Se ha estrenado estos días en España la última película de Nanni Moretti, El sol del futuro, donde el director italiano fracasa a todas luces en su intento por conjugar la autoobservación felliniana, la crítica de la cultura global de masas y la reflexión política en el marco poscomunista; la película, sencillamente, no funciona. Eso no ha impedido a la crítica española rendirse a ella, a diferencia de lo que hicieron los comentaristas internacionales tras su presentación en Cannes; un festival donde, como puede comprobarse en este caso, el nombre puede garantizar –al margen de la calidad del trabajo presentado– un lugar en la sección oficial. Habrá quien discrepe, naturalmente; quién sabe si yo mismo no me descubriré apreciando este film dentro de 20 años. Pero lo que me interesa destacar aquí es que Moretti se nos aparece aquí como un hombre situado fuera de su tiempo y lo hace de una manera explícita, casi orgullosa. Huelga decir que no está fuera de su tiempo vital, que todavía no ha terminado; la película lidia con las legítimas obsesiones que un hombre nacido en 1953 ha cultivado a través de su experiencia.
Más complicado es sostener que Moretti está aquí hablando a su época, entendida como momento histórico caracterizado por un conjunto de rasgos identificables mediante el análisis o la observación. Baste decir que la película que Moretti rueda dentro de la película de Moretti –quien de esta manera hace en El sol del futuro de sí mismo con otro nombre, tal como hacía Woody Allen en Stardust Memories y distinguiéndose así ambos del modelo común, ese 8 y 1/2 de Fellini donde era Mastroianni quien hacía de Fellini– se ocupa del dilema planteado a los cuadros y dirigentes del Partido Comunista Italiano en 1956, cuando Moscú reprime a sangre y fuego la revuelta antiestalinista de los húngaros de Budapest. ¿Es mejor equivocarse con el partido o tener razón fuera de él? Moretti fantasea con un PCI que decide colocarse unánimemente del lado de los húngaros, una ucronía que le permite hacer desfilar en el desenlace de la película a todos sus personajes al son de una música circense de clara inspiración “ninorrotense” en pos de un destino que no se formula y, sin embargo, cabe identificar con algún tipo de utopía socialista de rasgos democráticos. Si al principio de la película Moretti ha bromeado sobre la ignorancia histórica de los jóvenes, haciendo que un miembro de su equipo le pregunte si había de verdad comunistas en la Italia de los años 50, al final se tiene la impresión de que él mismo solo puede estar dirigiéndose a sus compañeros de viaje: a los miembros de su generación y sus antecesores directos, marcados todos ellos por el fracaso del socialismo realmente existente y la incapacidad manifiesta para resucitar la creencia colectiva en la posibilidad de realizar una sociedad sin clases.
Que Moretti no sepa hablarle a nuestro tiempo, sin embargo, no implica que los rasgos de este último sean fácilmente discernibles. ¿Dónde estamos? Solo hay que echar un vistazo a las consideraciones que sobre la fijación de los periodos históricos realiza Jürgen Osterhammel en La transformación del mundo, monumental historia global del siglo XIX, para saber que a esas preguntas –y a otras similares– no puede responderse a la ligera; aunque eso sea, justamente, lo que solemos hacer. El erudito alemán se pregunta allí de manera provocativa “cuándo fue el siglo XIX”, aclarando que no se habla en magnitudes de siglos hasta el XVI y recordando que los siglos son lapsos temporales que no se corresponden con percepciones de la experiencia. A Osterhammel mismo le interesan menos las historias lineales que las transiciones y transformaciones; estas últimas, por definición, incorporan una temporalidad propia: la máquina de vapor puede definir a un siglo, pero ni empieza ni termina con él. Esta forma de periodización rompe con el “siglo del calendario” que va de 1801 a 1900 y abre la posibilidad de concebir el XIX, entendido como unidad histórica, de distintas maneras. Acaso no podría el siglo comenzar con la Revolución Americana y terminar en agosto de 1914, con el estallido de la Gran Guerra? Pero el propio historiador alemán matiza que los contemporáneos solo comprendieron que ya no vivían en el siglo XIX cuando la guerra hubo terminado; quizá su final deba así fijarse en los primeros años de la década de 1920, cuando nuevas tecnologías e ideologías –entre ellas la comunista a la que todavía, un siglo después, llora Moretti– abren un abismo entre ese presente y la época anterior a 1914.
