Entrevista a Enrique Murillo: “Este país merecía tener buena información sobre los tejemanejes editoriales”

En su libro de memorias, el editor Enrique Murillo cuenta los entresijos de una industria cuyo funcionamiento conoce como pocos.
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Enrique Murillo (Barcelona, 1944) ha estremecido el universo literario con sus memorias: Personaje secundario. La oscura trastienda de la edición, que publica la editorial Trama, de Manuel Ortuño. Murillo, lector y editor, traductor y escritor, entre otras cosas, ha trabajado en Anagrama, en Plaza & Janés, en Planeta y Alfaguara, y ha sido coordinador de Babelia, el suplemento literario de El País. Y no solo eso: decidió asumir la aventura de editor puro con Los libros del lince.

¿De qué necesidad parte Personaje secundario: de la necesidad de contarse, de la imperiosa necesidad de un ajuste de cuentas, del afán de esclarecer, de la urgencia de la reflexión, del rencor, de la lucidez…?

Para tratar de entender qué quería hacer, escribí hacia 2016 un prólogo de cuarenta páginas que dejé en unas tres o cuatro en mi reescritura final. Necesitaba entender una vida volcada en la literatura y en la edición, dos cosas que a veces se solapan, y a menudo no tienen nada que ver. Y rectificar algunas historias mal contadas en donde yo intervenía, siempre como personaje secundario. Hay un afán periodístico también, levantar alfombras, permitir que escritores, periodistas, libreros, lectores, entendieran bien qué es la edición. Por qué es un negocio, y debe serlo (aunque no es necesaria la codicia). Por qué es un oficio tan bello, pues permite descubrir y proyectar socialmente el talento.

¿Qué fue más determinante para usted: la Universidad de Navarra o su estancia en Londres?

La universidad me permitió salir de casa, medir mis fuerzas, encontrar a uno de los primeros faros hacia los libros más interesantes, que fue Félix de Azúa. Pero Londres supuso ver un mundo en el que la sociedad no tenía miedo, como en la España de Franco, sino libertad: de costumbres, de relaciones (sexuales y otras). La creatividad nueva de la música pop… Un país en donde podías usar las luces largas para dar paso al otro coche que llegaba a un cruce, cuando en España servían para decirle al otro: “Aparta , imbécil, que voy yo.”

Parece claro que un editor no nace, se hace. ¿Qué fue primero, lector, traductor, editor, escritor, y qué cree que sigue siendo en el fondo?

He formado a editores durante veinte años en un máster de edición que creé en la universidad, pero como una Formación Profesional (FP), pues eso es lo que puedes enseñar: los oficios de la edición. La intuición literaria, la intuición comercial…, eso no se puede enseñar. Viene de tus lecturas. Todo empieza por la pasión lectora, en mi caso omnívora. Leí de todo desde pequeño. Era mi flotador en un mundo gris plomo, la España franquista de los cuarenta y cincuenta. Leer me liberaba de la depresión.

¿Qué le debe a Carlos Barral, qué tipo de editor sería para usted?

Es el modelo del editor intelectual. No fue un buen publisher, no tenía ni idea del negocio editorial, y por eso le echaron de Seix Barral, y por eso hundió Barral editores. Su prosa y su poesía muestran la finura de su mente. Pero no entendió bien que la edición no debe imponerse, sino comprender la sociedad en la que publicas.

Sigo con las deudas o las sensaciones. ¿Qué ha significado en su vida la Zaragoza de finales de los sesenta? ¿Qué aprendió en la ciudad y cómo valora con el paso del tiempo la experiencia y la figura del cineasta José Antonio Maenza, del que han escrito muchos, entre ellos Vicente Molina Foix o Enrique Vila-Matas?

Soy un catalán medio. Es decir que vengo de raíces mezcladas. Si tengo poco acento catalán, si puedo traducir del inglés sin haberlo estudiado en una academia, es porque a los tres años me mandaban mis padres a pasar el domingo en casa de Paquita y Juan, mis abuelos de Binéfar. Soy bilingüe casi de nacimiento, trilingüe luego. Ella llegó a Barcelona como modistilla y terminó diseñando vestidos de noche para el Liceo y las fiestas y bodas. Incluso tenía firma, Paquita Mauri de Murillo. Alguien debería estudiar lo que significaron aquellos primeros momentos de la alta costura que ni siquiera tenía ese nombre. Juan, su marido, era cocinero e hizo las Américas para regresar con dinero ahorrado. Otro tipo muy singular. Con esos antecedentes, llegué a Zaragoza para hacer el servicio militar obligatorio a finales de 1967. Un año y medio, casi todo el 68 en la ciudad. Conocí a José-Carlos Mainer, que me dio el relevo en mi empleo de redactor único de una revista para la tropa. Él me aconsejó leer a Juan Benet; yo le aconsejé leer a José María Guelbenzu. Y luego conocí a Antonio Maenza, un segundo faro en mi vida. Con él recuperé mi visión muy politizada de la vida. No tanto hacer política sino impregnar todo lo que haces de una visión política de la vida cotidiana. Todo el año más metido en el cine que en la mili…

