La concepción moderna de ciudadanía, surgida tras la Revolución francesa, tiene dos pilares: uno es la participación voluntaria u obligatoria en la vida política de la comunidad, la otra es un “arraigo” físico en la comunidad política. La participación significa, en términos democráticos, que un ciudadano tiene voz, el derecho a expresar sus opiniones, a votar a aquellos que le representarán o liderarán, y a ser él mismo elegido.
En escenarios no democráticos o no completamente democráticos, la participación política no es algo solo deseable sino obligatorio: los ciudadanos de la Unión Soviética, la Alemania nazi, la España de Franco acudían, motivados y a veces obligados, a celebraciones masivas del Estado. El “arraigo” significa que los ciudadanos que viven en sus propios países (como sugiere su participación política en las cuestiones del país) reciben la mayor parte de sus ingresos en su propio país, y lo gastan también en él.
El desarrollo del Estado de bienestar en la segunda parte del siglo XX, en Occidente y en los países comunistas del Este de Europa, ha añadido otra faceta a la ciudadanía: el derecho a un determinado número de prestaciones, desde las pensiones al seguro de desempleo, que solo están disponibles para los contribuyentes (es decir, los ciudadanos que trabajan en sus países) o para ciudadanos que no contribuyen per se pero reciben prestaciones como, por ejemplo, subsidios familiares o asistencia social.
La existencia del Estado de bienestar en un mundo con unas diferencias de renta enormes entre países ha creado una brecha entre los ciudadanos de países ricos que disfrutan de estos beneficios y los ciudadanos de países pobres que no. Ha creado una “renta de ciudadanía” para aquellos afortunados de ser ciudadanos de países ricos y una “penalización de ciudadanía” para los demás.
Dos ciudadanos completamente idénticos de Francia y Malí tendrán una capacidad completamente diferente de generar ingresos simplemente por su ciudadanía. Además, la renta de ciudadanía, como demuestro en Capitalismo, nada más, te conduce a otros ingresos: nuestros ciudadanos francés y maliense pueden recibir una misma educación, tener la misma experiencia y ser igual de trabajadores, pero sus salarios tendrán una diferencia de 5 a 1, o incluso más, simplemente porque uno de ellos trabaja en un país rico y otro en uno pobre. De hecho, alrededor de un 60% de los ingresos de nuestra vida están determinados por nuestra ciudadanía.
En un mundo globalizado compuesto por países con desigualdades de renta tan vastas, la ciudadanía ha adquirido un valor económico enorme. Esto es evidente no solo a partir de los ejemplos que he puesto antes sino también porque la ciudadanía te permite la libertad de viajar sin visado ni otros permisos (un lujo de los países ricos, como dijo Zygmunt Bauman), y tu país te apoya con sus agencias en el extranjero y demás.
Pero mientras que la renta de ciudadanía se ha reforzado en el capitalismo globalizado moderno, los otros dos pilares de la ciudadanía (la participación ciudadana y el arraigo) se han debilitado radicalmente. La ciudadanía se ha reducido a una renta financiera simplemente.
El arraigo sigue siendo algo común para muchos ciudadanos. Pero su importancia se debilita a medida que la gente se desplaza permanentemente o por periodos largos a otros países: en algunos casos migran a países más ricos para ganar más dinero ahí (como hacen los migrantes desde África a Europa, o desde México a Estados Unidos), y en otros casos los migrantes de países ricos se desplazan a otros países ricos, como cuando los estadounidenses se mudan a Francia (esta última categoría a menudo se adorna con el título de “expatriados”).
Al mudarse a otros países trabajan en ellos, obtienen ingresos ahí, se gastan ese dinero en el lugar y su sustento financiero se “desvincula” de su país de origen. Todas las fuentes de ingresos se desarraigan: tanto las del trabajo como las del capital. Para ver hasta qué punto se produce un “desarraigo” en un mundo completamente globalizado, supongamos que un ciudadano estadounidense de edad avanzada se muda a Francia. Una parte de sus ingresos proviene del trabajo que hace en Francia; otra parte, en forma de prestaciones de la seguridad social de EEUU.
