La filosofía moral del siglo XXI está basada en el respeto de los derechos humanos. Nadie lo duda y muy pocos se oponen a ello. Bien está. Pero la izquierda contemporánea ha decidido judicializar la memoria histórica y aplicar esa filosofía retroactivamente: el pasado debe ajustarse a sus filias y a sus fobias. Y como el populismo no respeta esa antigua distinción entre izquierda y derecha, nacida en la Asamblea Nacional de 1789, los nacionalistas rusos han querido privar al aeropuerto de Kaliningrado del preclaro nombre de Kant porque el filósofo fue, dicen con honrada inexactitud, alemán. Además, estos iletrados sin ínfulas confiesan no entender nada de sus libros. Lo cual es representativo de nuestra época: aquella en la cual no sólo no se lee a Kant sino no causa vergüenza despreciarlo con furor
Cunde aquí y allá el vandalismo, palabra cuya invención es atribuida a un asambleísta francés, el abate Grégoire –quien había votado por enjuiciar a Luis XVI aunque rechazó su decapitación– para denunciar la destrucción revolucionaria de iglesias, bienes y monumentos de la Iglesia Católica. En España, los alcaldes poscomunistas –todo comunismo es por tradición experto en borrar la historia a pedido del partido– han pretendido modificar el callejero urbano, eliminando a todos aquellos personajes ingratos a la ideología llamada progresista, porque como nos decía hace poco Fernando Savater, en España hay quienes creen que la derecha, o lo que entienden por tal, simplemente no debe existir.
Pese a ello, en el caso español hay cierta coherencia en el revisionismo histórico, pues muchos de quienes vieron morir al general Francisco Franco están vivos, como lo están sus hijos y sus nietos. Otros padecieron la guerra civil de 1936, consecuencia de un levantamiento militar que, victorioso en 1939, masacró a los vencidos. Pero debe agregarse, que de haber triunfado una República cuyo ejército estaba copado por el Partido Comunista Español, los masacrados bien pudieron haber sido los nacionalistas.
Pero es natural que las víctimas de Franco y sus descendientes abominen de El Valle de los Caídos, de donde la momia del sedicioso gerifalte fue justicieramente expulsada en 2019. Es humano que les repugne que unas pocas calles y plazas españolas aún conserven nombres de algunos franquistas. Es aberrante, en cambio, que la memoria histórica judicialice al siglo XIX español y a sus conservadores. Marcelino Menéndez Pelayo (fallecido en 1912 mientras desahogaba la ortodoxia de su juventud) no es responsable de que su nacional-catolicismo haya mareado al excitable Franco, como tampoco Marx o Nietzsche son del todo culpables de la manera en que los leyeron Lenin o la hermana de Nietzsche, quien convenció a los ideólogos nazis del supuesto nietzscheanismo de su política.
Abundan los iconoclastas y el vandalismo. Curioso animismo contemporáneo: no pudiendo hacer desvanecer las ideas que disgustan, se procede con los objetos. Dirán los vándalos, en su defensa, que son símbolos aquello que defenestran. Olvidan que los símbolos lo son porque nos gusten o no, representan un pasado común, abundante en injusticia pues la virtud, cuando es pretérita, es poco apreciada.
Hablemos, por ejemplo, de la cruz gamada que ese artista frustrado llamado Adolf Hitler diseñó con sus propias manos. La esvástica nacional-socialista es un símbolo universal que recuerda el Holocausto, que a la mayoría de los seres humanos nos estremece y nos horroriza, mientras los extraviados negacionistas se empeñan en ejercer sus falacias y una turba lo festeja en privado y hasta en público. Prohibir su exhibición en 1945 fue una necesidad política de la “desnazificación” alemana y acaso un consuelo para los judíos sobrevivientes del exterminio. Una manera de decir, en efecto, nunca más. Actualmente me parece que esa prohibición es un anacronismo escasamente liberal que arroja a los neonazis a las cloacas de las redes sociales, y los obliga a ejercer el venenoso eufemismo, que de tanta buena prensa goza hoy día. Tanta mentira piadosa y unas pocas leyes prohibicionistas no borran el horrendo poder simbólico de la cruz gamada. Pero los alemanes de hoy, auténticamente contritos los más, sabrán qué hacer y lo harán bien.