Diez años en Anagrama, lo dio todo: cuarenta libros traducidos, lector único, prácticamente, buenos consejos, como la recomendación de La conjura de los necios. ¿Qué cree que ha sido lo más importante de su aportación?

Creo que fui decisivo en un 30% de las publicaciones de esos años de la nueva Anagrama literaria, pues antes era otra clase de editorial. Di el sí decisivo al libro que fue la columna vertebral financiera de la editorial: La conjura de los necios. Fui su primer lector en España y en Europa. Como único lector de los manuscritos del premio Herralde, le di también al sello a un gran escritor entonces desconocido, Álvaro Pombo. Y en inglés, como principal lector, le di toda la nueva generación británica y norteamericana, de Martin Amis y Richard Ford en adelante. Y a muchos los traduje yo. También fui decisivo en la recuperación de Vladimir Nabokov, a quien también traduje. Y fui el obstáculo que retrasó dos años la publicación de Raymond Carver, que a mí sigue sin gustarme. Creo que la parte que me corresponde por mis informes, tanto en Panorama de narrativas como en Narrativas hispánicas se caracteriza por un grado elevado de coherencia. Yo tenía una idea: cambiar la historia de la novela española.

Parecía una idea ambiciosa…

Sí. Para ello, potencié autores que eran capaces de contar historias en el intento propio de la novela del siglo XX de aclarar qué es el ser humano, por qué es él mismo su principal enemigo, por qué no sabemos nada de nosotros mismos. Y para eso potencié ciertos autores españoles y ciertos ingleses y norteamericanos.

Diez años sin contrato, siendo tan importante en el sello. ¿Fue una venganza de Herralde, tacañería, un desencuentro por modales? Es crítico con Jorge Herralde, pero también lo pondera y, en cierto modo, lo elogia.

Herralde era en cierto modo lo contrario que Barral. Sin conceptos de historia literaria, sin una lectura profunda del siglo XX literario, supo en cambio convertirse a partir de 1980 en un publisher excepcional, capaz de concentrar información y acertar en el cambio de la sociedad española, harta ya de tanto ensayo humanístico o estructuralista, y ávida de lo que se lee primordialmente en Europa y EEUU: novela. Elogio lo elogiable, que es muchísimo. Y critico lo que eran sus carencias. En lo empresarial, puedo criticar el hecho de que se negara a hacerme contrato laboral. Yo llevaba, en parte por cosas mías, catorce años sin que me alcanzara a cotizar en la seguridad social, pese a trabajar diez horas diarias, más cinco o seis los sábados y los domingos. Habiéndole ayudado a consolidar financieramente la empresa con algunos aciertos clave en la elección de títulos, ¿por qué se negó a hacerme un contrato, cuando estaba contratando a otros empleados gracias a las ventas de unos cuantos títulos que solo publicó por mi informe positivo?

Desvela, y creo que es la primera vez que se hace con tanta profundidad y con datos tan nuevos, las diferencias entre Herralde y Marías. Fueron 8.000 ejemplares escamoteados. ¿Sabe quién tenía razón?

