El martes 27 de junio, el presidente López Obrador ordenó a Luisa María Alcalde, secretaria de Gobernación, girar un oficio dirigido a la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia, Norma Piña, para que en el término de cinco días informe el cumplimiento de lo dispuesto por la fracción II del artículo 127 constitucional. Esto constituye un despropósito y un nuevo intento por parte del ejecutivo para desacreditar sin fundamento a la máxima autoridad del poder judicial.
Primero, el despropósito. El 19 de noviembre de 2019 entró en vigor la Ley Federal de Austeridad Republicana (LFAR), que es aplicable, sin excepción, a todas las dependencias que integran la Administración Pública Federal. En cuanto a los poderes legislativo y judicial, así como a los organismos constitucionales autónomos, establece tomar “las acciones necesarias para dar cumplimiento a la presente Ley, de acuerdo con la normatividad aplicable a cada uno de ellos, cuando se les asignen recursos del Presupuesto de Egresos de la Federación”.
Como la gran mayoría de las aprobadas durante este sexenio surgidas desde el poder ejecutivo federal o el partido en el poder, la LFAR tiene un contenido más ideológico que técnico-jurídico y un objetivo más narrativo que operativo. La hipótesis de la austeridad, por muy loable que se antoje, ha constituido mayoritariamente una fuente de abusos y violaciones a los derechos humanos de los funcionarios y una herramienta para el linchamiento mediático de cualquier servidor público que, en uso de sus facultades constitucionales y legales, ejerza la responsabilidad a su cargo con independencia y autonomía, una postura institucional que parece irritar al presidente.
La LFAR, en realidad, estaba condenada al fracaso desde el momento mismo en que entró en vigor. Contrario a lo que ha sostenido López Obrador, ese fracaso no tiene que ver con el “mantenimiento de privilegios por parte de una élite”, sino con los lineamientos jurídicos establecidos con anterioridad por el poder legislativo, destinados a la protección de los derechos humanos de los ciudadanos y la garantía de certeza jurídica en lo administrativo y lo laboral.
Vamos por partes. Con motivo de la promulgación de la LFAR y la consecuente Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos (LFRSP), los salarios en el sector público se redujeron discrecional y drásticamente, sin estudios, análisis o negociaciones entre las partes, sin tomar en cuenta años de experiencia y formación especializada, los mercados laborales de las distintas áreas de la administración pública, el debilitamiento de las capacidades institucionales ni los reducidos incentivos, que fomentan la fuga de los mejor capacitados.
El presidente esperaba que por la sola entrada en vigor de la ley, el servicio público de los otros dos poderes de la Unión se sometería a su voluntad. Su expectativa estaba fundada en la fracción II del artículo 127 constitucional, que el ejecutivo ha invocado una y otra vez, de manera incompleta, con el fin de manipular a la opinión pública. Es la fracción que dice que “Ningún servidor público podrá recibir remuneración, en términos de la fracción anterior, por el desempeño de su función, empleo, cargo o comisión, mayor a la establecida para el Presidente de la República en el presupuesto correspondiente”.
El primer obstáculo con que se toparon la LFAR y la LFRSP fue el primer párrafo del artículo 14 constitucional, que establece que no se dará efecto retroactivo a la ley en perjuicio de persona alguna. Sin duda, una reducción al salario que no se ajusta a lo establecido en el artículo 97 de la Ley Federal del Trabajo (que establece que los salarios no podrán ser objeto de compensación, descuento o reducción, salvo cuando se trate de pensiones alimenticias decretadas por autoridad competente, o por el pago de rentas, créditos y abonos cuya existencia y tope se encuentran previstos en la propia Ley) constituye un perjuicio y una medida arbitraria.
Con este fundamento, entre otros, fue que Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, ex consejeros del INE, obtuvieron en 2019 el amparo contra la aplicación de esta ley. El resto de los consejeros del instituto conservaron también el monto de los salarios establecidos antes de la entrada en vigor de la LFAR, por el principio constitucional establecido en el artículo 123 que dice que “a trabajo igual corresponderá salario igual, sin tener en cuenta el sexo”.
Este mismo supuesto jurídico, que no puede haber un salario diferenciado entre quienes desempeñan la misma actividad, actualmente protege los derechos de las ministros de la Suprema Corte Yasmín Esquivel, Loretta Ortiz, Margarita Ríos Farjat y Juan Luis González Alcántara, quienes, aunque fueron nombrados para el cargo en este sexenio y con posterioridad a la entrada en vigor de la LAR y la LFRSP, perciben las mismas remuneraciones que el resto de sus colegas ministros, designados con anterioridad.
