Hay escenas perfectas; una de ellas ocurre en el minuto noventa y tres de la película Workers. En una habitación en penumbra se ve a una perra de raza Whippet (un tipo de galgo pequeño) que duerme plácidamente echada sobre una cama. De una esquina del cuadro, aparece una mano anónima que acerca una corneta a la perra: la hace sonar y desaparece. La perra se despierta de un brinco y busca la fuente del ruido. Tiene los ojos desorbitados –se ha dado el susto de su vida–. La escena termina ahí. Dura solo unos segundos pero el director José Luis Valle ha labrado su significado a lo largo de la hora y media que la antecede. Es cruel, ingeniosa y aguda. Un momento inmejorable de humor negro.
El resto de la película tiende más hacia el llamado humor seco, o dead-pan, que depende aun más que el negro del manejo del espacio y el tiempo. Workers es el primer largometraje de ficción de José Luis Valle, uno de los directores de su generación más interesados en exprimir las posibilidades de la imagen, la composición y el ritmo no como elementos de adorno sino como vehículos narrativos. Prueba de ello es que para contar una historia sobre trabajadores desafortunados en Tijuana eligió un tono que exige rigor formal. No era una decisión obvia. Por lo menos en México, el tema de la inequidad social suele abordarse desde un realismo casi documental, o bien, desde un tipo de comedia que le quita gravedad y la vuelve digerible (e. g. Nosotros los Nobles). A diferencia de estos dos géneros, el humor seco depende menos del contenido de los diálogos que de aquello que los rodea: surge de situaciones en las que hay un desequilibrio de valores más visible para el espectador que para los personajes. Los directores que se inclinan hacia este tipo de humor son aquellos que dedican secuencias enteras a objetos y acciones que la narrativa convencional considera banales: piénsese en el cine de Jim Jarmusch o, en México, de Fernando Eimbcke. Requiere complicidad de su público y le pide que esté dispuesto a cambiar sus reacciones habituales ante ciertas situaciones: de ahí la dificultad de usarlo para tocar temas como la disparidad social. Por eso Workers es casi única en el cine mexicano reciente. Si acaso, guarda parentesco con Norteado (2009) de Rigoberto Perezcano quien, como Valle, vio las posibilidades naturales del humor absurdo para retratar existencias limitadas por burocracias, contratos sociales y muros impuestos por otros. (No es casualidad que ambas se sitúen en la frontera con Estados Unidos.)
En Workers, los personajes cercados son Lidia (Susana Salazar) y Rafael (Jesús Padilla). Ella es una trabajadora doméstica y él un empleado de intendencia en una fábrica de focos; cada uno por su lado ha dedicado más de treinta años a servir a sus patrones y, llegado el momento, se les niega una compensación. Ambos están vinculados, pero sus historias se cuentan por separado e intercaladas. La historia de Rafael arranca en vísperas de su jubilación: anticipando el momento, se compra zapatos y se hace un tatuaje en la espalda. Cuando llega el gran día, su jefe le dice que por “un error de archivo” no aparece registrado como empleado y, por tanto, no podrá jubilarse. Ya que Rafael es un salvadoreño no legalizado en México, el jefe le ofrece a cambio conservarlo como empleado sin llamar a Migración. La historia de Lidia comienza en los últimos días de la vida de su patrona: una mujer millonaria a quien solo le importa su perra llamada Princesa. Lidia cuida su enorme casa –que incluye una estatua de Princesa y arbustos con su silueta– y coordina con otros sirvientes los cuidados del animal: cortar su carne en raciones exactas y sin grasa, alimentarla a horas precisas;procurarle agua embotellada; bañarla en tina con agua a temperatura controlada, llevarla en coche al mirador de Tijuana, cuidar que duerma a su hora y sin ruidos que la perturben, etc. A la muerte de la mujer, Lidia y los demás empleados se enteran de que deberán seguir trabajando en la casa al servicio de su nueva dueña: Princesa. Una vez que la perra muera, los sirvientes recibirán su parte de la herencia. Sin embargo, aclara el notario, la perra deberá morir de causas naturales.
