Cuando la historia haga corte de caja de las peligrosas provocaciones de Donald Trump, pocas resaltarán tanto como su incomparable negativa, durante el último debate, a aceptar los resultados de la elección presidencial si pierde. Otros candidatos han peleado con uñas y dientes por percibidas (y en algunos casos justificadas) injusticias electorales, pero nada preparó a Estados Unidos para la llegada del más antiestadounidense de todos los personajes: el saboteador institucional.
Pero, en México ya nos la sabemos.
Desde hace década y media, Andrés Manuel López Obrador se ha negado a aceptar los resultados adversos en dos elecciones presidenciales consecutivas. Su decisión sumió a México en una parálisis política que duró más de seis años, puso en entredicho la viabilidad de algunas de las incipientes instituciones democráticas y ensombreció el debate público. Si Trump fuera capaz ver en México a un vecino aliado y no a un enemigo, a uno que atenta contra los estadounidenses y sus empleos, tal vez aprendería de nuestra historia reciente y reconocería el peligro que entraña el camino que trazó la semana pasada.
A principios de 2006, López Obrador era el favorito abrumador para ganar llegar a la presidencia. Jefe de gobierno de la Ciudad de México, no solo dictaba la agenda, él era la agenda. Instigador persuasivo, López Obrador superó no nada más a la trastabillante izquierda, sino también al presidente Vicente Fox, que intentó sin éxito desaforarlo usando un complicado caso legal que involucraba unos terrenos en disputa al occidente de la Ciudad de México. La interferencia impropia de Fox simple y sencillamente fortaleció a López Obrador –cinco meses antes de la elección tenía una ventaja cómoda de diez puntos por encima del candidato del PAN, Felipe Calderón. También lo fue volviendo cada vez más paranoico.
Comenzó a denunciar furiosamente la existencia de una supuesta conspiración para descarrilar su campaña. Hablaba de fraude electoral y de la posibilidad de que la elección estuviera amañada. En marzo, durante un mitin en el estado de Oaxaca, atacó a Fox: “¡Cállate, chachalaca!”, le dijo, enfatizando cada palabra. Esta muestra de animadversión sin precedentes en contra de un presidente en funciones terminaría apareciendo en unos efectivos anuncios que lo atacaban, pagados por varias empresas privadas; anuncios que López Obrador calificaba de “guerra sucia”, de “conspiración” en contra de su “movimiento”. En abril se negó a participar en el primer debate presidencial. “Sabía que tenían toda una estrategia en medios para hacerme aparecer en el postdebate como perdedor”, explicó después. Para el final de la primavera, cuando la contienda se estrechó, López Obrador arguyó que las encuestadoras estaban coludidas también. Deténganme cuando esto empiece a sonarles conocido.
El 2 de julio de 2006, las autoridades electorales declararon que la contienda estaba demasiado cerrada para anunciar a un ganador. Tres días después, el candidato del PAN fue declarado ganador por solo 244,000 votos, 0.58 por ciento del total.
López Obrador hizo uso de su derecho legal de cuestionar los resultados, exigió un recuento y comenzó una campaña nacional de “resistencia civil pacífica”. “Es un fraude a la antigüita”, dijo una semana después de la elección. El 30 de julio, llamó a una “asamblea permanente”, un plantón masivo en Reforma y en el Zócalo, la enorme plaza central. “Tenemos que defender la democracia”, dijo. “Sabemos que los integrantes del Tribunal están siendo sometidos a fuertes presiones de los poderosos de siempre”.
Aún así, reconoció que “respetaría” el veredicto final de la autoridad después del recuento. No lo hizo. Después de que la revisión del 9 por ciento de las urnas —las que supuestamente contenían las irregularidades– no cambiara el resultado de la elección, López Obrador exigió un recuento más amplio. El Tribunal Electoral, cuyas decisiones son inapelables, no halló bases legales para hacerlo, y Calderón se convirtió en presidente electo.
Después de agotar todas las opciones legales, López Obrador enfrentó una disyuntiva tremenda: podía conceder la elección o podía desafiar la joven y perfectible democracia mexicana. Eligió la última, y lo hizo espectacularmente. El 5 de septiembre, a unos metros del Palacio Nacional, López Obrador habló una vez más de una enorme conspiración, llamó a una “revolución de la conciencia” y mandó “al diablo” a las instituciones del país. En las siguientes semanas autoproclamaría “presidente legítimo” de México, con todo y ceremonia de toma de protesta y gabinete alterno. Durante seis años, López Obrador negó la autoridad de Calderón y organizó un boicot legislativo junto con sus allegados políticos de izquierda que en efecto congeló la capacidad de maniobra del Presidente dentro del Congreso.