La reforma al artículo 127 constitucional en el año 2009, por la cual quedó indicado que ningún servidor público podrá ganar más que el presidente de México, también dispuso en uno de sus artículos transitorios que, para el caso de los ministros que ya se encontraban en funciones en la SCJN, sus sueldos se mantendrían durante el tiempo que durara su encargo. Esos sueldos, de acuerdo al artículo 123-B constitucional, los fija anualmente la Cámara de Diputados (en la que el partido del presidente ha tenido mayoría absoluta desde el inicio del sexenio) en los presupuestos respectivos, “sin que su cuantía pueda ser disminuida durante la vigencia de éstos”. Además, el artículo 94 constitucional indica con toda claridad que la remuneración que perciban los ministros de la Corte no podrá ser disminuida durante su encargo.
Por si esto no fuera suficiente, la LFRSP establece en su artículo 3 que “todo servidor público debe recibir una remuneración adecuada e irrenunciable por el desempeño de su función, empleo, cargo o comisión, que sea proporcional a sus responsabilidades”, sujeta a los principios de anualidad,irrenunciabilidad, equidad, proporcionalidad, reconocimiento del desempeño, legalidad y no discriminación, entre otros. También define a la remuneración o retribución como “toda percepción en efectivo o en especie, incluyendo dietas, aguinaldos, gratificaciones, premios, recompensas, bonos, estímulos, comisiones, compensaciones y cualquier otra, con excepción de los apoyos y gastos sujetos a comprobación que sean propios del desarrollo del trabajo y los gastos de viaje en actividades oficiales”.
Esta definición es particularmente importante. La fracción II del artículo 127 constitucional establece, como ya dijimos, que el tope de las remuneraciones de los servidores públicos es aquella que perciba el presidente de la República. Pero la fracción I del mismo artículo es la fuente original del artículo 3 de la LFRSP, que establece el conjunto de conceptos que conforman a dichas remuneraciones. Así pues, constituye un deliberado error y una imprecisión que el presidente funde su crítica a las remuneraciones de los ministros únicamente en su propio sueldo base, sin considerar otros conceptos.
La propia SCJN estableció durante la discusión de las acciones de inconstitucionalidad 105/2018 y 108/2018 y sus acumuladas, presentadas entre otros por la CNDH, que el salario del presidente debe considerarse a partir de un cálculo objetivo basado en un método establecido en la ley respectiva, sin que este pueda ser aumentado o disminuido a discrecionalidad, de forma tal que “su remuneración sea excesiva o tan escueta que afecte el derecho del resto de los servidores públicos a una remuneración adecuada y proporcional a sus responsabilidades, pues de aquélla depende la cuantía de las retribuciones de todos los demás trabajadores”. Esto es certeza jurídica.
De este modo, a los 174,026.00 pesos que López Obrador recibe como sueldo neto habría que sumar la gratificación garantizada anual hasta por 256,119.00 pesos, la ayuda para despensa de 14,580.00 mensuales y la prima vacacional hasta por 16,016.00 pesos. A estas cantidades deberíamos agregar las sesiones de boleo de las que tanto disfruta el presidente, los gastos médicos por tener una unidad médica de planta en palacio o el pago de los salarios de los elementos del ejército que trabajan como asistencia doméstica del Ejecutivo y su familia.
No sería demasiado suspicaz, visto todo lo anterior, pensar que la exigencia del presidente a la reducción de salarios de los ministros constituye una maniobra política para atacar la credibilidad de la Corte más que un genuino interés por la observancia del marco jurídico. De lo contrario, podría poner su interés en los nueve secretarios de Estado que obtuvieron una remuneración por cargo público mayor a la suya en 2021.
Penosamente, el primer acto oficial de la secretaria encargada de gestionar la buena relación del ejecutivo con los otros dos poderes ha sido solicitar un informe sobre el cumplimiento de preceptos constitucionales a la superior jerárquica de un poder distinto e independiente, como lo es el poder judicial, con fundamento además en la fracción VII del artículo 27 de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal (centralizada y paraestatal), es decir, una ley a la que no está sujeta la SCJN y por tanto, no la obliga a informar a la SEGOB, dado el principio de la división de poderes.
Menos aun, cuando la Corte ya ha resuelto en criterio por separado que las dependencias del poder ejecutivo no son las idóneas para este fin, a propósito de una solicitud administrativa previa en ese sentido al Consejo de la Judicatura Federal.
En las actuales circunstancias de polarización social, lo que menos necesita la ciudadanía es que la comunicación y la buena relación entre los poderes se siga desgastando desde las mentiras, la desinformación y la propaganda. Requerimos que se respete el principio de división de poderes, así como necesitamos servidores públicos con experiencia, especializados, y una seria discusión sobre el monto de los salarios públicos adecuados y proporcionales que den como resultado un gobierno eficaz y un Estado eficiente.
Necesitamos liderazgos desde la institucionalidad y el profesionalismo; no desde la incompetencia y la vigilancia de las leyes según un capricho político en turno. ~
es licenciada en derecho con especialidad en derecho fiscal por la UDLAP. Activista en favor de la cultura de la legalidad.