integridad en Italia (en castellano contamos con dos tímidas antologías en Tusquets y Gadir), allí nacieron los pensamientos de su ideario y más obras. Publicó asimismo los Pensieri y sus Operette morali, entre las que se encuentra su célebre “Diálogo de la moda y la muerte”.

Como literato, Leopardi admiraba sobremanera a los griegos de la Antigüedad clásica, lo heroico y lo trágico de su carácter le confería valor para seguir viviendo; en tanto que pensador, hacía gala de un hondo pesimismo. El vacío y la soledad del hombre frente a la infinita desolación de la nada constituyeron para él la gran tragedia. En este aspecto comulgó con el negro pesimismo del barroco Gracián y con Schopenhauer. Este filósofo consideró a Leopardi su “caro fratello”. La oscura visión que el italiano tuvo de la existencia, la consciencia de la caducidad de todas las cosas, casaba bien con la tesis principal de Schopenhauer: “Toda vida es sufrimiento.” Leopardi adoraba el vacío a la par que la infinitud, tal y como expresa su verso más famoso: “E il naufragar m’é dolce in questo mare”; temía a la nada y lo fascinaba; lo obsesionaba la muerte de la Tierra y la muerte del ser humano, precisamente porque amaba la vida sobre todas las cosas.

Paradójico, contradictorio, sumamente lúcido, plenamente moderno, así fue Leopardi. Y tal es la idea que el lector extrae de este libro, en modo alguno una típica “biografía”. Tusquets publicó en 1998 otra de corte más “formal” en cuanto a estructura y la exposición cronológica de los hitos vitales de Leopardi: Hacia el infinito naufragio, de Antonio Colinas; un buen complemento a este Leopardi sin parangón de Citati. ~

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(Cáceres, 1961) es traductor y ensayista. Ha escrito Martin Heidegger. El filósofo del ser (Edaf, 2005) y Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba, 2005). Este año se publicó su traducción


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