Ahí no acaban los problemas relativos a la periodización de las épocas históricas, que como es natural son siempre expresiones de la autocomprensión que los contemporáneos tienen de sí mismos: solo ahora que nos preocupamos por el cambio climático podemos plantearnos hablar de una era fósil cuyo final ya se avizora. Osterhammel señala que la denominación de las épocas resulta siempre de la construcción y de la reflexión histórica, lo que de entrada plantea la dificultad de identificar quién es el sujeto –o cuál es la comunidad epistémica– que propone una u otra periodización. Se comprueba entonces, para empezar, el obstáculo que representa la diversidad temporal de los ámbitos culturales; así, por ejemplo, los europeos podemos otorgar una importancia extraordinaria a la Revolución Francesa, pero en su momento no supuso nada parecido a un acontecimiento universal. Osterhammel es tajante: antes de 1945 no hay datos de historia política global que causasen efectos próximos percibidos por la humanidad entera. Y si se amplía el foco con objeto de determinar el momento en que comienza –si comienza– una “Edad Moderna mundial”, la cosa se complica todavía más. No solo porque haya autores que hoy favorezcan una transición prolongada entre la Edad Media y la Edad Moderna; también porque solo en el siglo XVIII empieza a percibirse mundialmente la influencia europea. Propuestas hay muchas: Reinhart Koselleck habla de un Sattelzeit o “época de collado” situada entre 1770 y 1830, donde se concentra un cambio político y cultural cuyos frutos definirían la modernidad (periodo que alcanza de lleno al mundo iberoamericano, como Javier Fernández Sebastián ha demostrado con brillantez); las dos últimas décadas del XIX, el fin de siècle, han sido sugeridas como subperiodo con carácter propio, causante de una sacudida mundial de primer orden; e incluso, propone Osterhammel, podría hablarse de una “era victoriana” para bautizar las décadas que van de 1830 a 1880, definidas por la globalización capitalista bajo la hegemonía británica, el auge de los nacionalismos burgueses y la reforma de inspiración racionalista.
Si nos aproximamos un poco a nuestro presente, es bien conocida la tesis de Eric Hobsbawn –inicialmente postulada por el húngaro Iván Berend– según la cual el siglo XX sería un “siglo corto” que comienza con la I Guerra Mundial en 1914 y termina en 1991 con el colapso del comunismo soviético. Para el mismo Hobsbawn, el XIX había sido un siglo “largo” que empieza con la Revolución Francesa y termina con la guerra de 1914. De nuevo, todo depende del criterio que se emplee para fijar los cambios de época: alguien para quien la experiencia comunista fuese la definitoria del siglo XX, bien podría hacer arrancar este último con el golpe bolchevique de 1917. No obstante, el derrumbe soviético ofrece ventajas adicionales como cierre del siglo XX, ya que su onda expansiva trasciende las fronteras de la vieja URSS y alcanza a Europa del Este y parte del sudeste asiático; la intensa fase de globalización que encuentra freno con la Gran Recesión no puede entenderse sin la incorporación de los países que fueron comunistas a la economía capitalista. China, sin embargo, no se ve afectada por el fin de la URSS: sus convulsiones habían tenido lugar mucho antes, durante el periodo maoísta; corresponde a las reformas emprendidas a principios de los 80 por Deng Xiapoing definir la trayectoria posterior del gigante asiático. Si el siglo XXI terminara siendo chino, bien podríamos abogar por un siglo XXI “largo” que comenzase en ese momento; aunque no parece probable que Estados Unidos –Europa se encuentra ya en un declive relativo– vaya a ceder tanta ventaja en las próximas décadas.