Marías dudaba de que le estuvieran diciendo cuánto vendía en realidad Corazón tan blanco. Ahí empezó el conflicto. Me telefoneaba y consultaba a mí, aquel amigo suyo que ocupaba un cargo de dirección editorial en una multinacional (Plaza & Janés, de Bertelsmann). “Tú, que sabes de estas cosas, ¿te parece lógico…?”. Él estaba ya tan encendido que jamás alenté sus dudas. Pero su hipótesis sobre un presunto fallo en las liquidaciones de esa novela era lógica: si de un libro que lleva cincuenta y cinco mil ejemplares impresos reimprimes otros cinco mil en octubre, con las ventas navideñas por delante, ¿cómo declaras en marzo siguiente unas ventas que no solamente no incluyen ni una parte de esos ejemplares de octubre, sino ni siquiera la totalidad de los cincuenta y cinco mil anteriores? Ahí empezó el problema que siguió durante años, siempre larvado, nunca públicamente. Cuando Marías terminó Mañana en la batalla piensa en mí, recibió ofertas: veinticinco millones de pesetas (ciento cincuenta mil euros de hoy) de Rafael Borrás (el premio Planeta); quince millones de su amigo editor de Plaza & Janés, una oferta de Juan Cruz desde Alfaguara. Y firmó con Anagrama por unos siete u ocho millones. Y porque a Herralde le dolió ese dinero, lanzó un insulto tremendo a través de un periodista: dijo que los autores eran unos “peseteros”. Fue la primera noticia pública de una discusión iniciada años atrás.

Da la sensación de que a usted eso le sorprendió. 

Lo que en mi libro me pregunto es cómo Herralde no reaccionó bien a las primeras quejas. Era muy sencillo decir que se había equivocado el contable, que en realidad había vendido unos pocos miles más, y liquidar lo que fuera. Poco más tarde, el editor se embolsó los royalties de trescientos mil ejemplares de la edición alemana de Corazón tan blanco, pues por contrato tenía un 30% de comisión por las ventas a otros idiomas de esa novela y de todas las de autores españoles sin agente…  La pregunta es: ¿por qué no podía ceder, qué es lo que Herralde temía? Lo dejo en el aire.

Lo avanzaba ya antes. Hay una clave en su vida: la creación o el impulso de un nuevo concepto literario: la “Nueva Narrativa Española”. ¿Qué significaba, qué aportaban los nuevos autores?

Como decía Ramiro Pinilla, “los españoles no saben contar historias, las dicen”. Lo que yo traté de impulsar desde mi puesto con algún grado de autoridad en Anagrama fue una narrativa que se olvidara del costumbrismo, del casticismo y del postvanguardismo. Que utilizara la narración para hacerse preguntas en lugar de difundir respuestas. Que hiciera lo que estaba haciendo la novela europea desde Kafka. Que mediante la narración de historias tratara de preguntarse acerca de las contradicciones del ser humano, que buscara una explicación de la tragedia que son nuestras vidas. Le di un nombre al fenómeno que inició esta nueva clase de narrativa, y traté incluso de definir qué era. Y publiqué entonces, y luego, sucesivas generaciones de autores que iban en esa línea: desde Álvaro Pombo, Adelaida García Morales, Javier Marías y Rafael Chirbes en Anagrama, hasta Félix Romeo, Ray Loriga, etcétera en Plaza & Janés; y Marina Perezagua, Raquel Taranilla, Antonio Ansón…, etc., en Los libros del lince. Yo tenía una visión, acertada o no, y publiqué durante decenios con cierta coherencia. 

Había varios aragoneses en la apuesta inicial: Javier Tomeo, al que publicó, Ignacio Martínez de Pisón, Soledad Puértolas, José María Conget. ¿Cuál es su opinión sobre ellos, qué relación tuvieron?

Con Tomeo, de amistad al poco tiempo. Adoraba a Fe Blasco, mi segunda esposa. Venía a casa a echar la siesta durante los tres años que vivimos en Madrid. Sus orígenes eran vecinos, un par de aldeas al norte de Huesca. Cuando quería cobrar un buen anticipo, me ofrecía novelas, sobre todo en Plaza & Janés. A Pisón le descubrí como escritor leyendo manuscritos en Anagrama. Siempre hemos tenido una buena relación, aunque yo no pude participar en la vida literaria nocturna a la que él se incorporó, trabajaba demasiadas horas y no podía trasnochar. Puértolas fue una recomendación a Herralde del académico Paco Rico. Y Herralde procuraba ocultarme a los autores que venían recomendados por otros. Con Soledad nos conocemos, y le publiqué un libro por mi cuenta en las colecciones que hice para Círculo de Lectores. Nueva Narrativa Española, claro. No conocí a José María Conget ni le publiqué, pero siempre me ha interesado su obra.

Por cierto, entre sus errores, y reconoce alguno entre ellos, no creyó en Irene Vallejo. ¿Cómo fue eso?

