Debí haber estado preparada la primera vez que alguien me preguntó: “¿Cuál es tu alienígena favorito?” Después de todo, yo había escrito un libro sobre las formas en las que nos imaginamos a los extraterrestres, lleno de ejemplos de la ciencia y la ciencia ficción. En lugar de eso, me quedé mirando a la nada, en busca de una respuesta.
Los alienígenas sobre los que escribo en mi libro llenaron ese espacio en el que debía estar mi respuesta. Los heptápodos de La llegada, una especie no humanoide, sin forma terrestre, tan extraños que destrozan y reforman el cerebro de la heroína humana; Steveland, de la novela de Sue Burke, Semiosis, una planta sensible que encuentra maneras de comunicarse y que se esfuerza por comprender a los colonos humanos que llegaron a vivir en su planeta; los Oankalin de Octavia Butler, grises y llenos de tentáculos, lo suficientemente familiares como para que la protagonista de su trilogía Xenogénesis se comunique con ellos y los ame, pero irrevocablemente ajenos en su moral y su visión del mundo.
Todos ellos son increíbles, fascinantes y convincentes, pero no son mis favoritos.
¿Qué hace a un buen alienígena en una historia? Es esa deliciosa visión doble de extrañeza y verosimilitud, la sensación de que, si te esfuerzas o entrecierras los ojos, puedes no solo creer en ellos, sino aceptar su existencia por un momento: es como tratar de comprender una forma en cuatro dimensiones, como intentar entender qué se siente ser un murciélago. Un buen alienígena vive en un mundo completamente imaginado y nos ayuda a ver nuestro propio mundo desde una perspectiva fresca. Nos ayudan a enriquecer nuestra comprensión de nosotros mismos, pero son ricos por sí solos.
Y la razón por la que no pude formular una buena respuesta a la pregunta de “¿cuál es tu alienígena favorito?”, me dice cuenta, era que mi imagen favorita de un alienígena no proviene de una obra de ciencia ficción, ni tiene lugar en una nave espacial o en otro planeta. Mis alienígenas favoritos vivieron en la Tierra alguna vez.
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Un día, cuando tenía 12 años, mi madre me trajo a casa un libro de la biblioteca. Yo era una lectora voraz y un poco quisquillosa, recién graduada a las novelas para adultos, y aceptaba cualquier oferta. Era un grueso libro de bolsillo, su cubierta gris y marrón evocaba una formación geológica, y sus finas páginas estaban dobladas en las esquinas por tanto uso. “Recuerdo que me fascinaba”, me dijo, mientras me entregaba una copia de El clan del oso cavernario, de Jean M. Auel.
Pausa: todo el mundo piensa que este era un libro muy curioso para darle a una niña de 12 años porque creen que está repleto de escenas gráficas de amor, como una novela romántica envuelta en pieles paleolíticas. No es así. El resto de la serie está llena de sexo (sí, crecí, y antes de escribir este libro sobre alienígenas, reseñé novelas románticas durante un tiempo), pero la única escena gráfica de El clan del oso cavernario es una violación. Aun así, puede ser que no sea lo que le daría a mi hija preadolescente ¡De hecho, probablemente sea peor que una escena de romance apasionada! Pero a mi madre se le olvidó que estaba ahí, y el resto del libro importaba mucho más.
No sería el primer ni el último libro del que me enamoraría en ese mágico período de la infancia tardía y la edad adulta temprana, cuando la lectura lo consume todo, cuando te pierdes en los libros y sales a tomar aire con tus huesos reacomodados. Algunos años antes, había leído la pentalogía Tiempo de Madeline L’Engle una y otra vez. Algunos años después leí todo Dunas, de Frank Herbert. La serie de El clan… no fue únicamente el punto medio en esa línea del tiempo, sino también el corazón del diagrama de Venn sobre todo lo que amaba y llegaría a amar en la lectura y en mi propia escritura: ciencia, fantasía, romance, una niña que no encaja intentando comprenderse a sí misma y a su mundo. Y alienígenas.