El vandalismo, en América Latina, suele dirigirse contra el colonialismo. Se ha repetido hasta la saciedad, recurriendo inclusive al chiste, que los Domínguez, los De la Vega o los Cortés, en todo caso, descendemos remotamente de los conquistadores andaluces del siglo XVI o de los asturianos y vascos colonizadores en el XVIII, aventurándose al cruzar hacia las Indias, y no de quienes permanecieron en la península, a cuyo gobierno actual el nuestro le pide una disculpa por aquellos crímenes. Al rato pedirán, no es improbable, reparaciones económicas. ¿Quiénes las cobraran? ¿Los gobiernos mexicanos, que han permitido y solapado el desamparo de los indígenas desde su independencia, gracias a Agustín de Iturbide, en 1821? ¿Las minorías indígenas, forjadas –religiosa, social y étnicamente– durante el virreinato y devotas de un catolicismo muy particular porque todo catolicismo es etimológicamente un sincretismo? ¿Esas minorías que, con excepciones muy notables, no solo practican usos ilegales y costumbres misóginas, sustrayéndose voluntariamente de algunos de los derechos humanos consagrados en la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos? ¿De ser descendientes de los aztecas o de los mayas, los llamados pueblos originarios merecerían esas disculpas o reparaciones cuando está históricamente documentado que abrazaron fervorosamente la nueva religión, más caritativa y menos horrenda, gracias a los franciscanos y al guadalupanismo, que la mesoamericana?
Sí, fueron conquistados a sangre y fuego, pero de esa conquista la mayoría de los naturales, adversos al cruel imperio, participaron con entusiasmo. Lo prueba la caída de México-Tenochtitlán en 1521 y la insólita ausencia de grandes rebeliones indígenas en la Nueva España, a diferencia de lo ocurrido en el Perú. Nadie lloró, por ineficaces, a los dioses derrotados y gracias a la parénesis, estos renacieron, transfigurados, en los santos cristianos. Yo no creo en los pueblos originarios. Sí, se conquista a sangre y fuego. Así fue como Julio César conquistó la Galia. Pero, de palacio a palacio, no he oído al Elíseo exigirle disculpas al Quirinal por aquello narrado por el general romano en La guerra de las Galias. Nació el pueblo francés tarde o temprano, como tarde o temprano nació también el pueblo mexicano. Lo siento: así va la historia universal.
Los hombres no somos árboles, como decía el poeta Joseph Brodsky, cuando le preguntaban por sus “raíces” rusas. Algunos americanos llegamos por el estrecho de Bering o desde Escandinavia, otros en canoas desde la Polinesia, atravesamos selvas y desiertos, después tocamos tierra en barcos y luego aterrizamos en aviones. La identidad debería darla no el tiempo de residencia o esos dudosos, linajudos y solapadamentre racistas derechos de antigüedad, sino la lealtad de todos los ciudadanos a la Constitución. El único patriotismo ético, diría Jürgen Habermas, es el constitucional.
La jefa de gobierno de la Ciudad de México mandó retirar, dizque para restaurarla y en la víspera del 12 de octubre, la estatua de Cristóbal Colón en el Paseo de la Reforma. Después llamó a discutir la pertinencia de reponerla dado lo polémico de su naturaleza y en cambio, invitó a festejar la fundación, anterior a 1492 desde luego, de las grandes urbes de Mesoamérica. Me temo que, en cuanto a la judicialización de la memoria histórica, aztecas, teotihuacanos y mayas tienen tan malas cuentas que rendir como el colonialismo europeo. Octavio Paz, ucrónico, imaginó qué hubiese sucedido en la península si el belicoso Axayácatl desembarca en Cádiz en aquel año del llamado encuentro.
