No es un golpe de estado. No hay tanques en ningún lado y la gente se manifiesta ordenadamente. Habrá algunos vociferantes, pero la mayoría canta eslóganes y desfila como lo haría en un carnaval. En cierto modo lo es. Desde que 52% de los ingleses votaran por abandonar la Unión Europea (EU) en 2016, el Reino Unido (RU) se ha hundido en la mayor crisis política desde la posguerra, incapaz de encontrar una salida negociada. Tres años de impasse han exasperado los ánimos y la escisión que el referéndum mostrara se ha vuelto más compleja y honda, oponiendo a quienes desean abandonar la UE incluso sin lograr un acuerdo contra quienes abogan por sus derechos, como es el caso de los escoceses que votaron en favor de permanecer dentro de la UE.
La movilización no se limita a Londres. Incluso en poblaciones como Cheltenham, ideal para series de época al estilo Downton Abbey, la gente ha salido a la calle para repudiar los planes de Boris Johnson por considerarlos antidemocráticos. El Brexit ha sido largo y desgastante y no ha logrado más que profundizar la diferencia irreconciliable entre dos tribus que pelean desde riberas opuestas. Pero lo que finalmente detonó la fatiga crispada fue la solicitud del primer ministro (PM) a la reina Isabel para prorrogar las vacaciones de los honorables miembros del Parlamento cinco semanas, que aprovecharía para sorprender a la oposición. Desde la posguerra, el RU no había estado tan cerca de una catástrofe como en la actualidad, porque está en juego la validez de las instituciones esenciales para su funcionamiento como democracia parlamentaria.
No es la agresión externa la que ha provocado la crisis (como quiere hacer creer Nigel Farage, el líder del Brexit Party), sino las luchas internas entre quienes se dicen representantes del pueblo y quienes cuestionan las acciones del partido en el gobierno, al que acusan de haber engañado a los votantes en 2016. Nadie, dicen, votó por una catástrofe. El Brexit ha cobrado ya dos cabezas y por los acontecimientos días recientes, parece que la tercera está ya casi en la bandeja.
Theresa May cometió varios errores, entre ellos no percibir que una estrategia interpartidista era lo que podía fortalecerla, y equivocarse con la UE. Poco acostumbrada a negociar, la PM no “leyó” correctamente al adversario. Aun ahora, su sucesor se ha vuelto un kamikaze que espera que de la histeria surja la historia y la UE ceda a exigencias que sabe irrazonables. Johnson busca que el ejecutivo se imponga a un Parlamento que en la retórica de la campaña de Vote Leave de 2016 se buscaba recuperar. Pero un PM que no ha sido elegido por la nación sino por 90 mil miembros del Partido Conservador y que después de haber perdido mayoría carece abiertamente de mandato, intentará lo que sea con tal de abandonar la UE este Halloween, que realmente está de miedo.
El Brexit, pues, es una bomba en el centro de la democracia parlamentaria. En el Observer del primero de septiembre, Will Hutton se pregunta si el “acuerdo entre caballeros” que mantenía la unión del RU es aun válida. Ciertamente no fue mala idea en 1689, cuando la divina revolución obligó a Carlos I a delegar la soberanía monárquica en el Parlamento: lo que la Corona asienta allí es ley. Sin embargo, “la madre de los parlamentos” basa su funcionamiento en una serie de arreglos, límites, tradiciones, que exigen justificar las iniciativas y hacer transparente los medios. Su papel es semejante a las cámaras de senadores y diputados cuando sirven para limitar las iniciativas del Ejecutivo. Es un contrapeso, aunque no siempre eficaz. Blair aspiró a un “estilo presidencial” y la guerra en Irak en compañía de Bush fue una de sus consecuencias. Las convenciones que constituyen una constitución que no está escrita ni puede por tanto verificarse al pie de la letra han sido puestas a prueba, y quizá sea el momento para trasladar esa codificación y volverla explícita y acatable, constitucional y legal a un tiempo. La tarea es impostergable para evitar el abuso de poder. Antes era el monarca quien se creía señalado por la divinidad. Ahora lo es Boris, que de cómico de music hall se ha transformado por anuencia real en charlatán divino.
La crisis exige un cambio. El Brexit comenzó como rechazo de la UE y se ha transformado en una revolución en busca de una constitución escrita, que distinga entre la mayoría escasa y la voluntad del pueblo, que defina reglas que prevengan contra la manipulación o la propaganda cuyo altar propiciatorio es voraz y que, sobre todo, esté preparada para enfrentar a oportunistas que se niegan a acatar las reglas establecidas por siglos de precedencia. La tendencia a confundir los propios prejuicios con la voluntad popular se llama dictadura, desafortunadamente popular aun en estos tiempos.
El conflicto, sin embargo, tiene una consecuencia positiva: ante el peligro de suspender el Parlamento en nombre del pueblo, ante la emergencia nacional que dejó sin mayoría al gobierno de Johnson, quienes se oponen a una salida no negociada han unido fuerzas. Boris ha formalizado y codificado la suspicacia y la condena de una mitad del país por la otra, y al hacerlo ha mostrado la decrepitud del sistema que lo ha llevado al poder y que ahora se le resiste, aislándolo.
Quienes desean abandonar la UE reclaman su derecho como mayoría. Es poco frecuente que este derecho sea cuestionado, pero ¿es lícito negar los derechos de las minorías en nombre de la mayoría? ¿Eso es democracia? Brexit ha cuestionado los cimientos nacionales porque, más que la lucha por dejar la UE, ha dado pie a una crisis que es doméstica y se nutre del rencor y de las ambiciones de quienes ven en el caos una mina creativa. Hay que destruirlo todo para hacerlo todo de nuevo. Y dado que para los conservadores Jeremy Corbyn es peor que la catástrofe, habiendo perdido la mayoría Boris llamará a elecciones. Su antecesora cometió el mismo error.
Mientras, una purga es necesaria. La expulsión de 21 miembros del Partido Conservador por diferir de la política adoptada por Boris asesorado por Dominic Cummings, quien estuviera detrás de la campaña a favor de abandonar la UE, afirma la mano dura con la intención de atemorizar a futuros disidentes. Las cabezas de Sir Nicholas Soames, nieto de Winston Churchill, a quien Boris desea recordar, y de Phillip Hammond, ex miembro del gabinete de la Sra. May a cargo de finanzas, son las primeras en rodar. Entrevistado en el noticiero de la BBC, Kenneth Clark –otro grande del torismo, también expulsado del partido– expresó que su preocupación no es personal (es un hombre mayor) sino nacional.
Un PM que, para afirmar su voluntad sin que la oposición le estorbe, busca desaparecer al Parlamento, representa un peligro letal para la democracia en el RU. Boris quiere elecciones el 14 de septiembre, pero sin mayoría dependerá de la fecha que le dé el Partido Laborista, que esperará hasta que la legislación para impedir la salida abrupta de la UE haya sido examinada y ratificada e impida al gobierno de Johnson transformar el Partido Conservador a imagen y semejanza del nacionalismo populista del Brexit Party.