Sí, alienígenas. Los que vivieron en la Tierra: neandertales.
El clan del oso cavernario cuenta la historia de Ayla, una niña Homo sapiens que queda huérfana a los 5 años a causa de un terremoto. Un grupo de neandertales la encuentra. Es una de las personas a las que el clan considera como “los Otros”, pero la curandera neandertal, Iza, es incapaz de abandonar a la niña herida e indefensa. Iza la cura y la niña es adoptada por el clan. A medida que Ayla crece, aprende sus formas alienígenas: el clan se comunica con sonidos guturales y gruñidos y un rico lenguaje de gestos con las manos; tienen costumbres y leyendas y un vívido sentido del mundo espiritual. En resumen, son personas.
Pensando en retrospectiva por qué me enamoré de este libro, me doy cuenta de que siempre lo he apreciado como una historia alienígena. Cuando lo releí para este ensayo, pensé: caray, esto sigue aquí. Ambientado en las estepas de Europa del Este durante el Pleistoceno, el mundo está construido tan vívidamente como uno ambientado en cualquier otro planeta. Auel enlista las especies de plantas y animales con amor y belleza, evocando una abundancia de naturaleza que evidencia lo que hemos perdido –y hecho perder al mundo– en los milenios transcurridos desde el ascenso del Homo sapiens, e ilustra los ricos recursos de los que los pueblos de la Edad de hielo dependían. Es un paisaje no solo para habitarlo, sino para vivir de él: “Los amentos aún se aferraban a los abedules completamente deshojados. Delicados pétalos rosas y blancos descendían, soplando las flores de árboles frutales y nogales, como promesa temprana de la abundancia otoñal”.
Pero no es únicamente la construcción del mundo. Los neandertales de Auel se adaptan a las necesidades de la historia como cualquier alienígena de ficción. Algunos alienígenas son imaginados como opacos y difíciles de entender: los heptápodos, el Solaris de Stanislaw Lem. Evocan la extrañeza del cosmos, y dejan la propiedad de la historia a los personajes humanos. Otros alienígenas más reconocibles evocan la extrañeza de otras personas, desafiando a nuestra empatía a extenderse más allá de lo que acostumbra. A contracorriente de los estereotipos prevalecientes del cavernícola de su época, e inspirada por su lectura sobre arqueología, Auel describe a los neandertales como personas sensibles e inteligentes, con una rica cultura. Al mismo tiempo, las extrapolaciones que hace de la fisiología contrastan con el sentido del Homo sapiens como una especie al comienzo del viaje. Es una imagen radical de seres conservadores.
Auel entreteje en su historia los orígenes imaginarios de algunos de los descubrimientos arqueológicos más significativos sobre los neandertales. Uno de ellos es un hombre que sobrevivió un aplastante traumatismo craneocefálico, un pie roto y la amputación de uno de sus brazos por debajo del codo y que llegó a sus cuarenta años, y a quien Auel imagina como el hombre santo más importante del clan y el padre adoptivo de Ayla. (La idea de que los neandertales se preocupaban lo suficiente los unos por los otros, como para que uno sobreviviera décadas después de estas heridas fue una semilla para su historia). Otro es un esqueleto rodeado de grumos de polen. Algunos arqueólogos, al igual que Auel, interpretan esto como evidencia de que el cuerpo fue enterrado con flores. Auel va más allá y considera la posición casi fetal del esqueleto como prueba de la concepción de un mundo espiritual: el cuerpo estaría posicionado en la muerte como había venido a este mundo, para nacer de nuevo.
Su visión de la cualidad extraterrestres de los neandertales también procede de la arqueología. Con base en lo que se sabe de los cráneos neandertales, Auel escribe en su novela: “todos esos pueblos primitivos, casi sin lóbulos frontales… pero con cerebros enormes –más grandes que los de cualquier raza humana viva en esa época o de los de generaciones futuras aún por nacer– eran la culminación de una rama de la humanidad cuyo cerebro se desarrolló en la parte posterior de la cabeza, en las regiones occipital y parietal, que controlan la visión y las sensaciones corporales y que almacenan la memoria”. La autora no minimiza su capacidad por carecer de lóbulos frontales, sino que imagina qué podría significar una inteligencia situada en la parte posterior del cerebro. “En los clanes, el instinto había evolucionado”, escribe, “hacia la memoria”: una clase fantástica de memoria, con la cual los individuos pueden recordar los conocimientos de sus antepasados.