El sacrificio humano, ya se sabe, no fue una excentricidad calendárica de los antiguos mexicanos, sino una práctica religiosa cotidiana al grado que ya nadie niega su existencia histórica y ciertos investigadores han llegado a calificar, al menos al imperio de Moctezuma II, como un Estado caníbal necesitado de completar la nutrición de sus súbditos con proteína animal. Cierto o falso lo anterior, el sacrificio estaba en el centro de la economía de aquellos reinos. Supongo que esta evidencia histórica no provocará que volvamos a enterrar el Templo Mayor en el Zócalo o cubramos a los dioses políticamente incorrectos expuestos en el Museo Nacional de Antropología para proteger las pudibundas miradas de los menores de edad. Si aparecerán, una vez leído este artículo, los relativistas posmodernos que encuentran horrenda a la hazaña náutica de Colón y a su triste consecuencia, la expedición de Hernán Cortés, pero que justifican los sacrificios de recién nacidos y de niños, consuetudinarios entre los aztecas para invocar a las lluvias, porque formaban parte de una religión natural ajena a la perversión de Occidente. A quienes sacrificaron a aquellos niños se les exenta de la judicialización de la memoria histórica. Ocurre que esa judicialización solo aplica a los horrores de Occidente, aunque connotados esclavistas hayan sido, también, los propios africanos antes de la crudelísima colonización europea y los musulmanes, antiguos y perseverantes especialistas en martirizar a sus hermanos en la fe cuando los tienen por cismáticos.
En Chile, donde ha cundido el vandalismo radical contra los monumentos coloniales y republicanos, algunos intelectuales se han preguntado si no habría que pedirle al no muy fraterno gobierno del Perú la demolición de Machu Pichu, por ser uno de los monumentos más espectaculares de la explotación del hombre por el hombre habidos sobre la tierra. No hablemos de la Muralla China, visible desde el espacio exterior o de las pirámides de Guiza o de Teotihuacán, donde dejaron la vida miles y miles de esclavos durante generaciones. Y dada la desagradable costumbre humana de erigir estatuas a guerreros de todas las épocas y obediencias, ¿no sería recomendable judicializar todas las ciudades y retirar a todos estos personajes históricos, empezando por el almirante Nelson en Trafalgar Square, por haber sido, todos ellos, asesinos por obligación y por vocación, así como violadores sistemáticos de mujeres, el primero de los botines de guerra?
Como es del dominio público, Cristóbal Colón no fue uno de esos guerreros, sino un sabio navegante que murió sin saber que había descubierto América, bautizada por el cartógrafo y explorador Vespucci. Ensanchó los límites del mundo y, hombre de su tiempo, toleró injusticias y vejaciones para nosotros inaceptables, pero desoyó a beatos y escépticos por igual, siendo el narrador de maravillas de las cuales se nutrió la literatura moderna, empezando por la nuestra, la española. Si se arremete contra la Ilustración y su herencia científica, contra el liberalismo (el de a de veras), contra la democracia representativa y el equilibrio de poderes que ha creado las sociedades más justas en la historia, es natural que aún inconscientemente, se destierre a uno de los grandes hombres del Renacimiento. ¡Colón al paredón!
Su estatua, antes de ser vandalizada por la muchedumbre, será resguardada en un museo, rincón de la muñeca fea donde se remite a lo impresentable o se bautiza al Arte Contemporáneo, para distinguirlo de la vil antigualla. Al hacerlo, nuestras autoridades serán consecuentes con esa judicialización de la memoria histórica que comparten actualmente democracias y dictaduras. Harán, aquí, alguna consulta pública amañada entre sus prosélitos para legitimar una obcecación nativista que en el mundo de nuestros días nada tiene, además, de original.
Uno de los grandes logros del siglo XXI, el poner a los derechos humanos en el eje de la filosofía moral, se convierte, al aplicarse retrospectivamente, en la sustitución de la historia por la beatería de los poderosos, sean los talibanes o se trate de la izquierda conservadora que gobierna en México. En el fondo, quien dinamita los budas gigantes de Bamiyán o esconde la estatua de Cristóbal Colón responde, en proporciones hasta ahora distintas, al mismo principio, el del fanatismo.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile