A uno que pensé que ya lo habría resuelto le pregunté cómo se podía combinar el ejercicio de la escritura, que siempre se dice que te aboca a una vida solitaria, con el trato constante y genuino con los demás. Me contestó que por qué buscaba eso, que por qué ir detrás de un equilibrio. Que hiciese lo que pudiese y que ya se iría colocando todo.
A veces imagino el escribir como una actividad espeleológica, en la que vas descendiendo a estratos no explorados y luego emerges con lo que hayas encontrado a ciegas y que solo podrás apreciar una vez fuera. Otras veces es como estar en un prado lleno de flores con la intención de hacer un ramo. Eliges unas y desechas otras. Hay algunas flores que cortas y luego tirarás, etcétera. Todas esas posibilidades. Ahora me interesa más la espeleología. En cierto modo, al pasear por el prado ya has visto el ramo que vas a hacer, disperso. Aquí, cuevas y flores representan dos variedades suaves de caza. O de decoración: cambiar cosas de sitio. Supongo que es posible abandonar una técnica por otra sin darse cuenta, y no en un plazo de años sino incluso en un mismo texto. Pero esa coma explicativa detrás de “espeleológica”.
La teoría más famosa de Hemingway es la del iceberg. Se refiere a la estructura del cuento, pero es casi una descripción que valdría para cualquier otra actividad, valdría para un modista, valdría para la cocina, vale para hablar unos con otros. Me parece más específicamente literario su consejo sobre dejar a medias la última frase que escribas cada día, para así tener un continuo sobre el que seguir trabajando al día siguiente. Recomienda además no hablar sobre lo que estás escribiendo, para no perder energía ni el gusto por la historia. También está ese tipo de cineasta que no quiere escribir antes, porque entonces qué sentido tiene rodar.
Los guiones muchas veces se escriben a medias. Llegas a un lugar donde te encuentras con el otro. No es necesariamente el punto medio. Y también cualquiera que lea algo que has escrito te ha convocado a un punto común. Al escribir tenemos que describirle con la mayor precisión ese punto común en el que nos vamos a encontrar. Hacer el esfuerzo de pensar en el otro. Quizá ahí se pueda practicar un trato constante y genuino. Siempre se piensa en el otro cuando se escribe, y esa es la razón de muchas ambigüedades. Cientos de páginas sobre “escribir para sí”. Hay quien dice que hay que tener una sola persona en la cabeza, escribir solo para ella. También se puede escribir para que nos comprendan nuestros antepasados, de manera tal que ellos pudiesen habernos comprendido.
Al escribir, usar varios criterios a la vez. Empezar acechando una imagen y ponerse de pronto a seguir un ritmo, cambiar la imagen en seguida y sin aviso por, por ejemplo, la sonoridad de las palabras. Desechar el sentido por el tono. Perseguir una idea hasta su madriguera. Olvidar lo que perseguías e ir despistándote con todo lo que te sale al paso. ¿Por qué comparo escribir con un paseo?
Se escribe con palabras: lo advertía Nabokov. Pero hay que agarrarse a otra cosa. A la vez es eficaz fijarse en una imagen interna y conseguir mantenerla, y es eficaz que lo que contamos haya existido antes, en la forma que sea, para que el texto transmita algo verdadero. Muchos actores dicen eso cuando hablan de su oficio, y lo que pueda tener de actuación la literatura tiene que ver con conseguir mantener esa imagen interna hasta que se ha acabado de escribir.
Cuando se habla sobre la escritura como trabajo físico, siempre me viene la imagen del médico interpretado por François Truffaut en su película El pequeño salvaje, porque me impresionó ver que escribía de pie, durante horas, en un pupitre elevado. Escribir de pie obliga a una tensión diferente y a la fuerza tiene que afectar a lo que se escribe. Influye también en el tiempo que se le dedica a escribir. La luz eléctrica y escribir hasta que se va la luz. En las cartas que le escribe a Anaïs Nin desde Corfú, alojado en casa de Lawrence Durrell, Henry Miller cuenta que cuando por la noche se meten en la cama leen hasta que se consume la vela. Cuando se apaga se duermen. También le cuenta que se bañan desnudos, que beben retsina y que no escriben nada. Cuando era joven, Alice Munro, como otras escritoras con hijos, escribía por la noche, cuando todos se habían dormido, o por la mañana antes de que se levantasen. El vigor del cuerpo y el tono del día, alegre o triste, están también en lo que se escribe.
A veces se escribe porque no se puede estar en otro sitio. En la cárcel, claro, pero también en el hospital o en clase. El malestar y la jaula pueden combatirse dándoles vueltas a los versos y a las frases. Luego, cuando uno ya puede entrar y salir libremente, no hace falta intentar aplacar el malestar por ese medio: te vas a la calle a airearte y a veces se te pasa.
Algo que también sirve para cualquier otra actividad: ser capaz de olvidar que eres tú quien escribe, olvidar todas las suposiciones y poder concentrarte en que cada frase contiene la siguiente, en que no hay más que engarzar la secuencia de palabras que no podía seguir de otra manera. Qué dice esto sobre el famoso mono que si tuviese todo el tiempo del mundo acabaría tecleando el Quijote.
Y dos frases maravillosas que leí en el periódico, como un regalo que nos deslizaran a escondidas. La primera de las noticias, de hace unos días, decía que “los pescadores vuelven a faenar en un mar de dudas”. Qué pescados serán esos. La otra era una noticia local sobre unos vecinos que llevaban años teniendo problemas porque uno ponía la música muy alta por las noches y no dejaba dormir al otro. Por fin había habido un juicio y el noctámbulo iba a tener que indemnizar a su vecino. Acababa la nota: “el condenado encendía el tocadiscos a las tres de la madrugada”.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).