Las elecciones del 12 de diciembre que confirmaron a Boris Johnson como primer ministro del Reino Unido (RU) son un cambio sísmico. Desde el referéndum de 2016, que le costó el puesto a Cameron y luego a Theresa May, el país estuvo en un impasse ante el Brexit y sus complejas consecuencias. La primera, un país profundamente dividido cuyas diferencias no se han esfumado con el triunfo de Boris Johnson.
Las plazas tectónicas definen un nuevo panorama del poder. Bojo ha superado triunfos históricos como los de Margaret Thatcher y Tony Blair. Bojo arrasó y en parte debe su triunfo al líder de oposición más rechazado que se recuerde. Sin Jeremy Corbyn, quizás ahora Bojo sería oposición.
¿Qué puede esperarse ahora que tiene la mayoría bajo el brazo? En materia de “estilo”, poco. Dominique Cummings, el cerebro gris de la campaña, sigue en su puesto, y esto significará cambios profundos en la composición del aparato estatal. Sus tendencias al estado anoréxico son conocidas y puede esperarse también que en materia de servicios públicos haya cautela.
Este gobierno atlético tiene la libertad que Theresa May ni siquiera soñó. Boris concentra el poder como lo haría de ser presidente, aunque contará con el Parlamento sin dejar de tomar decisiones ejecutivas como lo exige su responsabilidad y los cambios súbitos y apresurados. Este fue el rol que desempeñó Blair en su momento de gloria. Un gobierno mayoritario significa que prácticamente es incuestionable. Por ello, en su discurso inaugural Bojo habló del “gobierno del pueblo”.
Tradicionalmente los Tories no representan al “pueblo”, sino a una clase social opulenta cuyos tentáculos abarcan los bienes raíces, las finanzas, el comercio, la explotación urbana, los medios, etc. Sus intereses fueron expresados implacablemente por Margaret Thatcher y en estos últimos nueve años han sido padecidos mediante la austeridad impuesta por los conservadores.
El mandato de Boris también se basará en su capacidad para mantener el equilibrio al interior de su partido, compuesto actualmente de conservadores y laboristas conversos cuyos delegados están allí para hacerse oír. La fractura que los dividía ante el Brexit los vuelve a enfrentar. Es el campo de quienes deseaban abandonar la Unión Europea, pero difieren en lo demás. Entre unos y otros hay una fractura de clase y visión de lo que el estado debería garantizar a cambio de los impuestos. El llamado “muro rojo” que votaba inveteradamente por el Partido Laborista se volvió azul y Johnson deberá sostener el conglomerado con algo más que xenofobia y terror ante la inmigración.
La seguridad será primordial. Los ataques terroristas no han desaparecido y exigen ser considerados con determinación. Los servicios públicos han padecido recortes consecutivos que los han diezmado. Esto es notable en los crímenes a mano armada y especialmente con puñales, cuya espectacularidad no puede ser ignorada. No sólo las grandes ciudades sino también la provincia ha sido descuidada desde la crisis de 2008.
Con el nuevo gobierno, algunos temen alargar la condena cinco o diez años. El peligro que corren instituciones de bienestar público como el National Health Service es un tema de cuya solución bien puede depender el mandato de Johnson. De no hacer ciertas sus promesas al electorado, su partido implotará. Bojo vislumbra Singapur en el Támesis con escasas regulaciones económicas y máxima flexibilidad política. Los otros desean servicios esenciales: en primer lugar, la salud, pero también otros como el transporte.
El cambio actual significa que las alianzas tradicionales dejaron de existir y el elector favorece su futuro, no el del partido. Después de esta victoria, quien ignore el voto estratégico es un dinosaurio. Además de su eficacia como mantra, “Get Brexit done” es una orden. Tal será el tono del primer ministro que conducirá finalmente al RU fuera de la UE el 31 de enero de 2020.
Algo que también afectará el mandato de Johnson es la agudización del nacionalismo que señala diferencias irreconciliables con Escocia e Irlanda del Norte, donde el principal partido político unionista, el DUP (Democratic Union Party), se dijo traicionado por Boris. Su desinterés por los unionistas obliga a estos a disimular su vulnerabilidad organizándose dentro de la estructura que permite la restauración de Stormont. El partido nacionalista también hará mejor en ocuparse de desquitar los salarios concentrándose en salvaguardar el Acuerdo de Belfast de 1998. Es previsible que el DUP prosiga su decadencia numérica e ideológica, ya que actualmente uno de cada dos irlandeses del norte no se reconoce ni unionista ni nacionalista. Sinn Féin seguirá inmodificable hasta desaparecer. Las dos tribus oficiales son todavía poderosas, pero su momento histórico ha pasado. La integración de Irlanda es un tema que se discute pero que, fuera del partido nacionalista, a nadie le interesa someter a referéndum.
En cuanto a Escocia, la primera ministra Nicola Sturgeon ha insistido en el derecho que le da el resultado de las elecciones para proseguir con el segundo referéndum acerca de la pertenencia al RU, que Bojo tratará de impedir en nombre de una unión que desprecia, como Irlanda del Norte, o impide independizarse como sucede con Escocia, que votó mayoritariamente por permanecer en la UE y que ve el futuro aparte de Inglaterra.
La mayoría indiscutible convirtió en fantasmas a los representantes de las posiciones más extremas de la salida abrupta del RU. Aunque Ian Duncan Smith y Dominique Raab sobrevivan el tsunami electoral, el closet está lleno de Rees-Moggs y Farages que no se desviarán de su agenda nacionalista y aislacionista pero que para un pragmático como Bojo son sirenas pretéritas. Siempre se pensó que el nacionalismo irlandés sería un peligro para el RU. Lo que jamás nadie imaginó fue que el nacionalismo inglés sería la catástrofe que desuniría lo que el reino unió a sangre y fuego.