Poner el acento sobre el cambio tecnológico produce resultados distintos. Hemos visto que Osterhammel cierra el siglo XIX en la década de 1920; lo que no queda claro es cuándo termina el siglo XX en el caso de que adoptemos dicha periodización. ¿Quizá con la llegada del smartphone en 2008? Internet ya existía, pero este artilugio intensifica su potencial disruptor a todos los niveles, incluyendo la reestructuración del espacio público democrático y la redefinición de la subjetividad contemporánea. Y aunque pueda esperarse que la Inteligencia Artificial y la biotecnología sean las grandes innovaciones del siglo XXI, capaces de imprimir su sello sobre las décadas venideras, tal vez sean las energías renovables las que hagan tal cosa; en cuyo caso, con permiso de Francia, la tecnología nuclear acabe por ser una promesa incumplida o traicionada. Pero si el siglo XX termina con internet o las energías renovables, ¿cuál ha sido la tecnología más influyente durante su transcurso? Aunque el avión de reacción –que ha permitido un incremento extraordinario de los desplazamientos humanos, impulsado la globalización y dado carta de naturaleza al turismo de masas– es un buen candidato, seguramente ese honor corresponde a un automóvil vinculado a su vez a nociones políticas tales como la autonomía personal y la libertad deambulatoria.
Sea como fuere, es asimismo paradójico que el colapso de la URSS en 1991 pueda ser entendido razonablemente como el final del siglo XX cuando, al mismo tiempo, se sugiere que el atentado islamista contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11-S de 2001 da comienzo al XXI. ¿Qué hay entonces del interregno que va de 1991 a 2001? No estaría en el siglo XX “corto”, ni formaría parte de ese siglo XXI cuyo punto y final todavía desconocemos. Es entonces cuando se proclama el famoso “fin de la historia” y se abre un breve periodo de esplendor liberal, convencidos como estábamos –pese a las señales en sentido contrario que mandaron Argelia, Yugoslavia o Ruanda– de que el sistema democrático-capitalista estaba a punto de conocer su expansión definitiva; no queríamos aceptar que, como ha escrito Francis Fukuyama después, no todas las sociedades quieren ser como Dinamarca. Y eso que una sociedad como Dinamarca ofrece indudables ventajas a sus miembros.
No debe descartarse que en su momento exagerásemos la importancia “epocal” del 11-S, espeluznados por lo sucedido e impresionados por sus consecuencias en Afganistán o Iraq; aquella expresión del “choque de civilizaciones”, por decirlo con Samuel Huntintong, mostró a las claras la imposibilidad de globalizar la democracia liberal y, asimismo, los límites de la secularización moderna. ¡Seguimos fumando el opio del pueblo! Desde entonces, las ambiciones universalistas han dejado paso a la difícil coexistencia entre culturas y regímenes de distinto tipo: sigue habiendo dictaduras teocráticas en Irán o el Golfo, nadie sueña ya con la democratización de China e incluso Rusia –como en una psicofonía del viejo siglo XX– ha entrado en guerra con Ucrania. Ahora bien: ¿por qué dar comienzo al siglo XX en 2001 si el sueño de la homogeneización liberal solo había cobrado carta de naturaleza en 1991 tras derrumbarse la URSS? Más bien pareciese que esos diez años son un interregno fantasmático al que no resulta fácil poner nombre y que, en cualquier caso, se caracterizan por la difusión global de un optimismo al que pone fin de manera abrupta la Gran Recesión de 2008, cuyas consecuencias políticas en Occidente –populismos, nacionalismos, extremismos– estamos todavía tratando de gestionar.
Claro que tampoco esta constatación nos permite hacer un juicio global de época: la sensación de que estamos sufriendo un agudo proceso de declinismo –mala traducción del francés– es un fenómeno occidental, que no debe trasladarse sin más a Iberoamérica, África, Oriente Medio o Asia. Por el contrario, la mayoría de los países asiáticos viven el presente con optimismo, cosa que se puede decir también de algunos africanos; ni en Iberoamérica ni en Oriente Medio –petroestados al margen– ha habido un esplendor reciente que justifique la idea de una “decadencia”. De ahí que si bien la crisis iniciada en 2008 trunca las esperanzas de algunos países iberoamericanos que parecían finalmente estar en condiciones de salvar la “trampa de la clase media”, entre ellos Brasil, es en los países occidentales –con excepciones como Australia o Canadá– donde la Gran Recesión causa un impacto anímico más profundo. La trayectoria que se dibuja aquí arranca con la construcción de los Estados del Bienestar en la segunda posguerra, cuyos cimientos venían siendo fijados desde el último tercio del XIX, sigue con su expansión durante los añorados Trente Glorieuses, se frena de golpe con la crisis fiscal de los años 70 y reanuda su marcha con crecientes dificultades en los 80 y 90, hasta chocar contra el muro de ese funesto 2008 que pone de relieve un panorama inquietante: envejecimiento demográfico, sobrecarga del asistencialismo estatal, desigualdad creciente, falta de productividad, discriminación de los jóvenes en el diseño de las políticas públicas, capitalismo de amiguetes, encarecimiento de la vivienda. Un cóctel para el desánimo.