Sin embargo, depender de la memoria también es depender del pasado. “El clan vivía de tradiciones inmutables”, Auel describe; una cultura inadecuada para la sobrevivencia. El mundo cambia, el clan no. “Habían pasado más allá del punto de desarrollarse de una manera diferente. Eso quedaría para una forma más nueva, un experimento diferente de la naturaleza.”
Ese experimento diferente son los Otros, el pueblo de Ayla, y al ser arrojada entre ellos le muestra al clan cómo podría ser otro tipo de humano, del mismo modo que el clan se lo muestra al lector. “Ella era uno de los Otros; una raza más nueva, más joven, más vital, más dinámica, no controlada por tradiciones atadas a un cerebro que era casi todo memoria,” escribe Auel. “Ella podía aceptar lo nuevo, moldearlo a su voluntad, forjarlo en ideas inimaginables para el clan.”
A los escritores les encanta que los extraterrestres les digan a los humanos cómo los ven: en Contacto, de Carl Sagan, el alienígena dice: “el amor es muy importante [para los humanos]. Tú eres una mezcla interesante.” En Amanecer, de Octavia Butler, el que la humanidad sea “inteligente [y] jerárquica… es una característica terrícola”. Los alienígenas son más que un espejo, más que una lámina; son sensibles y nos pueden decir lo que ven.
Los neandertales de Auel también ven la extraña novedad de Ayla. Su antagonista releva su odio hacia ella: “el verdadero problema era que ella no era parte del clan. No se le había inculcado la subordinación durante incontables generaciones”. (Los clanes no solo son conservadores, sino que también se hacen eco de los grandes conservadores, y caen en rígidos roles de género que los Homo sapiens de Auel evitan. Las historias de alienígenas nos enseñan lo que sus autores piensan que necesitamos, que en el caso de Auel era, al menos en parte, el feminismo). El padre adoptivo de Ayla, el hombre santo del clan, ve la misma diferencia, pero con pena y amor: “no podía dar saltos cuánticos, ni intuir golpes de genialidad. Su mente, lo sabía, era más poderosa que la de ella; quizás más inteligente. Sin embargo, su genialidad era de otra naturaleza. En ella, percibía la juventud, la vitalidad de una forma más nueva.”
Los neandertales de Auel, como un pueblo alienígena, revelan lo que define a nuestra especie. No es el lenguaje, la cultura, la espiritualidad, ni el amor. Es más bien su creatividad. La adaptabilidad y la capacidad de dar saltos intuitivos.
Del mismo modo que Auel introduce la arqueología del mundo real en su novela, a lo largo del resto de la serie plantea los orígenes de muchos hallazgos arqueológicos paleolíticos de gran relevancia (abundan las Venus), así como la invención de nuevas tecnologías: la aguja de coser, la extracción de pirita para hacer fuego, el jabón, la cerámica cocida, la domesticación de caballos y lobos. Ayla es una fuerza de novedad, como lo es todo su pueblo. Y mientras el clan se enfrenta al fin de su tiempo, los Otros entran en su comienzo, uno donde ellos –nosotros– no solo dependen del mundo, sino que lo moldean.
Ahora sabemos que el Homo sapiens promedio puede rastrear entre el 1 y el 4 por ciento de su ADN hasta los neandertales. Esto no surge de la nada. Durante miles de años, dos especies de personas caminaron sobre la Tierra, y parece que se conocieron como tales. Gracias a Auel, no solo sobreviven sus genes, sino también una versión imaginaria de lo que fue su historia, muy alienígena y muy humana. ~
Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.
es autor del libro The possibility of life: Science, imagination, and our quest for kinship in the cosmos..