En 2012, se postuló nuevamente como candidato a la presidencia de la República. Su tono era distinto. Hablaba de reconciliación, y prometía una “República Amorosa” si resultaba electo. López Obrador rápidamente toco fibras, en especial entre los jóvenes. Cuando se acercaba la elección, la brecha entre él y Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI se redujo de manera pronunciada. Pero de nuevo, el día de la elección, López Obrador perdió, esta vez por más de tres millones de votos, y de nuevo se negó a admitir la derrota. Culpó a una oscura “mafia”: los medios, las empresas encuestadoras, Calderón, los expresidentes Fox y Salinas y acusó al PRI de comprar millones de votos. Aún con las restrictivas leyes electorales mexicanas (que requieren una identificación oficial para votar) y aunque más de un millón de ciudadanos mexicanos fueron elegidos al azar para administrar la elección en miles de casillas por todo el país, López Obrador una vez más cuestionó el resultado y pidió un recuento. Esta vez las autoridades electorales aceptaron revisar más de la mitad de los votos, una decisión sin precedentes. El resultado aún favoreció a Peña Nieto. López Obrador pidió entonces la anulación de la elección, se negó a reconocer la legitimidad del nuevo presidente, y comenzó un movimiento que eventualmente se convertiría en un nuevo partido político desde el cual planea lanzar su tercera candidatura presidencial en 2018.
¿La cruzada de López Obrador ha debilitado a las instituciones democráticas mexicanas? Después del escándalo de 2006, el país se apuró a instalar una serie de reformas electorales que, entre otras cosas, censuraban las campañas negativas, una respuesta directa a la supuesta “guerra sucia” en contra de López Obrador. Sus teorías de la conspiración también minaron la fe del público en la democracia, que por fin había crecido después de dos procesos electorales impecables en 1997 y 2000. Según Latinobarómetro, la encuesta anual de opinión pública en Latinoamérica, en México la confianza en la democracia ha decaído consistentemente. En 2005, el 59 por ciento de los mexicanos confiaban en la democracia; para 2013, a un año de la presidencia de Peña Nieto, ese número cayó a 37 por ciento. Apenas el 50 por ciento de los mexicanos creen que la democracia puede resolver los problemas del país. (Solo Chile –país que fue gobernado por una democracia militar durante 25 años hasta 1998– está más bajo, con 47 por ciento.)
En 2018, López Obrador tendrá su mayor oportunidad de llegar a la presidencia. La corrupción y los conflictos de interés al interior del PRI y de la administración de Peña Nieto le han dado un nuevo peso a su mensaje de justicia económica y social. Paradójicamente, sin embargo, sus payasadas electorales previas pueden resultar ser su perdición. En 2011, López Obrador admitió que el plantón posterior al 2006 fue una decisión que “costó mucho”. En 2012, por lo menos, sus rivales utilizaron las consecuencias de la elección del 2006 a su favor. ¿Qué habría pasado si López Obrador hubiera tomado otro camino hace diez años? Quizá ya habría logrado reformar esas instituciones que tan desestima con tanto descaro desestima.
Trump probablemente enfrente esa misma disyuntiva el 8 de noviembre. Si aprendió las lecciones de López Obrador, sin embargo, no habrá llamados a instalar un plantón en Pennsylvania Avenue, ni un llamado a la resistencia o a la desestabilización nacional. Trump no debería coronarse como presidente alternativo, ni manipular a sus partidarios para que confundan los desacuerdos democráticos con un sabotaje sistemático. Hay causas mayores que la ambición personal. La salud de las instituciones democráticas de un país es sin duda una de ellas. Si Trump se niega a reconocer la legitimidad de la presidencia de Hillary Clinton durante su tiempo en funciones –como ya lo hizo con el presidente Obama, a quien Trump acusaba de no estar autorizado para ejercer– y si este acto halla eco entre sus partidarios en el Congreso y en el país, Estados Unidos podría seguir la ruta mexicana.
El jueves, López Obrador tuiteó que él no es como Trump. Trump deberá de regresarle el cumplido el 9 de noviembre.
Publicado previamente en el Washington Post.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.