España está sumida en una grave crisis constitucional provocada por el voraz afán de los principales partidos por colonizar el gobierno de los jueces y nuestro Tribunal de Garantías. Los dos bloques en los que ahora se divide nuestra política han colisionado y, lo que es más preocupante, parecen dispuestos a desplegar una política de tierra quemada que puede dejar hecho escombros nuestro orden institucional, intoxicado por un léxico y prácticas populistas incompatibles, como ha advertido el profesor Aragón Reyes, con los postulados básicos de una democracia de consenso como la que previó nuestra Constitución de 1978. En una crisis como esta, el Derecho en lugar de servir como fuerza ordenadora y, en cierto modo, inspiradora, se ha convertido en un mero pretexto que se usa como munición en este conflicto institucional.
Todo ello ocurre, además, en un contexto de hipérbole y dramática exageración que, con acierto, mi querido colega Víctor Vázquez ha calificado como un “estado de alarma verbal” que dificulta cualquier análisis sosegado y constructivo. Y es que, siendo grave la situación que vivimos y muy preocupantes las secuelas que puede dejar, hay que cuidarse también de reacciones desproporcionadas que precisamente abonan la ruptura, dinamitan puentes de diálogo, y pueden terminar por dar lugar a una suerte de profecía autocumplida sobre el colapso de nuestra democracia del 78.
Así las cosas, para comprender el momento en el que nos encontramos y lo peligroso de su deriva conviene echar la vista atrás. En nuestra añorada Transición, la situación de España era mucho más crítica y tensa. El recuerdo de los asesinatos diarios por parte del terrorismo etarra o del ruido de sables dan prueba evidente de ello. Incluso, el sentir social mayoritario que quería paz en democracia, no escondía importantes focos de crispación. Además, teníamos un andamiaje institucional viciado por varias décadas de gobierno autoritario. Y, a pesar de ello, fuimos capaces de construir una democracia plena. Varios factores creo que contribuyeron a ello.
El primero de ellos fue la generosidad expresada en el espíritu del “abrazo”. El “armisticio” entre las dos Españas que se habían enfrentado (como lo ha calificado Luis Pomed refiriéndose a la Ley de amnistía) supuso la victoria de la concordia como presupuesto para vivir democráticamente. Porque sin un mínimo de concordia la convivencia democrática es imposible. Fue ese espíritu el que permitió a fuerzas ideológicamente distantes forjar pactos esenciales: la Constitución, los Pactos de la Moncloa, los Pactos autonómicos… Unido a la convicción de que, si se quería levantar una democracia, había que convocar a los mejores, sobre todo allí donde las instituciones requieren a personas solventes y de probada independencia. La contribución de las élites políticas remando en la dirección correcta fue fundamental.
Sin embargo, con el pasar de los años, diría que prácticamente desde los noventa, la situación fue deteriorándose. En especial, nuestra política nacional se vio aquejada de dos males: por un lado, empezó a acusarse una deriva partitocrática cada vez mayor. Los partidos empezaron a extender su poder a distintos ámbitos de la vida civil (como, por ejemplo, las asociaciones de víctimas del terrorismo) y fueron colonizando los órganos que tenían que servir de contrapeso institucional. El reparto por cuotas en los nombramientos es la mejor expresión de esta patología: cada partido colocaba a “sus” candidatos en el correspondiente órgano, trasladando la división progresista-conservadora a su interior. Por otro lado, a diferencia de lo que ocurría en los países de nuestro entorno, en España los principales partidos mostraban una incapacidad para alcanzar acuerdos de Estado, necesarios para afrontar las oportunas reformas del orden jurídico y socio-económico. Así, mientras que Alemania, Francia o Italia, han sido capaces de promover incluso reformas constitucionales, en España permanecíamos bloqueados. Incapaces de aprobar una ley de educación con un mínimo de consenso; de afrontar la ordenación territorial de nuestro país o de pactar el futuro de las pensiones… Al contrario, el Pacto Antiterrorista saltó por los aires; crecieron los movimientos independentistas hasta la insurgencia catalana de 2017; y únicamente lograron pilotarse con un cierto sentido de Estado tres momentos clave como fueron la puntual y discutible reforma constitucional del art. 135, a impulso de Europa; la abdicación del Rey Juan Carlos; y la aplicación del art. 155.
