España ha vencido a sus fantasmas. Ha construido una democracia homologable a las de los países de su entorno, ha aprendido a resolver las disputas políticas de forma pacífica y con arreglo a la ley. Ha derrotado al terrorismo. El Estado de Derecho funciona.
Pese a las críticas a la transición, y a errores y defectos o desgastes, hay algo que puede dar una pista de su éxito: como en todo buen pacto, ninguna de las partes quedó totalmente satisfecha. Tanto la izquierda como la derecha realizaron renuncias y se comportaron con una sensatez admirable. La Constitución de 1978 ha permitido el periodo democrático más largo de la historia de España.
La integración en la Unión Europea ha sido clave, y tiene un componente de círculo virtuoso. La entrada en Europa requería unos estándares, y recibir sus ayudas alentaba a incrementar reformas, a una administración más racional y a una mayor rendición de cuentas. Simbólicamente también representaba un cambio: los españoles habían sentido durante décadas que iban a un ritmo distinto. Ingresar era retomar el paso de la historia.
La transición sirvió de modelo para las transiciones democráticas en Latinoamérica, una región con la que España ha estrechado lazos desde 1978. Por un lado, se podía aprender de ese proceso de acuerdos, transacciones y renuncias. Por otro, estaba el ejemplo de cómo un país históricamente dividido, con unas experiencias democráticas breves y fracasadas, podía hacerlo bien. Si España superaba ese pasado traumático, otros países también podían conseguirlo.
En estas décadas ha habido una gran modernización del país. Se ha observado en la economía y en las infraestructuras, en la creación de un Estado de bienestar, pero también en la sociedad. España se ha convertido en un país mucho más plural, tolerante y diverso.
En los años de bonanza, España absorbió una gran cantidad de inmigrantes, pero no han surgido movimientos importantes de corte xenófobo. La crisis económica, que ha sido especialmente dura con las clases bajas, ha causado y sigue causando sufrimiento y zozobra, pero no se ha producido un aumento de la inseguridad ciudadana. La sanidad, aunque castigada por los recortes, sigue siendo un motivo de orgullo para los ciudadanos, de manera transversal. La red familiar ha sido clave. Las protestas han sido pacíficas y se han articulado en partidos políticos.
Quedan muchas cuestiones abiertas: una de las más visibles es el modelo territorial. La ruptura no es la solución, y tampoco lo es el desafío a la legalidad que nos protege a todos. A veces para orientarse en el camino es útil saber cómo hemos llegado hasta aquí. En este número, con el que celebramos nuestro 14o aniversario, John H. Elliott, uno de los grandes conocedores de la historia de España, habla del compromiso desmitificador de su disciplina, en una conversación que es un recorrido por el pasado y los cambios de España y un repaso a su trayectoria. Antonio Elorza revisa algunos de los momentos centrales de la transición y Manuel Arias Maldonado analiza las limitaciones y vicios de la cultura política. Reconocer los aciertos es importante, pero tampoco debe ser una excusa para la complacencia o el inmovilismo. La democracia española, como todas las democracias, es imperfecta, pero está consolidada. La tarea, inacabada e inacabable, es mejorarla. ~