Al menos tres generaciones en Occidente (las nacidas después de la Segunda Guerra Mundial) creyeron que el fin de la Guerra Fría derivaría en el triunfo pleno y definitivo de la libertad y la democracia. Algunos no fuimos tan lejos como para concordar con Francis Fukuyama cuando proclamó “El fin de la historia”, pero pensamos que la humanidad, en efecto, había dado un paso irreversible. Famous last words.
Las expectativas se derrumbaron con la caída de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. A la violentísima e imprevista irrupción de los viejos fanatismos religiosos siguió una ola bélica que desestabilizó todo el Medio Oriente, diseño artificial pero eficaz que databa de la Primera Guerra Mundial. Y desde entonces las sorpresas no han cesado. Otras corrientes de pensamiento y acción golpean el edificio institucional de Occidente: son los fanatismos de la identidad nacional o étnica que creíamos superados.
La explicación habitual que se ha dado a este vasto reacomodo es la de una reacción contra la globalización, una nueva rebelión de las masas lastimadas o desposeídas por la liberalización general de los bienes y servicios en todo el planeta. A ese factor –sin duda real– se aúna el rechazo que muchos sienten hacia la presencia de los migrantes llegados a los países más avanzados de Europa y América para protegerse de los cataclismos de la guerra o buscando construir un futuro, así fuese mínimo, para sus familias.
Si esas tensiones fuesen solo religiosas, étnicas o nacionales sería de suyo grave pero –como todos sabemos– el cuadro se ha complicado inmensamente a raíz de la crisis económica que estalló en 2008, crisis que muchos atribuyen a la libertad, que consideran excesiva, de los mercados financieros. El nuevo flujo de la información, además, ha hecho consciente al público de un fenómeno tan antiguo como la historia pero que ahora, con plena razón, nadie está dispuesto a tolerar: la corrupción de los gobernantes.
Me he referido a la información y quizá se trata del epicentro del cambio. En estos años hizo su aparición un protagonista ubicuo: la conversación universal por la red. La Revolución informática propició (y sigue propiciando, en este mismo instante) nuevos desarrollos y una creatividad sin límites, pero el vértigo que produce tiene un efecto paradójico: alienta una democracia directa sin las ventajas que el sistema tenía en la antigüedad (deliberación continua) y con su desventaja mayor: la reacción impulsiva, irracional, destructiva.
Ése es el momento actual, muy cercano al pánico. Y por eso no debería sorprender su consecuencia política. Puestos a votar, los ciudadanos (presos de la perplejidad que se acumula como una bola de nieve) no eligen la continuidad de las instituciones (cuya historia desconocen, cuyo sentido menosprecian) sino a las figuras carismáticas que, como ha ocurrido desde tiempos inmemoriales, capitalizan el miedo y prometen la vuelta de un pasado mítico o la llegada de un futuro mesiánico, soluciones sencillas, inmediatas, vengativas y justicieras, a los vastos problemas de los hombres.
En nuestra era de perplejidad, ningún país parece inmune a este desarrollo: el plebiscito democrático que votó el Brexit es casi tan sorprendente como la elección de Donald Trump en Estados Unidos. El populismo (que no es de derecha ni de izquierda) es el nuevo fantasma que recorre al mundo. Hay una fuga global de la racionalidad y aun de la fe en la verdad objetiva. Un pesimismo abismal parece el malestar de nuestro tiempo.
En este trance, no es casual que uno busque el eco de otros momentos crepusculares: el ocaso de la democracia ateniense, la decadencia de la república romana, el fin del Renacimiento, la convulsa era revolucionaria que siguió al Siglo de las Luces, el misterioso estallido de la Primera Guerra Mundial (cuyas causas nunca han quedado claras, porque el mundo europeo vivía una era sin precedentes de prosperidad) y, sobre todo, el derrumbe de la República de Weimar, incendiada literalmente por un demagogo con un poder destructor sin precedente en la Historia Universal.
Es verdad. Estamos ante una conjunción preocupante. El orden liberal parece hundirse; y otro (aún sin rostro, pero autoritario y fanático) parece dibujarse. Y sin embargo, profetizar el fin de Occidente (como ha ocurrido tantas veces) es prematuro y probablemente falso. Nunca hay que subestimar el impulso natural del hombre a la libertad. ¿El fin de Occidente? Famous last words.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.