El miedo al odio

¿Debe el derecho prohibir un discurso capaz de generar una atmósfera donde el odio germine, aunque odiar no sea en sí mismo algo jurídicamente censurable?
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En los últimos años los juristas nos hemos preocupado singularmente por el odio, uno de los sentimientos que definen la naturaleza humana. El concepto delictivo del “discurso del odio” se ha erigido, de hecho, en una moda jurídica expansiva. La protección penal frente al odio nos plantea, no obstante, un problema conceptual, puesto que odiar, vivir el sentimiento de radical animadversión que define esta experiencia, es algo que se escapa a los dominios del derecho. La libertad personal de odiar, dicho de otra forma, no es jurídicamente cuestionable. Incluso, como nos explica Emmanuelle Carrère en sus crónicas sobre el proceso judicial de los atentados del Bataclán, podríamos plantearnos, como hacen algunas víctimas, si existe un deber moral de odiar los actos más viles y a sus autores. La pregunta que nos interpela, sin embargo, es otra: ¿Debe el derecho prohibir un discurso capaz de generar una atmósfera donde el odio germine, aunque odiar no sea en sí mismo algo jurídicamente censurable? Muchos ordenamientos europeos responden que sí, tipificando el discurso del odio como delito. Este concepto de “discurso del odio” ha tenido además un efecto sobre la cultura jurídica que va más allá de la mera tipificación y aplicación de este delito. Por ejemplo, en España, varias sentencias han jugado con la idea de que el odio puede ser en sí mismo un sentimiento incompatible con la libertad de expresión, para excluir de la protección de este derecho a aquellas expresiones litigiosas que no superen un “test de la inquina”. La pérdida de contornos del “discurso del odio”, convertido en una suerte de concepto jurídico de efectos indeterminados y expansivos, nos plantea el interrogante sobre funcionalidad jurídica. Desde mi punto de vista, se trata de un tipo penal prescindible que fácilmente puede pervertir su legítima razón de ser, proteger a las minorías, castigando discursos incómodos para quienes no pertenezcan a estas.  

Llegados hasta aquí, el lector podría pensar que se quiere negar la naturaleza problemática del odio en democracia. Nada más lejos de la realidad. El sentimiento de radical animadversión o enemistad política entre ciudadanos es uno de los principales elementos de desintegración para cualquier comunidad política. Más aún para una democracia liberal. El odio político posee así, en mi opinión, una dimensión constitucional mucho más nítida y relevante que la puramente penal. Desde luego, este diagnóstico está lejos de ser original. Spinoza nos enseña que no se puede pensar la política sin considerar la estructura afectiva de los hombres. El odio, “una tristeza acompañada por la idea de una causa externa”, forma parte constitutiva de dicha estructura y cualquier fractura social entre ciudadanos, consolidada sobre este sentimiento, pondría en riesgo la continuidad del Estado y podría ser causa, en circunstancias extremas, del enfrentamiento civil. La voz griega, stásis, como desprecio o animadversión profunda entre ciudadanos, es la que mejor define hasta hoy, esa fuerza capaz de destruir los vínculos de afecto cívico para convertir el espacio público en una ciudad dividida. 

Pero pensemos en el odio desde la Constitución y, en concreto, a partir de esa idea de unión o de integración que es inherente al ideal constitucional. El constitucionalista Cass Sunstein (The law of group polarization, 2002)  se ha esforzado en demostrar, de la mano de la psicología social, que la tendencia a la polarización es constitutiva al comportamiento de los hombres en democracia. La posibilidad de someter a deliberación determinadas cuestiones morales, al contrario de lo que podría intuirse, trae muy a menudo consigo un repliegue en las propias premisas y un desprecio de las ajenas. Así, cualquier democracia ha de asumir la existencia de lo que él denominó, con éxito, “la ley de la polarización”. Lo cierto es que los propios padres de la Constitución estadounidense no eran ajenos a esa intuición. James Madison, en El federalista, ya reconocía que tampoco una democracia “puede evitar las causas de la facción” y, el propio presidente Washington califica a este espíritu de facción, en su discurso de despedida, como un sentimiento “inseparable de nuestra naturaleza, enraizado en las pasiones más fuertes de la mente humana”. 

Es ese pesimismo respecto a la naturaleza humana lo que explica parcialmente el paternalismo que está presente en el diseño constitucional de los poderes que observamos, no solo en la Constitución estadounidense, sino en cualquier constitución liberal, y que tiene como último fin el impedir que el espíritu faccioso, fácil de desbocar, secuestre las instituciones, cercene las libertades y haga imposible creer en la ficción democrática de “un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”. El propio Sunstein, quien publica este trabajo intuyendo la radicalización inminente de la política estadounidense, plantea tres paliativos frente a esta inercia polarizadora. Dar autoridad a los expertos para decidir sobre cuestiones litigiosas despolitizando áreas de decisión; mejorar el diseño de los equilibrios institucionales de la separación de poderes y crear espacios que obliguen a las personas a deliberar de forma racional, al margen de la emotividad con la que discurren en sus cámaras de eco.  

