En la sección de artes ocultas

La búsqueda del libro oculto siempre es novelesca y, si sobrevive a su propio entusiasmo, el nigromante fracasado se convierte en coleccionista.
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En la sección de artes ocultas de la biblioteca están los libros de alquimia y cábala, los tratados de astrología y los manuales de tarot, las biografías de nigromantes, magos y locos ilustres, las colecciones de láminas sobre la piedra filosofal y la obra magna, los inventarios de serafines y archidiablos, las cartas astrales, las páginas en lengua planetaria, las escritas con tinta invisible, las de caracteres al revés o para cuya lectura es necesario un vidrio prodigioso. También están los códices inclasificables –mapas apócrifos o de regiones transparentes– o aquellos que el bibliotecario no supo catalogar con mayor precisión, como la vida de un falso Pitágoras o de un verdadero Fulcanelli. Cosmogonías, farmacopeas, bestiarios, grimorios, profecías, seudónimos, anagramas y palíndromos. ¿Qué no se descubre en la sección de artes ocultas? 

Para llegar a los libros secretos hay que subir a la tercera planta de la Casa de las Conchas. El antiguo palacio plateresco, que fue mansión del rector Maldonado y cárcel de la universidad de Salamanca, es hoy una biblioteca. Ubicada frente a la Clerecía –el bicorne colegio jesuita–, a la Casa conducen cuatro caminos. El primero nace en el puente romano sobre el Tormes y pasa por el convento de los dominicos, frente al cual hay un café donde se lee muy bien en invierno; el segundo avanza desde la Plaza Mayor; el tercero parte de las catedrales, cuyas torres nunca se pierden de vista; y el último –y más recomendable– es la calle de la Compañía, donde bullen los bares para estudiantes y las librerías de viejo. 

La Casa de las Conchas no solo es el centro de una encrucijada –hogar por excelencia de monstruos y fantasmas– sino el ojo del vendaval de catedráticos, viajeros, mercaderes, músicos ambulantes, charlatanes y escolares que pueblan Salamanca. Que el vértice de la ciudad sea una biblioteca no tiene nada de romántico. Al fin y al cabo, antaño fue también prisión y residencia; mañana quién sabe qué será. 

A primera vista, hay algo deforme en el edificio, algo que lo hace ideal para guardar volúmenes de magia y esoterismo. Por los aleros se asoman gárgolas y leones con el costillar gastado. Hay puertas falsas o excesivamente pequeñas, y tras una reja se deja tocar una escalera de caracol cuya textura es porosa, como la de un coral. El techo del último piso, al cual se accede atravesando una especie de gabinete secreto, recuerda al espinazo de un pez muy viejo. Los emblemas marinos, las paredes de arrecife, las conchas de la fachada –que, según la leyenda, ocultaban perlas o monedas–, ¿no son la advertencia de que se entró al estómago de la ballena? 

El silencio es perfecto en la sección de artes ocultas. El bullicio se apaga, excepto por una ventana minúscula. Más abajo, en la Rúa Mayor, se oye a un mendigo pedir limosna de forma rítmica y desesperada. La palabra repetida, desde el rezo budista o la letanía ortodoxa, frena el tiempo. Abandonado a su suerte en ese bucle, el lector de ocultismo extrae del anaquel varios epítomes. Los títulos, a su manera, ya lo dicen todo. Los cuatro tratados herméticos, Museo de la alquimia y de la mística, Vidas de nigromantes, El arte del tarot… ¿Por qué los libros ocultos ejercen tanto magnetismo sobre el lector, no importa si es creyente o escéptico, iniciado o profano, desencantado o entusiasta? La respuesta está en la naturaleza  misma del secreto que proponen: Siempre anunciado, nunca enunciado –según la regla de Eco en Los límites de la interpretación–. Para ser efectivo, un misterio nunca puede dejar de serlo, pero como no se puede prolongar eternamente el truco, es preciso ofrecer algo. Un cascarón, una forma, un juego, un gesto. Nadie es inmune a la promesa de un viaje a la región de la que ningún hombre ha vuelto. 

