Es curiosa la historia reciente del Partido Republicano y sus candidatos a la Presidencia estadounidense. En términos generales, el partido se ha ido mudando hacia la derecha. Casi todas sus grandes figuras son políticos conservadores. En la Cámara de Representantes y el Senado, defienden una agenda dogmática, de oposición testaruda a Barack Obama e inflexible defensa de una breve e inamovible lista de prioridades. Hace algunos meses, un analista político me decía que los republicanos han dejado de ser una opción viable de gobierno porque se han vuelto "plenamente reaccionarios". Razón no le falta. Al menos en el Poder Legislativo y en distintos escenarios ejecutivos a escala local y estatal, el Partido Republicano parece capaz de pelear solo por su muy particular y estrecha agenda, pensada para atraer básicamente a un demográfico numeroso, pero decreciente: el voto blanco. Hasta ahora, la apuesta parece haberles dado resultado: controlan ambas cámaras del Congreso federal y 31 gobiernos estatales.
Por todo esto, uno pensaría que a la hora de elegir su candidato presidencial cada cuatro años, los republicanos actuarían con congruencia. En la práctica, ha ocurrido lo contrario: en las últimas tres décadas han terminado apostando por candidatos mucho más moderados que la tendencia general del partido. Incluso George W. Bush, con todos sus bemoles, nunca fue un candidato plenamente conservador, al menos no para los estándares enloquecidos que acostumbra su partido en otros escenarios. En los últimos dos procesos electorales, los contendientes republicanos han sido dos hombres cuyo fuero interno dista mucho de alinearse con la agenda ultraconservadora de la derecha evangélica estadounidense. Ni John McCain ni Mitt Romney eran, en el fondo, republicanos a la usanza actual: ni en lo social, ni en lo económico, ni en la agenda migratoria… vaya, ni siquiera en lo militar (aunque McCain se ha acercado con el paso de los años).
Lo interesante es que esta inconsistencia en el proceso de nominación republicana es, en el fondo, una bendición para Estados Unidos. Después de todo es mucho más deseable que la presidencia del país la disputen dos políticos moderados que enfrentar la posibilidad de que, en un desatino generacional, los votantes opten por elegir a algún santurrón opuesto por definición a, digamos, la teoría de la evolución o el derecho de la mujer a decidir y, peor todavía, la posibilidad de una reforma migratoria sensata.
La dinámica probablemente se repetirá en la elección presidencial del año que viene. En este momento, el Partido Republicano poco a poco parece decantarse por nombrar como su candidato a Jeb Bush, exgobernador de Florida y hermano del expresidente George W. Bush. Jeb ha demostrado sensatez e inteligencia en un buen número de temas, empezando por la migración. Desde hace años ha instado a su partido a dejar de lado la "estupidez" de resistirse por sistema a una reforma migratoria. Tiene buena ideas en educación y es un político culto, un oxímoron en su partido. Esto no quiere decir que sea un moderado en asuntos sociales. Cuando gobernó Florida, de hecho, demostró ser lo contrario: se opuso al aborto y protegió con fuerza el derecho a la tenencia de armas de fuego. Aun así, Bush es notablemente menos fanático que el resto de las opciones republicanas para 2016. Tiene, además, la suerte de contar con una biografía políticamente conveniente, sobre todo en cuanto al voto hispano. Está casado con una mexicana y habla perfectamente el español (mejor, créame usted, que muchos políticos de nuestro lado de la frontera). Todo esto lo hace un candidato potencialmente formidable, sobre todo pensando en la compleja misión de derrotar a Hillary Clinton.
El problema para Bush será mantener limpia su identidad moderada (o mayormente moderada) durante el proceso de elecciones primarias de su partido. El camino a la Casa Blanca está lleno de cadáveres de políticos republicanos cercanos al centro que se vieron obligados a adoptar una impostura de derecha para hacerse de los votos suficientes como para ganar la candidatura. La interminable agenda de debates, por ejemplo, obliga a los candidatos republicanos a defender posiciones populares entre los votantes propios, pero sumamente impopulares (y hasta extravagantes) cuando se trata del electorado en general. Algunos, por ejemplo, evitan comprometerse con la teoría de la evolución, anatema para los votantes evangélicos que insisten en que el hombre no vino del mono, sino del diseño inteligente. Lo mismo pasa con el calentamiento global, el aborto, los derechos de las minorías, la inmigración y un sinnúmero de temas de verdad importantes. El resultado es siempre el mismo: para cuando finalmente se decide quién será el candidato, el elegido ya no es quien era: lleva el disfraz de "conservador" que la base republicana le ha exigido por meses. Y ese disfraz, por falso que sea, no funciona ni funcionará en una elección presidencial. Hasta ahora, Bush ha logrado mantenerse a flote en el pantano. Pero falta mucho, muchísimo. Si hace el milagro de emerger impoluto de ese barrizal, la Casa Blanca podría tener a un nuevo (y mucho mejor) presidente republicano. Pero si no, la señora Clinton puede ir preparando su discurso de inauguración.
(El Universal, 2 de marzo, 2015)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.