Pero los ingresos que hay detrás de ese cheque de la seguridad social quizá fueron obtenidos por inversiones estadounidenses en China. Por lo tanto, tanto físicamente como respecto al origen de sus ingresos, este ciudadano estadounidense estará “desarraigado”. O tomemos como ejemplo un ciudadano filipino que trabaja en Estados Unidos. De igual manera, sus ingresos los obtiene en un país extranjero. Si tiene derecho a algún tipo de subsidio por su ciudadanía en Filipinas, el dinero para pagar esas prestaciones podrían de hecho haberlo obtenido otros filipinos trabajando en el extranjero, que mandan remesas a sus familias en Filipinas y el gobierno las grava.
Un país completamente globalizado sería aquel en el que sus rentas del capital provienen de inversiones en el extranjero, sus rentas del trabajo provienen de remesas enviadas por trabajadores desde otros países, y la mayoría de sus ciudadanos vive en el extranjero, y sin embargo reciben beneficios sociales por su ciudadanía.
La participación política en el capitalismo moderno también se debilita. En una sociedad mucho más competitiva en la que el éxito individual se mide en términos de poder económico (riqueza), la gente no tiene suficiente tiempo libre o interés en convertirse en ciudadanos ideales preocupados por la vida política de su ciudad o país. Todo su tiempo lo ocupan en trabajar duro para ganar dinero. El resto del tiempo lo dedican a las redes sociales, entretenimiento, tareas del hogar o quedar con amigos.
Bajo circunstancias normales, el tiempo que dedican a cuestiones políticas es mínimo. La participación electoral en la mayoría de países avanzados, que es ya en sí misma el mínimo requerido, confirma eso. Es muy baja, especialmente entre los jóvenes. Las elecciones presidenciales en EEUU, en las que se elige a una persona con poderes casi monárquicos, no han atraído a las urnas ni a un 60% de la población en la segunda mitad del siglo pasado. Las elecciones al parlamento europeo no consiguen motivar ni a la mitad de los votantes. Esto no es solo un producto de la apatía, también es porque estamos demasiado ocupados.
El declive en la participación política y el aumento del desarraigo significa que los dos pilares modernos de la ciudadanía se han erosionado casi por completo. El único significado de ciudadanía que permanece es el flujo de ingresos y ventajas que uno recibe si tiene la suerte de haber nacido o haberse convertido en ciudadano de un país rico. La ciudadanía se ha convertido en una categoría “ideal”, un derecho vaciado de la necesidad de estar físicamente presente en el propio país o de estar interesado en él: está encarnado físicamente en una escritura, un pasaporte o carné; es simplemente una prueba física de que uno puede aspirar a sus múltiples ventajas.
Los países que venden la ciudadanía, desde países europeos a pequeñas islas caribeñas, no están cometiendo un error. Tampoco quienes compran sus pasaportes. Ninguno espera que estos nuevos ciudadanos vayan a vivir o a pasar mucho tiempo en sus nuevos países (los chinos o rusos que compran pasaportes portugueses están obligados a pasar una semana al año en el país), ni a participar en su vida social. No hace falta que conozcan la lengua, y menos aún la historia. Los países están intercambiando una categoría ideal (la ciudadanía) que proporciona una serie de derechos durante un tiempo por una cantidad de dinero ahora, que equivale al valor neto en el presente de esa serie de derechos y ventajas en el futuro.
El hecho de que la ciudadanía se haya convertido en una “materia prima ficticia” polanyiana tiene diversas implicaciones que discuto en profundidad en Capitalismo, nada más. En primer lugar, tenemos que dejar de lado la versión binaria de ciudadano-no ciudadano e introducir categorías intermedias que se distinguen por la cantidad de derechos y deberes que proporcionan (como está pasando con los residentes permanentes que no son ciudadanos de pleno derecho). En segundo lugar, la migración puede considerarse como una posición intermedia que no conduce automáticamente a la ciudadanía completa. En tercer lugar, tenemos que reconsiderar la idea de dar derechos electorales a gente que no vive en el país, y que por lo tanto ni se beneficia ni sufre de las decisiones que toman. Pero esto son cuestiones para otro artículo.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Traducción de Ricardo Dudda.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).