Parece que no basta ni una pandemia mundial con dramáticas consecuencias sanitarias, sociales y económicas para que el abolicionismo feminista reconozca que el moralismo que desprende no protege la vida de ninguna trabajadora sexual. Pese a los distintos intentos de carácter político y religioso que se empeñan en perseguirlas, condenarlas y estigmatizarlas, las trabajadoras sexuales han demostrado no solo su capacidad de resistencia y autoorganización sino que también han radiografiado las dificultades que conlleva vivir al margen del sistema por la falta de reconocimiento de sus derechos humanos.
Cuestión, esta última, que se ha hecho crudamente evidente a propósito de la Covid-19 y el estado de alarma. Aunque la situación que estamos viviendo tiene un impacto generalizado en la vida de la población, este puede ser muy desigual en razón de la clandestinidad en la que se desarrollen algunas actividades laborales, como es el caso del trabajo sexual y, más concretamente, la prostitución.
A pesar de quienes se ofenden porque haya mujeres que sin coacción ni explotación utilizan el sexo para sobrevivir, la prostitución es y seguirá siendo una realidad en nuestra sociedad. La única línea que separa a unas mujeres de otras no es el uso libre que hagan de sus cuerpos sino si tienen o no reconocidos sus derechos. O, dicho de otro modo, en un país democrático, lo que separa a unas mujeres de otras es el grado de violencia institucional al que están sometidas. ¿Y qué hay más violento, en el nombre del Estado, que negar el reconocimiento de una trabajadora sexual como sujeto político?
En estas semanas, las putas, como muchas otras personas, también han tenido miedo a contagiarse, miedo a perder sus ingresos, miedo a no saber consolar a sus hijos, miedo a no poder despedirse de un ser querido, miedo a contraer deudas, miedo a que el confinamiento se alargue…
Pero esta no es la única emoción que han experimentado en el estado de emergencia. Luego está la rabia. Una rabia enraizada en la vulnerabilidad a la que les condena el Estado, la Ley Mordaza, las ordenanzas municipales que persiguen a sus clientes, las ONG asistencialistas que hablan por ellas, pero sin ellas, y todo un entramado institucional que, escudándose en la pancarta del feminismo, las tilda de intrusas y explotadoras incluso durante las manifestaciones del 8 de marzo.
En la actual situación de emergencia por la Covid-19, gestionar la vulnerabilidad en la que se encuentran muchas trabajadoras sexuales no es tarea prioritaria para el Gobierno liderado por Pedro Sánchez. Un ejecutivo, que por si se había olvidado, se define como feminista y presume de hacer políticas feministas. Tampoco ellas fueron prioridad cuando gobernaba el Partido Popular y Pablo Iglesias popularizó la palabra “casta”. Y no, ni la mínima atención les ha dedicado por su parte la oposición.
De un tiempo a esta parte han cambiado las caras en los sillones, pero el discurso del gobierno central sobre el trabajo sexual continúa siendo el mismo. Hace poco más de un mes, la propia Ministra de Igualdad, Irene Montero, expresaba durante una entrevista que en su agenda estaba la abolición de la prostitución y que el esfuerzo de su ministerio para acabar con la explotación sexual de las mujeres se dirigía a la industria. Montero pedía asimismo no centrar la atención en el debate feminista y en la situación de las prostitutas sino en los hombres que se enriquecen a costa de ellas.
Quienes acompañamos a las trabajadoras sexuales en la lucha por sus derechos, ya sabíamos del escaso recorrido del enfoque de Montero. La postura abolicionista solo perpetúa la criminalización, represión, clandestinidad y control policial al que se somete a las trabajadoras sexuales. Pero lo que no supimos prever fue lo pronto que le estallaría en la cara la incompetencia de su discurso: no puedes culpabilizar al patriarcado eternamente de la falta de derechos de las prostitutas cuando tú tienes competencias públicas para mejorar la vida de estas mujeres.
Con la declaración del estado de alarma, la prostitución ha desaparecido de los más de 1.600 clubs que existen en España. Ante esto, muchas trabajadoras sexuales, como afirmaba estos días María José Becerra, Cofundadora del Colectivo de Prostitutas de Sevilla, se encuentran acumulando deudas de alojamiento. Otras han sido abandonadas a su suerte mientras los locales, como es el caso del macroprostíbulo Paradise han presentado un expediente de regulación temporal de empleo (ERTE). Ellas, por si cabía alguna duda, no forman parte de los 69 trabajadores despedidos. Ni siquiera se puede contemplar ese hecho dado que el dueño sería acusado inmediatamente de proxenetismo.
De aquellas que trabajan en pisos y calles, poco se sabe. Pero, como cualquier hijo de vecino, tendrán que pagar el alquiler y alimentar a sus familias con la única diferencia de que no tienen derecho a paro, subsidio, baja laboral y tampoco un sindicato que defienda sus derechos laborales. Algunas se adaptan al mercado online y las menos afortunadas se ven obligadas a desobedecer las recomendaciones sanitarias para sobrevivir.
Desde el Gobierno balear se ha propuesto una renta básica para las personas que se dedican al trabajo sexual y se han quedado sin ingresos por la Covid-19. No obstante, esta ingeniería social también presenta limitaciones. Las prostitutas no pueden justificar administrativamente cuál era su fuente de ingresos, la cuantía de los mismos o incluso, si se encuentran en situación de irregularidad, su permiso de residencia para acceder a este recurso. De hecho, la aplicación de la Ley de Extranjería puede disuadirlas, ante el miedo de ser expulsadas, de demandar ayuda en los servicios sociales.
Por su parte, el Ministerio de Igualdad ha guardado silencio al respecto. En esta crisis, Montero ha centrado su esfuerzo en justificar la celebración del 8 de marzo, pese al alto número de contagios que había ya en Madrid en dicha fecha. Se ha emponzoñado en la falacia de que todo aquel que critique la celebración de aquella manifestación es que rechaza el feminismo y odia a las mujeres. No ha hecho ni la menor autocrítica.
Pero mientras ella continúa en su particular rueda de hámster y se cree merecedora de alguna medalla, sigue habiendo mujeres sin derechos y a las que se niega a mirar como sujetos políticos, capaces de negociar su situación y de renegar de las migajas del modelo social asistencialista.
Regenerar la vida pública requiere no dejar a nadie en la estacada, pero ni ella ni el ejecutivo del que forma parte han predicado con el ejemplo. Es la inmundicia de disfrazar el feminismo de necropolítica. Antes de volver a defender la abolición de la prostitución deberían plantearse si en un estado de emergencia dotaron de recursos asequibles y efectivos a aquellas que siempre han vivido expuestas a la marginalización. Porque si no lo hicieron en una situación excepcional habrán demostrado que la infección moral y la burocracia está muy por encima de los derechos humanos y la vida de estas mujeres.
Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).