De ahí que Martin Wolf haya publicado un libro en el que llama a resucitar ese “capitalismo democrático” que dio forma al consenso de posguerra entre keynesianos y liberales con resultados en apariencia inmejorables; que ese capitalismo democrático desembocase en los desastrosos años 70, en cambio, suscita pocas reflexiones. No obstante, el intervencionismo estatal ha regresado con fuerza a las sociedades occidentales y nada hay demasiado original en ello: incluso se toma el New Deal rooseveltiano –Roosevelt murió en 1945– como modelo para un programa de inversión pública destinado a facilitar la transición ecológica hacia una sociedad descarbonizada. Queda así claro cuán difícil nos es escapar del poderoso campo gravitatorio del siglo XX, que tantas figuras destacadas del mundo cultural o académico llevan incorporado en su marco de análisis por razones puramente biográficas y cuyas estructuras políticas y económicas hemos heredado. El propio Putin es un hombre de la URSS, por más que apele a la tradición imperial rusa para legitimar su política expansionista, mientras que los países no alineados de la Guerra Fría están viviendo una suerte de segunda juventud. Vivir en la segunda década del siglo XXI, cuando a este último todavía le quedan siete décadas para terminar, es así hacerlo en un periodo aún ilegible; solo cuando la índole de nuestra época termine de revelarse andando el tiempo averiguaremos cuál es el lugar que ocupa nuestro presente en ese interminable proceso de reproducción histórica cuyas continuidades son más fáciles de señalar que sus rupturas. También se dijo que la pandemia del coronavirus –réplica tardía de la Gripe Española de 1919– lo cambiaría todo, cuando lo único que parece haber dejado tras de sí –desgracias personales aparte– es el incremento de los pagos sin tarjeta y una mayor aceptación del teletrabajo.
Hablar del fuerte influjo que el siglo XX y sus distintas manifestaciones ejercen sobre nuestro tiempo, todavía en busca de una autodefinición más precisa, exige sin embargo ampliar el marco de referencia. No en vano, como deja claro el libro de Osterhammel, el siglo XX no se entiende sin el XIX, un tiempo de radicales transformaciones sociales y convulsiones políticas en el que cristaliza la revolución moderna gestada al menos desde el siglo XVI. ¿No es también, el XIX, el siglo de las pandemias? Hegel murió de cólera, como Weber sucumbiría a la Gripe Española; el coronavirus, hasta donde sabemos, no se ha llevado a ningún pensador de altura parecida. ¿Y no encuentran los genocidios del XX un modelo en las prácticas coloniales del XIX? Tal como nos ha recordado María José Villaverde, en la Francia en cuyos debates políticos participaba Tocqueville se discutió la práctica de encerrar a los argelinos en cuevas a las que se prendía fuego. Bien. Pero si nos proponemos evaluar nuestro presente a partir de su posición en el interior de la modernidad, o sea en relación con sus procesos y dialécticas, la pregunta es la misma: ¿dónde estamos? ¿Vivimos una fase de descomposición de la modernidad, una vez constatado su fracaso sin que aparezcan alternativas a ella? ¿O en un tiempo donde la modernidad se vuelve sobre sí misma y se agudizan sus contradicciones? Preguntarnos dónde estamos es preguntarnos a dónde vamos; en el caso de que vayamos a alguna parte. De este hilo, en cualquier caso, tiraremos en la próxima entrada de este blog.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).