Creo que cualquier observador, no solo de la política constitucional estadounidense, sino, en general, de las democracias liberales, puede comprobar que son precisamente estos elementos de contrapeso que señala Sunstein, los que hoy son objeto de una particular erosión. No obstante, lo que también ha experimentado un cambio, si atendemos a la expresión electoral de estas sociedades, es el grado o la misma cualidad de la polarización. En las democracias liberales, donde se quiso desterrar cualquier antagonismo amigo enemigo, con el reconocimiento constitucional del pluralismo como valor, hemos asistido a un redescubrimiento del odio como fuerza de movilización electoral.  Parece como si  “la democracia sentimental” que nos adelantara Manuel Arias Maldonado haya encontrado en este desafecto su principal eje populista. De los “empresarios de la polarización”, a los que alude el propio Sunstein, hemos transitado de alguna forma a los “empresarios del odio”. 

La democracia necesita disenso, enfrentamiento ideológico, protesta y activismo social, canalizado a través del ejercicio de los derechos y la acción política.  En todo caso, la experiencia nos ha demostrado que este combate por las propias ideas no es compatible con una comprensión de lo político como la situación extrema de la lucha a muerte entre el amigo y el enemigo. Una lucha que presupone la predisposición a odiar intensamente al otro en buena parte de la población. Precisamente porque se pronuncia en un contexto guerracivilista, la famosa afirmación de Lincoln de que “una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse” recobra aquí una fuerza insuperable ante la realidad actual de la política norteamericana. Una realidad donde se ha institucionalizado un discurso en el que, por poner un ejemplo reciente, se alude al adversario político como basura progresista durante un encuentro con mandos militares, al mismo tiempo que se promete la intervención castrense en ciudades disidentes. El radicalismo en la dinámica de la polarización se acerca así cada vez más a la idea de guerra civil como paradigma político cotidiano, vaticinada por Agamben y, en cualquier caso, nunca del todo desterrada en la existencia de los USA. El asesinato y las exequias de Charlie Kirk simbolizaron bien, en fondo y forma, la fragilidad actual del pacto social estadounidense. 

La consolidación del odio como paradigma político plantea, en definitiva, un problema que va más allá de la tutela de los derechos, o de los límites de la libertad de expresión, y que interpela a la propia continuidad de la democracia constitucional, tal y como la conocemos. Como explica Judith N. Shklar  (Los vicios ordinarios, 2022), al abordar la misantropía como uno de los vicios ordinarios de las sociedades liberales, el odio hacia su comunidad, propio del misántropo, siempre corre el riesgo de canalizarse colectivamente como una declaración de guerra a lo que se considera una parte fracasada de la ciudadanía.

Decíamos anteriormente que la confianza en el diseño constitucional, en los equilibrios de poder, se ha considerado, desde los orígenes del constitucionalismo, un remedio frente a los males del espíritu de facción. No obstante, esto es solo una parte de la ecuación, ya que, también desde los orígenes del sueño de la Constitución, el éxito del nuevo orden político se cifra en otro elemento que no es institucional sino cultural: la virtud republicana. Virtud que implica una idea del ciudadano como alguien capaz de abandonar, en un determinado momento, un antagonismo despreciativo, en aras del bien público, pero que apela también a una mínima lealtad cívica y una voluntad de Constitución en los actores políticos. Esto quiere decir que la Constitución depende de factores que no son ejecutables a partir de sí misma. De realidades, por expresarlo de otra forma, que su propia normatividad no es capaz de garantizar. 

El sistema de comunicación digital ha recordado el gran potencial movilizador, el valor político, de la aversión y el desprecio, enfrentándonos al interrogante de si es viable nuestro ideal de opinión pública en un contexto tecnológico que parece ingobernable jurídicamente y favorece la normalización de la inquina política como realidad social del Estado Constitucional. Canalizar los efectos de los enfrentamientos derivados de una progresiva división de la ciudad en antagonistas, mantener el logro de la integración, no creo que pueda ser –o no solo– tarea del derecho. Tampoco considero, como ya he dicho, que la persecución penal del discurso del odio abstracto, es decir, aquel del que no pueda demostrarse que genere un peligro real y cierto para ciertas minorías, contribuya a este fin. Existe el riesgo, de hecho, de que dicha censura pueda convertirse, a la postre, en una factoría de mártires de la libertad de expresión y que lejos de eliminar ese odio, se favorezca, paradójicamente, cierto culto al discurso abyecto por su supuesta incorrección política.  

El profesor Josu de Miguel acaba de escribir un breve texto en el que en vez de preocuparse del odio, como aquí se hace, piensa la Constitución desde el lado opuesto de nuestra estructura afectiva, es decir, desde el amor, un sentimiento constitucional, nos dice, que no siempre se conoce a sí mismo ni es capaz de conocer lo que es y lo que oculta. Aprovechando la audacia de este colega para aproximarse a lo que creo remite a la idea clásica de la virtud, me permito concluir que en un contexto de incremento progresivo de la animadversión política, la resistencia del pacto constitucional depende en mucho de factores afectivos que ponen a prueba la propia cultura política del país. Entre otros, el de si sobrevive un tipo de liderazgo político que, desde cualquiera que sea su ideología, es capaz de recordar los vínculos morales que unen a la ciudadanía desde la Constitución, aún en la era de la enemistad, que es también, en cierta medida, la era de los odiadores.   


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