O te chingas o te jodes

En ‘La ley de Herodes’, libro de relatos de Jorge Ibargüengoitia que recupera Barrett, hay dos temas que sirven como carriles centrales: mujeres y dinero.
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“Si mi lenguaje hace reír a la gente, allá ellos”, escribió Jorge Ibargüengpitia (Guanajuato, 1928 – Mejorada del Campo, 1983), según escriben Chema González y Jorge García, dos de los componentes de Los Punsetes, invitados en la colección editora por un libro de la editorial Barrett. El libro elegido fue La Ley de Herodes, un volumen publicado originalmente en 1967 que reúne once cuentos de Jorge Ibargüengoitia, al que llegaron a través de la revista Letras Libres, según explicaron en una entrevista. La elección de este libro de Ibargüengoitia vino facilitada por el hecho de que estaba descatalogado, explicaron también. 

A propósito de estos cuentos, Ibargüengoitia dijo en una entrevista: “Esos cuentos los escribí yo con ganas de que reflejaran la mayor naturalidad posible. No hay ninguna treta de cambios cronológicos, no hay cambios de punto de vista; todo está narrado en primera persona. El narrador soy yo. En ningún caso se pretende que el narrador sea otra persona. Esto para mí es la sencillez llevada a su última expresión”. 

En La ley de Herodes hay dos temas que sirven como carriles centrales: mujeres y dinero. “La vela perpetua” es el cuento más largo y ahí reconstruye los hitos de una larga relación sin culminar: “Durante los cinco años que siguieron, nunca supe si fui su amante, su marido, su novio o su amigo. Creo que ella tampoco llegó a saberlo”. El cuento puede leerse como una colección de los casis, de las veces en que la relación estuvo a punto de decantarse hacia alguna de las opciones: reúne momentos de complicidad amistosa, de besos en “cada rincón oscuro” y de peleas. A veces lo que se interpone en la culminación del deseo de él es la lectura, en concreto de una obra de Rosario Castellanos. “Me levanté furioso y me fui a la calle a buscar prostitutas”. 

El título del libro es la primera parte de un dicho: La ley de Herodes, o te chingas o te jodes. Y dentro del libro hay también un cuento que se llama así, “La ley de Herodes”; el narrador y protagonista postula a una beca, que obtiene, pero entre las exigencias de la beca está la de pasar un exhaustivo control médico que incluye la revisión de los desperdicios y más. 

Pero no todo son cacas y mujeres, hay también allanamiento de morada y robos y estafas y a veces el narrador es víctima y otras victimario, o mejor dicho, a veces le pasa que le estafan porque quiere estafar él, como en “Manos muertas”, donde habla de la especulación inmobiliaria, en la que está implicada, en este caso, estafadores a título personal y organizaciones religiosas. En ese sentido va también “Mis embargos”, que empieza así: “En 1956 escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado; la comedia no llegó a ser estrenada, las puertas de la fama no solo no se abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se fue en pitos y flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta mil pesos y tuve que pedir prestado para pagar el camión de la mudanza. En ese año mis ingresos totales fueron los 300 pesos que gané por hacer un levantamiento topográfico”. Pide préstamos para pagar letras que vencen (hola, Plácido) y la burocracia siempre estorba cuando se trata de cobrar por un trabajo: “Como me hicieron subir al tercer piso y bajar al primero y esperar en el segundo, y buscar la firma de un señor que se había ido de vacaciones y el visto bueno de otro que tenía peritonitis, no tuve el dinero sino hasta el día veinte, un Miércoles Santo, a las dos y media de la tarde”. 

“Los libros de Ibargüengoitia –escriben los editores invitados en el prólogo– son como (deseamos que sean) Los Punsetes: algo veloz y divertido, que habla de cosas serias pero nunca se toma demasiado en serio. […] Todo eso que escondemos, las pequeñas debilidades o abyecciones, lo que tememos que nos delate como idiotas o imbéciles está aquí presente como un reflejo que nos puede llegar a incomodar y, también, sacarnos una risa incontrolable al descubrir que sí, que la imbecilidad anida en todos nosotros por mucho que para cada uno el estúpido siempre sea el otro”. Eduardo Huchín, lector de Ibargüengoitia, escribió: “Con Ibargüengoitia aprendí que uno no solo podía ser su propio blanco del humor, sino que era catártico hacerlo. Confundir autor y personaje, con la intención no del todo explícita de dejarnos mal parados, era liberador. Esa revancha contra uno mismo y el mundo suponía atender esas pequeñas concesiones que aceptábamos en beneficio de la convivencia: los vecinos, la familia, los buenos modales, la rutina, el amor.” Pues si nos da risa todo eso, allá nosotros. 


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