Mi amigo Juan Marín, a quien incorporé como crítico en El País, me llamó un día y me pidió que viera la obra de una joven que también publicaba columnas en Heraldo de Aragón. Le pedí a aquella desconocida que me enviara lo que quisiera que yo leyese, estando ya en Los libros del lince. Una vez leídos un cuento y un arranque de novela, pasó a verme por la oficina de la editorial en Barcelona. Le dije la verdad de lo que pensaba, como he hecho siempre con escritores, nuevos o veteranos. El cuento demostraba grandes cualidades narrativas. La novela no funcionaba bien. La animé a seguir escribiendo. Y no supe de ella nada más hasta muchísimo más adelante.

Hasta El infinito en un junco, claro…

Su libro de ventas internacionales extraordinarias, en sellos muy importantes, como Siruela en España, El infinito en un junco, muestra con creces esa capacidad narrativa. Que, además, se mantiene una vez traducido, cosa muy difícil. Lo más gracioso es que es un megabestseller que nadie vio como tal, de la misma manera que ocurrió con La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón. En su editorial aragonesa, Contraseña, le aconsejaron buscar otra editorial (ellos no podían asumir el coste elevadísimo de imprimir ese libro tan extenso). Y en Siruela aceptaron publicarlo, pero con una tirada inicial inferior a los 3.000 ejemplares. Y en Planeta, de La sombra del viento también sacaron una primera edición de eso, unos 3.000. Vamos, ¡que todo el mundo sabía que esos libros iban a romper récords mundiales!

Va a Plaza & Janés, y tiene varios éxitos importantes, entre ellos el de El Rey de Vilallonga, y la publicación del joven Félix Romeo. Un consolidado y un rebelde con una capacidad literaria increíble, a los que se sumaron otros nombres: Ray Loriga, entre ellos. ¿Cómo vivió eso?

Cuando fui contratado por Plaza & Janés, ni el director general que me nombró director editorial sabía hasta qué punto la empresa estaba en quiebra. Cuando empezó a vislumbrar la verdad, me dijo que si bien inicialmente quiso que llevara yo la dirección editorial porque venía de Anagrama y esa empresa ganaba más dinero que Planeta, y que por tanto quería que hiciese una colección literaria que produjera beneficios…, en ese momento todo había cambiado. “Tienes que hacer solo libros de gran venta, o nos echan a los dos dentro de un año y pico”. Y comencé a contratar lo que llamé libros-acontecimiento. Así que aquel purista de la narratividad literaria se transformó de repente en un cazador de bestsellers. Y, cosa que yo no sabía, resultó que era un talento extraño que sí poseía. Con una media docena de libros vendimos dos millones de ejemplares. Salvamos, entre mi jefe y yo, una empresa, y los sueldos de más de doscientos empleados. No nos vendieron a Planeta…, esto suponía un desgaste personal enorme, pero mi jefe me dio carta blanca, y formé un equipo de editores que eran además escritores y lectores, y que aprendieron conmigo el oficio. Gracias a ellos, sobre todo Carlos Pujol Lagarriga y Robert Fernández Sastre, pude liberar mucho tiempo y dedicarme a la nueva tarea que me encomendaron. Pero también tuve tiempo para incorporar a Félix Romeo, a quien conocía como lector omnívoro desde hacía algún tiempo. Había publicado en una pequeña editorial aragonesa, Mira, Dibujos animados, y le propuse hacer una edición en Ave Fénix. Serie mayor, nuestra colección literaria de Plaza, donde ya triunfaba Loriga. Aceptó, y así fue. Félix formaba parte de cierta minoría de escritores jovencísimos españoles que leyeron en 1984 El secreto del arte, mi primera obra de ficción, que para muchos de aquellos principiantes fue una inspiración: se podía escribir en español de otra manera, se podían contar historias de fantasmas sin desdoro. Y, encima, yo era el editor que les iba a conseguir muchos lectores…

Ahí descubrió “las malas costumbres medievales”, las dobles cuentas, las ventas reales y las malas, declaradas y rebajadas. ¿Pasaba solo ahí, en Plaza & Janés, o en todas partes, o casi?

