A Donald Trump le gusta ir por libre. A su manera excesiva y disparatada, es un maestro de la forma. Sus habilidades en la improvisación son en buena medida el núcleo de su atractivo: no sigue un guion, es buena televisión. Su fe en esa capacidad era la esencia de su jactancia, y parece atraer a un gran público. No hay mucha gente que pueda hacer algo así, y ha funcionado mucho mejor de lo que cualquiera podría haber imaginado. El lunes por la noche, sin embargo, su talento para la improvisación le falló, y se estrelló con los límites de su talento político.
Llegó al debate con una estrategia razonable: hablar del comercio y reducir su mensaje a los tres estados en juego del Rust Bell que podrían llevarle por encima de los 270 delegados. El guion se sostuvo casi diez minutos, pero no tenía una estrategia más allá de esa apertura. Sin un plan meditado –sin frases ensayadas, sin contraataques preparados, sin temas secundarios-, estaba constantemente a la defensiva. Con frecuencia, el tema era Trump y su expediente. La noche se puede resumir como una revisión bastante amplia del archivo de opposition research sobre él, aunque no hubo tiempo para llegar a Trump University o su fundación supuestamente benéfica. Incluso el talento para la improvisación de Trump encontró problemas. Las respuestas que un candidato disciplinado podría haber anticipado fácilmente fueron oportunidades para una asociación libre incoherente. Hillary, por otro lado, se encontró solamente un tanto incómoda en el asunto del email. E incluso entonces, solo tenía que combatir una versión inarticulada y perezosa de las acusaciones contra ella.
En el pasado, Trump ha sabido salir relativamente bien de los líos en que se metía. Su enfoque incluye habitualmente unas líneas de bravatas, unas gotas de verdad y una embestida de toro por cambiar de tema. Esa estrategia funciona muy bien en una llamada telefónica a un programa del domingo por la mañana, o en un debate de las primarias en un escenario lleno de políticos que buscan la atención. Pero no estaba a la altura del reto. Lester Holt quizá no sea el interlocutor más poderoso de la historia del periodismo, pero presionó amablemente a Trump sobre la cuestión del nacimiento de Obama y los impuestos. A lo largo de la noche, supo pasar de amplias cuestiones de medidas políticas a su debilidades personales.
Carente de un plan para controlar el debate, Trump no logró llegar algunos asuntos centrales. Ha hecho de la inmigración una piedra angular de su campaña, pero solo logró hablar del tema al final y de pasada. No llegó a mencionar la Fundación Clinton ni ninguno de sus otros ataques al carácter de Clinton.
La improvisación no es solo la estrategia de Trump para salir del paso; es su excusa, y es débil. ¿Apoyó inicialmente la guerra de Iraq? Bueno, estaba parloteando sin pensar, cuando dijo eso en The Howard Stern Show. ¿Y qué hay de sus críticas a la OTAN? Hizo esos comentarios sin pensarlo mucho, dijo. Desgraciadamente, las observaciones dieron un susto tremendo a nuestros aliados. Los comentarios a la ligera sobre asuntos delicadísimos no son fáciles de cancelar. El lunes por la noche Trump fracasó con esfuerzos torpes por etiquetar esas improvisaciones como política valiente.
Durante buena parte del mes pasado, Trump intentó dejar atrás ese estilo de hacer las cosas sobre la marcha. Por decirlo de manera más precisa, Kellyanne Conway ha logrado encerrarlo en el equivalente político de un cuarto acolchado. Han hecho que utilice el telemprompter; sus entrenadores han limitado sus paroxismos de tuits. Los instintos de Conway eran, por supuesto, totalmente correctos. El lunes por la noche, solo y en el escenario durante noventa minutos, Trump solo podía recurrir a sus instintos, e improvisó su camino a la infamia.
Previamente publicado en Slate
es periodista. Fue director de The New Republic. Entre sus libros están How Soccer Explains the World y Jewish Jocks.