Imaginar es una forma de comprender. Al escuchar el fragmento de una conversación, una frase suelta, una risa o un gemido, podemos imaginar una historia. Al observar a un peatón, una cara, un gesto o una mirada, podemos imaginar una vida. Vemos, por ejemplo, a un hombre en la calle. Desplaza su peso de una pierna a otra, enrolla y desenrolla un periódico mientras espera cruzar la calle. Ese hombre, además de un periódico bajo el brazo, tiene una esposa. Tiene un departamento, un trabajo y hasta es autor de un libro. Como si la vida de ese hombre estuviera hecha de muros de cristal. Pero ¿por qué imaginamos historias, vidas? Tal vez porque imaginar es una forma de comprender, por ejemplo, a un desconocido. Imaginar es, sobre todo, una forma de comprender lo desconocido.
Imaginar es la ficción de todos los días. Es un receso de la vida real, uno que puede ser soleado o tormentoso. Aquí, una de sus características: la imaginación llega lejos, llega al extremo que quiere. Porque ir allá, volar inmóvil, es natural y necesario. Pero, por obvio que suene, una cosa es imaginar la vida de un hombre que cruza la calle y otra es llevarlo a la literatura. Versos de vida y muerte de Amos Oz (Jerusalén, 1939) lo hace.
La historia de un hombre que imagina las vidas de otros. El protagonista apenas ve algunos rasgos, imagina y narra las historias. La anécdota ocurre en el decurso de algunas horas, de la tarde a la madrugada, mientras la mente del protagónico viaja al minuto que quiere de otras vidas. El narrador, un autor de 42 años, antes de ir a una velada literaria hace una parada en una cafetería. Imagina el primer amor de la mesera que lo atiende. Su primer novio la llamaba Gogog en la cama, y por las noches, en un cuarto de hotel, le abría los labios con la punta de la nariz. La misma suerte corren dos hombres en la mesa contigua: el protagonista los nombra, les inventa una charla y, de paso, una vida. Abandona el café con un inventario de más de tres historias. Llega al centro cultural donde se presentará y debatirá un libro de su autoría. El público que asiste a la velada está condenado a ofrecer los detalles de su vida íntima.
Tal cual. Desde la mesa, el protagonista, un autor sin nombre, a partir de una risa socarrona, esboza a un político de segunda fila que vive con su madre. Lo llama Arnold Bartok. La recitadora de algunos fragmentos de la novela que se presenta, Ruhele Reznick, colecciona cajas de cerillos de hoteles internacionales. Yuval Dahán, sentado, escuchando la lectura, es un joven poeta cuyos primeros versos firma con la mano temblorosa cambiando su apellido. Yeruham Shadmati, un erudito que comparte la mesa con el autor, suele lamer con la lengua el pegamento al reverso de los sobres. Al salir a la calle pasa lo mismo con otros peatones. Mientras uno y otro ganan nombres y apellidos, el autor y narrador no tiene nombre; es la suma de los personajes que inventa. El autor es lo que imagina.
En este caso, la anécdota es la forma: vemos todas las caras de la perinola, todos toman voz. La novela se vale de todas las voces y todos los tiempos para contar. Aquí, su luminosidad. Como en un paseo, las historias imaginadas por el autor toman las desviaciones necesarias para llegar a los detalles que dan vida a los personajes. Desviaciones, no atajos. Los personajes, en la mente del autor, se relacionan. Todos, tanto en la cafetería como el público en la velada literaria, tienen que ver. Llega lejos para relacionarlos y este es un punto ciego. ¿Por qué todos están relacionados? Este, un capricho de la imaginación, hace que la novela tenga un punto débil. La luz, allí, enceguece.
Con esta novela, Oz se erige como un esteta de la imaginación. Desde los márgenes de la literatura –que si la cafetería, que si la presentación de un libro– retrata a un autor que imagina historias, y esa es la trama y su forma. Desde la periferia, reflexiona sobre la recepción de un libro escribiendo uno. Y arroja una pregunta al lector, que, cortesía de la casa, responde. ¿Para qué escribir lo que se imagina? Para eso, para que exista. ~