Foto: Secretaría de Cultura Ciudad de México from México, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons

José Agustín: la palabra y la alegría

José Agustín (1944-2024) no fue un obediente hijo de su tiempo: junto con otros, él lo creó, a través de una literatura masivamente leída en México que lo convirtió en uno de nuestros últimos escritores populares.
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Tuve la suerte y la desgracia de leer a José Agustín de joven: suerte, porque descubrí que la literatura también podía ser una fiesta, pura irreverencia, juego y vértigo; desgracia, porque, por más que lo intentara y fingiera, mi juventud jamás iba a ser tan divertida como la de sus personajes. Me consolaba pensando que no era que yo no pusiera de mi parte o no estuviera a la altura, sino que la época no ayudaba: cualquiera podía ser un joven psicodélico, roquero y revolucionario en los sesenta y setenta, mientras que lo que los noventa nos exigían a los jóvenes de entonces era leer libros de autoayuda y votar responsablemente por el liberalismo triunfante al ritmo de la música electrónica.

Fue después cuando caí en la cuenta de que ni siquiera a los personajes de José Agustín les estaba permitida esa diversión sin límites y, de hecho, Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973) puede leerse como yo lo había hecho hasta entonces –como un manual para experimentar la juventud perfecta–, pero también como su refutación, como la prueba de su imposibilidad. Empecé a entender, en buena medida a través de sus novelas, la diferencia entre vida y literatura, y entonces me reconcilié con él: sus libros me habían permitido imaginar que yo también fui joven comme il faut, lo que, paradójicamente, me convertía en uno de sus personajes. De hecho, la tragedia de uno de sus personajes más memorables –el Rafael de Se está haciendo tarde– es querer convertirse en un joven perfecto de los años setenta, empeño que fracasa hilarantemente. Hay algo de quijotismo en Rafael, con la particularidad de que, en lugar de leer demasiadas novelas de caballería, él escucha más canciones de rock de lo que una mente sensata soportaría y le presta más atención de la debida a Kerouak, con lo que acaba convirtiendo a un Acapulco en el clímax de su glamur y cosmopolitismo en su Mancha particular.

Pero José Agustín no se limita, a la manera de un cuidadoso costumbrista, a describir cómo era la juventud de esos años de huipil, manta y marihuana, sino que la inventa; inventa, de hecho, junto con sus contemporáneos del 68, el concepto de juventud tal y como lo seguimos mitificando hasta hoy: rebelde, irresponsable y parrandera, por más que la banda sonora sea otra. No es que haya sido un obediente hijo de su tiempo; junto con muchos otros, él lo creó a través de una literatura que fue masivamente leída en México y que lo convirtió en uno de nuestros últimos escritores populares, gracias a una clase media que se veía y quería ver reflejada en sus novelas, soñándose brincoteando en el Festival de Avándaro al que seguramente no asistió.

Sus críticos más mezquinos, queriendo ser generosos, han visto en José Agustín un heredero de los beat estadounidenses, como si sus obras fueran tan sólo un cover bien logrado. Nada más lejos de la verdad. Como todo novelista de raza, incorporó a su obra todos los lenguajes, jergas y discursos que flotaban en el aire y que se consideraban demasiado ligeros como para gozar de estatuto literario. La operación no se limitó a tener buen oído y reproducir determinados dialectos, porque tomó ese material para desbaratarlo, jugar con él e inventar una nueva lengua: de la misma forma en que los campesinos de los Altos de Jalisco no hablan como personajes de Rulfo, los jóvenes de la colonia Narvarte tampoco hablaban como los personajes de José Agustín. Su lengua es una recreación a partir de un habla cotidiana y un dialecto específico, lo que lo acerca más a Joyce que a Ginsberg y a Cabrera Infante que a Burroughs. No hay muchos escritores mexicanos que hayan experimentado y jugado tanto con el español como José Agustín, a quien no se le escapan las posibilidades lúdicas de la fonética, la semántica y las connotaciones de cada palabra.

La cotidianidad, el espíritu lúdico y la artificiosa sencillez de sus primeras novelas –La tumba (1964), De perfil (1966), Se está haciendo tarde– esconden el ánimo provocador con que irrumpieron en la literatura de la época, cuando lo que se esperaba de un escritor era que hablara de la identidad latinoamericana, de la dignidad del campesinado oprimido o de cuándo se jodió el Perú. En ese sentido, José Agustín también fue un innovador, al preocuparse por la vida íntima de adolescentes citadinos sin otros problemas más que los que se inventaban para hacerse los interesantes. A contracorriente de la gran literatura del boom, el mexicano decidió escribir una literatura menos ambiciosa en apariencia, que abominaba la solemnidad a la que Carlos Fuentes no le hacía el feo y cuyos protagonistas eran simples preparatorianos, lectores de tarot, dealers, gays y roqueros que no sabían tocar ningún instrumento musical y que de ninguna manera pretendían encarnar la historia de América Latina, sino pasársela bien, como se esperaba de la generación que también inventó el hedonismo y el ocio como modelos de vida.

Concuerdo con que la primera etapa de su obra novelística es la más importante, por los motivos antes expuestos. Sin embargo, yo tengo debilidad por una obra posterior, menos escandalosa y rupturista, quizá menor, pero acaso más perfecta, más querible y más divertida: Ciudades desiertas (1982). Se trata de una novela de viaje, de campus y de amor, que narra la estancia de Susana, una escritora mexicana, en una universidad perdida de un pueblo estadounidense. Como a la mayoría de los personajes de José Agustín, todo le sale mal a Susana, pero lejos de atormentarse, ella convierte sus pequeñas desventuras en anécdotas jocosas, con lo que se convierte en un personaje verdaderamente entrañable. El lenguaje, el paisaje y los personajes son otros, pero Ciudades desiertas, al abandonar los aspectos más estridentes de la obra de José Agustín, quizá revela su auténtica esencia: la alegría. Estoy convencido de que el aporte crucial del escritor jalisciense-acapulqueño-chilango-morelense es el haber traído alegría a la novela mexicana y mostrar que esta emoción no es un impedimento para hacer literatura ni para alcanzar una melancólica profundidad, sino que es simplemente una forma más amena y divertida de llegar a ellas.

Tengo la suerte de releer a José Agustín en plena madurez y de constatar que su literatura envejeció mejor que los jóvenes en quienes se inspiró hace cincuenta años. Con la realidad que recreó cada vez más lejana, sus novelas adquieren un aura fabulosa y uno se pregunta si ese México alguna vez existió o si todo se trató de un sueño. Da lo mismo, por supuesto, y mientras tanto, las raras veces que emprendo una larga caminata por la ciudad, de noche, me sorprendo a mí mismo, patéticamente, sintiéndome otra vez un personaje de José Agustín, aunque jamás se lo confiese a nadie porque ya es demasiado tarde. ~

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