Hay muchos testimonios de editores que hablan de cierto pasado en el que los editores españoles engañaban a los autores en cuanto a las ventas, para ahorrarse parte de los royalties. Lo que encontré por azar en Plaza & Janés, una contabilidad a mano con dos cifras de venta por cada libro de los cientos publicados por esa gran empresa durante los años de Bertelsmann, era una monstruosidad que confirmaba la sospecha generalizada. En una columna figuraba la cifra real de ventas. En otra, la cifra declarada a los autores, muy inferior. Es lo que Javier Marías sospechaba. La misma sospecha que hizo que Carmen Balcells creara en los sesenta una agencia y defendiera a los autores de esa tropelía. Yo hablo de lo que tuve en mis manos. Pero hay testigos que hablan de una cierta generalización de esa práctica. La misma que hacía gritar a Goethe con desesperación: “Que todos los impresores se vayan al infierno”. Recordemos que hasta mediados o finales del XIX, los impresores ejercían de editores.

¿Le debe algo Planeta, y especialmente el Premio Planeta? ¿Hay algo que le emocione de sus años en el sello?

Tras cinco años en Plaza & Janés, empresa que contribuí a salvar y de la que me despidieron (cierto ejecutivillo sabía que ni por encima de mi cadáver iba a permitir que hiciera cierto negocio sucio a costa de las finanzas de la empresa), acepté la oferta de Planeta, de donde también salí despedido por las malas artes de otro ejecutivillo. Ymelda Navajo quería un director editorial que vendiera cientos de miles de ejemplares, pero durante todos esos años jamás acepté sus nombramientos. Ella me bajaba el sueldo, pero nos llevábamos muy bien. Como el Premio Planeta, que es mucho más difícil de llevar que lo que pueda pensar la gente, estaba perdiendo dinero desde hacía algún tiempo, me ordenó que yo me encargase de hacerlo cierto año. Y con el autor que elegí y al que ayudé a terminar una novela apenas empezada, conseguimos un récord de ventas. Fue un tiempo de cierta relajación tras la barbaridad de trabajo que Plaza supuso. Me gustó contratar un libro que desde entonces ha tenido muchísimas ventas en muy diversas ediciones. El que cuenta el triunfo de Shackelton como expedicionario a la Antártida: no consiguió ni siquiera pisarla por culpa de un invierno muy temprano, en 1914. Pero logró salvar a toda la tripulación. Uno es editor porque ha leído, y recuerda las emociones intelectuales o sentimentales de la lectura, desde su infancia. A mí me gustaba Jules Verne y su capitán Hatteras, explorador del polo norte. Por eso me enganchó la historia del explorador británico. Así es de maravilloso el oficio de editor. 

Dirigió Babelia, no aceptaron su nombre para el suplemento y fue cuestionado. ¿Siente algún rencor, apunta a alguien al contar la incomprensión?

Tenían mucha razón en no confiar demasiado en mí tras haber dedicado meses a convencerme de que entrara en el proyecto del nuevo suplemento cultural de El País. Yo era un tipo díscolo. Cuando el director me amenazó con despedirme por haber puesto en portada del suplemento un “libro escandaloso”, y le pregunté a qué se refería, no acepté la bronca y le puse en su sitio. Le expliqué que American Psycho no era escandaloso sino una gran novela, y que el escandalizado era cierto accionista de Simon & Schuster, algún mormón o así, que no entendía qué es literatura. No se trata de vidas de santos, sino de todo lo contrario. Buscaron a alguien más dócil para supervisarme, alguien que no entendía de libros y pretendía cortar un artículo de Milan Kundera… ¡porque era muy largo!  Y vi que mi vida allí sería una tortura. Acepté la primera oferta que me hicieron, y me fui. Se diría que el hecho de que en Personaje secundario cuente estas cosas no ha gustado mucho en esa casa. Pues lo siento, pero escribí este libro para contar la verdad, precisamente porque también tengo espíritu de periodista. 

Apenas tres años y pico en Alfaguara. ¿Qué rescata, qué autores le conmovieron y defendió de un modo especial?

Fue un embrollo desde el primer momento. Querían publicar lo que ellos llamaban bestsellers, lo que significaba todos esos montones de novelas de género y subgénero, aventuras, thriller, terror, terror médico, etcétera, de las que firmaba una docena de contratos semanales en Plaza. Les conté que eso consistía en contratar, por muchísimo dinero, tres novelas de Follet o de King o de Steele antes de que el autor las escribiera. Y que vendían mucho por la marca. Y que la rentabilidad solo se conseguía no tanto en la venta de la edición de formato caro, sino en bolsillo hecho al estilo massmarket, pues eso significa ventas de siete mil ejemplares anuales durante muchos años. Es ahí donde se gana dinero, si se gana. No teniendo ellos bolsillo, eso era imposible. Les sonó no sé si a chino o a cuchufleta. Pretendían ganar dinero con la edición cara, y encima, poner esos libros en la misma colección que los literarios. Intenté conseguir para ellos libros literarios de gran venta, pero no nos entendíamos. Me echaron, y bien hecho.