Uno de los placeres que ofrecen el guion y la puesta en cámara de Workers es descubrir que cada imagen, acción, personaje y línea de diálogo tiene una correspondencia. Nunca es obvia, y aparece en partes inesperadas de la película. Su relación puede ser simétrica –Rafael es humillado por su jefe y este a su vez por el suyo–, de contraste –la recámara de Princesa versus el cuchitril donde duerme Lidia– o de repetición con variantes –las rutinas en el cuidado de la perra, que van de más a menos–. Aun en los encuadres las cosas funcionan en pares: la imagen dice una cosa y el punto de vista la niega. Así, contemplamos la alberca de la gran casa detrás de una ventana: es la mirada de la mujer rica, inmovilizada en su silla de ruedas. O vemos las calles de Tijuana como las ven el chofer y Lidia cuando pasean a Princesa: desde el asiento delantero de un Mercedes, con su estrella de tres picos en la punta del cofre, sirviendo de mira a través de la cual se calibra la realidad.
Tanto Lidia como Rafael entienden sus vidas como acumulación de tiempo: una suma de días idénticos y estructurados por alguien más. Casi con nostalgia ella menciona los 35 años que estuvo pendiente del foco rojo instalado en la pared de su cuarto (y que le avisaba que su patrona la necesitaba). Por su lado, Rafael recuerda que entró a trabajar a la empresa justo el día en que se inauguró el metro en la ciudad de México y que le negaron la jubilación en los días en que Óscar de la Hoya perdió su título de invicto. Los dos trabajadores son almanaques andantes y entienden como nadie la paulatina erosión de una vida sin placeres. Por eso, planean venganzas de liberación prolongada: en dosis pequeñas que no alteren la apariencia de normalidad. Sus actos de vindicación son mínimos pero tupidos y sus planes de contraataque tienen los atributos que los distinguieron como empleados: pacientes, persistentes y discretos. Al final, no hacen sino sacar jugo del estatus de gente insignificante que vino de la mano de sus respectivos empleos. Pocas escenas reflejan su cualidad de indignos de consideración como aquella en la que la patrona de Lidia (quien, por su acento, se sugiere extranjera) da instrucciones para que la perrita no pasee por el centro de Tijuana. “Mi Princesa no tiene la culpa –dice– de vivir en esta pinche ciudad tan fea.”
Si insisto en la originalidad de Workers es por haber comprobado la falta de interés que despierta su título. A lo largo de 2013 la película de José Luis Valle ganó el premio a la Mejor Película en los dos principales festivales de México –Guadalajara y Morelia–, en el de Biarritz y en el de Huelva. Antes de eso llamó la atención en la sección Panoramas del festival de Berlín. A sabiendas de que los premios no despiertan curiosidad, apenas supe de su estreno en salas le hablaba de ella a quien tuviera enfrente. Apenas mencionaba su nombre, notaba que mi interlocutor dejaba de poner atención. Cuando preguntaba por qué, casi siempre me contestaba que no quería ver una película mexicana sobre injusticia y pobreza –lo que asociaba con la palabra “trabajadores”–. Si hubiera dicho que era una historia sobre una perra heredera, habría pensado que le hablaba de una producción de Disney.
La culpa no es del título ni del público. Un director puede ponerle a su película el nombre que quiera, y un espectador está en su derecho de no querer ver una historia de denuncia social. El problema es la creencia de que una película se reduce a su sinopsis. En el mejor de los casos, se trata de un desconocimiento de la noción de estilo y de las posibilidades de la puesta en cámara. En el peor, de un desprecio a esa noción, fomentado por la idea de que el cine que los explora es “raro” o “de festival”.
Algo más sobre la perra heredera. No es cualquier cosa elegir a un animal como Princesa en el rol de antagonista –ya no se diga representante de las clases privilegiadas–. Frágil, inofensiva y sin idea de lo que pasa, es casi un enemigo invisible: solo un loco vería en ella a un tirano opresor. Sin embargo, cumple esa función. Aun si en el segundo acto sus cuidadores deciden darle un giro al asunto, durante un tramo de la película se saben encadenados a ella. Más aún, lo aceptan sin quejarse. Cuando en uno de los paseos por Tijuana el chofer le pregunta a Lidia cuánto tiempo vivirá la perrita, uno siente que esa conversación ha tenido lugar decenas de veces antes. Durante esa primera mitad, Workers es un deleite de absurdo existencialista. La perra Princesa, tan flaquita y etérea, bien podría llamarse Godot. ~
(Publicado en Letras Libres, septiembre 2014)
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.