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La invitación al escape seduce a cualquier lector. ¿No es eso lo que se le exige a una buena novela? El libro de ciencias ocultas asegura al iniciado que podrá entrar, si bien no de inmediato, en el jardín de las delicias. Que sólo él tendrá acceso a un laberinto de verdades. “Comprender este libro es transformarse”, dice la contracubierta de un tratado cosmogónico. Las fronteras de ese mundo enigmático, como las de la propia sección de artes ocultas, son confusas. ¿Dónde empieza lo irreal y dónde la ciencia? ¿Cómo clasificar un volumen que estudia el esoterismo en Pitágoras o una interpretación literal del poema de Parménides? ¿Las conjeturas fantásticas sobre la muerte pertenecen al terreno de la psicología, al de la metafísica o al de la monserga espiritista? ¿Qué marbete se coloca a los folletos rosacruces? 

La clasificación técnica en el sistema Dewey es 130, que engloba la parapsicología, el ocultismo y los fenómenos paranormales. La vecindad numérica con otras disciplinas casi afines es reveladora. Inmediatamente próximos están los volúmenes sobre el idealismo filosófico (140), los estudios sobre el infinito (125, aunque ya no se usa), lo inconsciente y lo subconsciente (127) y el origen y destino de las almas (129). La contigüidad teórica tiene un correlato físico. No es raro que el bibliotecario distraído o el lector de mala fe trastorne el orden de la estantería y coloque, al lado de un tratado de astrología, el Fedro de Platón, o bien, junto al Fama Fraternitatis de Christian Rosenkreuz, algún título de Stephen Hawking. Todo libro enigmático o vagabundo es susceptible de recalar allí. 

En el seno de la sección 130 también se dan batallas de catalogación. Otros bloques han saqueado y vaciado de su contenido a varias subclasificaciones. Ya no hay nada en la categoría 132, sobre desórdenes mentales, ni en la 136, sobre las características del cerebro. Sí permanecen –a salvo de la filología y la gramática– los sueños misteriosos, la grafología adivinatoria y la parapsicología, si bien esta perdió todo lo relativo al mesmerismo y la clarividencia. 

Por último, si el lector tiene paciencia para revisar todo el manual de Dewey, encontrará libros de artes ocultas en anaqueles remotos. En el estante 115 están los volúmenes que hablan del tiempo y en el 209 las descripciones de sectas y órdenes secretas. Las demonologías y otras formas del mal van al armario 216, mientras que en el 235 se cataloga multitud de otros seres espirituales. Hay nombres célebres que, a la fuerza, se han introducido en el reino 130 para consolidar su tradición. Es el caso de varios filósofos, como Pitágoras o Ramón Llull, personajes tan neblinosos como Merlín, Simón el Mago o Fausto, o extravagantes como Dalí o Jean Cocteau. 

A partir del 090 el lector, perdido ya en el interior del espejo, verá todo tipo de manuscritos y códices raros; en el 098 los títulos prohibidos y falsificaciones altamente elaboradas –que en inglés se expresan con una palabra juguetona, hoax–; en el 099, los libros gigantes o invisibles o microscópicos. En el confín de la biblioteca, con el número 999, están los textos que hablan sobre extraterrestres. 

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La letra, el estilo, la lengua de los libros de ocultismo es casi siempre torpe. El alquimista prefiere sus láminas; el mago, el gesto; la bruja, el escueto grimorio. La máxima victoria de la imagen sobre la palabra es el tarot. Unos cuantos nombres al pie de las cartas –el Loco, el Diablo, la Torre– no agotan el simbolismo del dibujo, la combinatoria de arcanos mayores y menores que tanto fascinó a Italo Calvino. No hay libro de alquimia que no esté profusamente ilustrado con figuras y diagramas. La instrucción sobre la gran obra es al mismo tiempo galería y recetario, mapa y oración. Entre el arte y la mentira, se intenta trazar un método. 

Pero a medida que el sentido se esfuma –nunca se da con la piedra filosofal ni con el elixir de la larga vida; los calderos quedan agujereados y podridos, como los de José Arcadio Buendía– sobrevive la imagen. Mujeres desnudas que sostienen un cántaro o un relicario, cartas celestes, ruedas y engranajes –para el iniciado, el mundo es una maquinaria–, anfisbenas y salamandras, hornos y alambiques. El sexo emana de los grabados prohibidos: del falo del moribundo nace un árbol, la diablesa de grandes tetas desgarra la sotana del clérigo. La música se esparce por las esferas, los planetas vibran. Hasta los esquemas científicos quedan asimilados por lo oculto; la geometría, la química, la astronomía, todo se canibaliza en las páginas del nigromante. 