A estos males se añade ahora, como decía, la infección por el virus populista, peligrosa carcoma para la democracia liberal. Un virus que predica la supremacía de la política sobre los “frenos y contrapesos” institucionales. Las urnas se muestran como un bálsamo salvífico que todo lo sana y se afirma sin rubor que quien gobierna tiene derecho a controlarlo todo. Se olvida que los órganos de garantía deben gozar de independencia (por mucho que en la elección de sus miembros participen instituciones políticas) y que los servicios públicos (en particular, los medios de comunicación públicos) deben prestarse sirviendo “con objetividad los intereses generales”. De ahí el recelo con el que los populistas miran a los jueces. Así, hemos pasado de los jueces “comunistas” que perseguían a Berlusconi a los jueces “machistas” o a la “derecha judicial” que señalan desde el Gobierno de nuestro país. A mayores, este virus populista lleva también a cuestionar las bases de las instituciones representativas, aquellas que dan vida al pluralismo, para buscar la conexión inmediata entre el líder y el pueblo. Y, por supuesto, favorece la polarización en la que nos encontramos.
Pues bien, la situación ha llegado a un nivel de tensión tal que urge reconducir nuestra política. En cuanto a la crisis que tenemos ahora mismo en curso, creo que PP y PSOE deberían comprender que han cruzado ya demasiadas líneas rojas y que deben alcanzar un acuerdo de mínimos: que el CGPJ elija los dos magistrados constitucionales, se retiren las enmiendas polémicas, y se pacte una renovación del Consejo (por qué no, por sorteo). Pero, más allá, creo que tenemos que ir a la raíz del problema, lo que me obliga a compartir una reflexión estrictamente política. Me parece evidente que la actual mayoría política que sostiene al Gobierno de Sánchez, construida a partir de la moción de censura, es nociva para el país. Nada sorprendente cuando la integran partidos claramente hostiles al ordenamiento constitucional, que no han tenido empacho en patrocinar una ruptura golpista o que no han sido capaces de condenar abiertamente la lacra terrorista. Por no hablar de Podemos, en cuyo ADN está la impugnación del “régimen del 78” y que, aunque solo sea dialécticamente, contamina el debate político con sus dejes populistas. Un discurso y unas formas que han terminado siendo acogidas por el PSOE actual. Con el riesgo añadido de que un presidente frívolo como Sánchez pueda aventurarse, como Cameron en Reino Unido, a convocar referendos, aún consultivos, sobre temas constituyentes (algo que llevaría al suicidio de nuestra democracia representativa).
Pero contentarse con mandar a la oposición a este grupo no es suficiente. No es suficiente, en primer lugar, porque desde la oposición este “bloque” así concebido puede seguir haciendo mucho daño a la convivencia democrática. Y, en segundo lugar, porque el virus populista también ha penetrado en el bloque conservador. El filibusterismo del PP con el bloqueo judicial es inaceptable. Pero, además, el discurso “ayusista” resulta cada vez más difícil de encajar en el léxico de una democracia liberal, con sus excesos verbales y su intento de recuperar una imaginería de Iglesia y cuartel, a la zaga de Vox. Y no puede esconderse que Vox, por mucho que a algunos pueda parecer un mal menor ante la amenaza independentista, defiende una imagen de España que no se cohonesta con la que subyace en la Constitución de 1978. Los postulados unitarios, recentralizadores, y el nacionalismo antieuropeísta de Vox son difícilmente conciliables con la letra y el espíritu del 78. Pero, sobre todo, su apego cada vez mayor a llevar la política a las calles y el “tono” frentista de su discurso, que encuentra su alter ego en Podemos, alimenta la “guerra cultural” que nos polariza y divide, reviviendo las hostilidades entre las “dos Españas” que la Transición quiso dejar atrás: fascistas frente a socialcomunistas… De forma que, mientras los partidos otrora moderados que dieron sustento material al orden político del 78 sigan atados por los extremos, el riesgo de colapso de nuestra democracia estará cada vez más presente.
Ante esta situación, para mí, la única salida es recuperar algo de ese espíritu del abrazo, que es tanto como una llamada a la concordia política y al respeto de unos mínimos de lealtad constitucional en el quehacer diario de los principales partidos. Algo que tendría que traducirse en el compromiso mutuo, de PP y de PSOE, por un lado, con despolitizar los órganos de contrapeso institucional y, por otro, con apoyarse en los mínimos necesarios para facilitar la gobernabilidad y dar estabilidad al país. Dando por descartada la ingenua preferencia por los gobiernos de gran coalición en España, por lo menos aspiremos a que no se repita el “no es no”. Debemos comprender que también es obligación del principal partido de la oposición, sea cual sea, colaborar en la investidura para que quien tenga la mayoría no tenga que venderse a los extremos. Y ojalá que algún día podamos incluso recuperar los ideales reformistas que hace no tanto algunos creímos que podían ayudar al progreso de nuestro país y a la consolidación de la herencia democrática que habíamos recibido.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.