Cuenta que Mario Muchnik, cuando fue despedido de Seix Barral, recomendó a Beatriz de Moura, de Tusquets, que publicara a Milan Kundera. Estaba terminando La insoportable levedad del ser, tras no vender nada en Seix Barral. En Tusquets vendió centenares de miles de ejemplares. ¿Es una de las mayores venganzas del mundo editorial español?

Creo que fue por esa razón. Mario cuenta en sus memorias que no hubo modo de acordar un finiquito adecuado cuando entró un nuevo gestor de Planeta, que era propietaria ya del cien por cien de ese sello. Y estaba muy cabreado. Yo supe que recomendó a Herralde Bella del señor, de Albert Cohen, que vendió más de sesenta mil ejemplares. Y deduje que también recomendó, esta vez a Beatriz, que fuese a París y conociera a Kundera. Y así fue cómo consiguió ella el libro más vendido de Tusquets en los ochenta.  

Dice que la sociedad española se está inclinando hacia el puritanismo, la cancelación generalizada. ¿En qué sentido, qué carencias o flaquezas concretas quiere denunciar?

La cultura solo es cultura si en lugar de un solo libro, sea la Biblia, sea el Corán, hay muchos libros. Solo de la ausencia de censura, llámele cancelación, surge el pensamiento, pues solo puede llamarse pensamiento lo que ocurre en una sociedad abierta. No debemos cancelar los escritos de José Antonio Primo de Rivera ni los de Mao Tse-tung. No debemos cancelar ni Lolita ni American Psycho. Incluso mi modesto libro de memorias está siendo objeto de ciertas muy minoritarias cancelaciones, no sé en nombre de qué ni me importa. No lo he escrito para decir lo guapo que soy. Sino porque creo que este país merecía tener buena información sobre los tejemanejes editoriales, lo que se cuenta en un comité de lectura, cómo funcionan las cuentas de la edición… todas esas cosas que los editores españoles no han contado nunca, como dijo en su buenísimo blog el actual agente y exeditor Guillermo Schavelzon. Otro experto, Iñaki Vázquez, sostiene que Personaje secundario es la “historia material” de la edición. Creo que es eso y es más, mucho más. Me gusta cuando Ray Loriga dice que es un libro que está escrito, que es una novela de novelas. La edición es muy interesante, es novelesca, es bellísima también. Y aunque mi libro sea crítico cuando hay que serlo, también es un canto a esa belleza de un oficio extraordinario.

El libro está dedicado a Fe Blasco, su mujer, una maravillosa y personalísima pintora. ¿Cómo ha sido su vida con ella, qué le dio, cómo era?

Fe Blasco y yo vivimos juntos desde 1974 hasta su muerte, hace un año, el pasado 12 de octubre. He comenzado a contar su vida y la mía, en otro libro del género memoir que no tiene fácil traducción, pues no es exactamente el género de las memorias. Dentro de unos años, y espero que no sean tantos como los que ha necesitado España para reconocer de verdad a Maruja Mallo, su obra será conocida. Zaragoza es la ciudad donde, gracias al esfuerzo de los comisarios, María Luisa Grau y Antonio Ansón (una conservadora de arte y un gran novelista), se montó la primera exposición antológica de su obra, Por alegrías y disparates, en el Torreón Fortea.  Otra cosa que debo a la tierra de mis abuelos paternos. No hay vidas tan duras como la de quien padece alguna forma de psicosis, como Fe. Ningún dolor físico es tan terrible como el dolor psíquico. Y ella sobrevivió por dos cosas. 

¿Cuáles? 

La pintura y la terapia. Y la terapia y su vida están en su pintura. En una conferencia estatal de psicoanálisis que se celebrará el próximo febrero en Tarragona, me han pedido montar también una exposición de obras suyas. Sé que, poco a poco, su arte lleno de humor y de tragedia será conocido. Y no porque me interese su notoriedad. Sino porque ella pintó el delirio y pintó la risa, y sin proponérselo añadió no solo mucha belleza al mundo, sino también elementos que permitirán tal vez entender lo incomprensible, que es el mejor motivo que nadie puede tener para dedicarse a esa labor tan solitaria que es la creación artística o literaria.


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