El símbolo habla solo, o mejor dicho, no habla. El tratado más famoso de alquimia es el Mutus Liber, el Libro Mudo, que apenas contiene unas líneas en su portadilla. Nada se compara, para el lector sencillo –y también, sin duda, para el denso–, con el hechizo silencioso del manuscrito Voynich, guardado en la biblioteca Beinecke de Yale. 

Todas las bibliotecas tienen su libro hermético, aunque no se le reconozca como tal. En La Habana, Eliseo Diego encontró un polvoriento catálogo de imprenta de 1836. Su dueño, Boloña, un oscuro editor colonial, había reunido cientos de viñetas que el mismo Diego acabó usando para confeccionar un poemario, Muestrario del mundo. Sin embargo, no se ocupó de una veintena de láminas –dibujadas por la misma mano– que figuraban en el centro del catálogo. En la colección de Boloña, esos grabados son los arcanos mayores. Parecen describir un relato del que ahora solo queda el contorno o el esqueleto. Sin embargo, es evidente que se trata de algún tipo de viaje iniciático. Rectangulares, de formato menudo, las imágenes tienen un protagonista que atraviesa ciudades y laberintos, lo pican las abejas, conversa con hilanderas, apunta al cielo y a la tierra –como el Mago del tarot– y, con un manto de rosas, entra a un pasadizo que recuerda bastante al de las instrucciones alquímicas. ¿Cuál fue la intención original de estas láminas? ¿Cómo fueron a parar a una imprenta habanera? ¿Era Boloña un nigromante o un aprendiz de brujo? Ante la imposibilidad de descifrar el sentido histórico de los grabados, queda escribir su novela. “La imprenta dicen que es símbolo de la eternidad”, escribe Boloña al inicio de su catálogo. “Lo que pronuncia la voz pasa y se olvida, pero lo que se escribe se perpetúa; con mayor razón podemos decir lo mismo por lo que se imprime”.   

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La búsqueda del libro oculto siempre es novelesca y, si sobrevive a su propio entusiasmo, el nigromante fracasado se convierte en coleccionista. Como objeto material, un tratado de alquimia o un lapidario místico suelen tener un valor estético superior al de otros volúmenes. Lo mismo vale para quien recolecta péndulos de radiestesia, varillas de zahorí, mandiles y joyas masónicas, puñales de rosacruz, cuarzos y ojos de tigre. Elevada al paroxismo, la fiebre de los objetos imposibles puede llevar al coleccionista a buscar los hrönir de Tlön o el librito Sobre el uso de los espejos en el juego de ajedrez, escrito por Milo Temesvar. Como la escritura es al mismo tiempo medicina y veneno, la bibliomanía llega a ser patológica. 

En la Casa de las Conchas, el aire puede estancarse dentro de la sección de artes ocultas. La calefacción es agresiva y no se respira bien. El lector vuelve a las calles de la ciudad. Desde la Celestina hasta Espronceda, Salamanca es el reino ideal para la conversación con los diablos. A pocos pasos del palacio plateresco está la cueva donde, según las leyendas, Satanás había instaurado su propia universidad. Los supersticiosos tapiaron la entrada del recinto, y hoy solo queda una pequeña escalera de piedra que, por cierto, no huele a azufre. Quién sabe cuántos estudiantes se han arrodillado en la cueva pidiéndole al demonio buenas notas o lecciones de astucia. Salamanca es la ciudad de la razón y el ajedrez –el primer libro moderno sobre el juego se imprimió allí en 1497– pero también del ocultismo y la cábala, como Toledo. 

Salamanca y salamandra riman, tanto que la lengua suele trastornarlas y ofrece a la villa los atributos del lagarto de fuego. Para demostrarlo –o como burla contra los no iniciados– en la Casa de las Conchas han organizado una exposición, De grammatica animalis. Las letras del alfabeto, emblema de la ciudad y su universidad, se transforman en un bestiario de la imaginación. Su autor los llama animagramas, monstruos que están a punto de merendar a los lectores indiscretos. Es un sueño maravilloso y ridículo: la sección de artes ocultas se ha desatado sobre la tierra. 

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Nació en Cuba y es escritor. Ha publicado 'El fin del juego' (Ediciones del viento), con la que ganó el Premio Ciudad de Salamanca en 2022.


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