Hace un día, la candidata a vicepresidenta de Argentina por La Libertad Avanza, Victoria Villarruel, sugirió aprovechar las “17 hectáreas” de la Escuela de Mecánica de la Armada, conocida por las siglas ESMA, para que “puedan ser disfrutadas por todo el pueblo”. Resulta, como menos, desagradable imaginar un ex centro de detención clandestino, donde se torturó, asesinó (o “desapareció”) y fueron robados bebés nacidos en cautiverio como un “espacio para disfrutar”, sin importar a qué pueblo se refiera.
A tres días de la segunda vuelta en las elecciones argentinas, la propuesta de Villarruel (que se suma a las ya conocidas de Javier Milei) suena tan distópica que más que indignación, lleva a plantearse dudas mayores: ¿se puede convertir en un lugar de convivencia un espacio usado para la represión, que incluya a los perpetradores de dicho acto en calidad de visitantes? ¿Se puede alterar un hecho histórico a través del discurso? ¿Puede existir una política de derechos humanos perdurable en un país en el cual una fracción olvida u omite en solo cuatro décadas partes de su pasado?
Construir un memorial donde se cometieron delitos de lesa humanidad ayuda a resignificar. El espacio, para quien sufrió el tormento, no pierde su carga dolorosa, pero al convertirse en un recordatorio para el futuro no solo procura evitar su repetición (nunca más), sino también dignifica la indignidad de lo vivido.
Hace un tiempo visité Berlín. Qué asombro: no vi gente tomando un picnic entre los bloques de hormigón del Memorial de las Víctimas del Holocausto, y sospecho que no fue por falta de espacio.
El conocido mantra de que no conocer la historia condena a repetirla es reduccionista. Si los hechos pasados alcanzan alguna similitud con el presente no se debe a la desmemoria, sino a la ignorancia, y no en pocas ocasiones a la voluntad. En todo caso, más peligroso que repetir la historia es revivirla normalizando su parte más oscura. A la víctima le devuelve la carga de sufrimiento; al victimario, la posibilidad del goce.
Más allá de la posición política de los votantes que elegirán la fórmula de Milei el domingo, me pregunto cuál es el límite que están dispuestos a cruzar aquellos que no lo votaron en la primera vuelta y que se decantan por él con tal de que no gane el contendiente, quien ha llevado una pésima gestión económica. ¿Negociar el pasado? ¿Omitir el negacionismo del candidato?
Culpables de su propia suerte
Como ocurre con los negacionistas del Holocausto, en Argentina La Libertad Avanza sostiene que las víctimas de la dictadura fueron menores a las 30 mil de las que se habla. Existen numerosos archivos, incluidos algunos desclasificados de la CIA, donde se documentan no solo las desapariciones forzadas, sino también el hecho de que, al ser clandestinas, resultan difíciles de cuantificar. Más allá de esto, decir “no fueron 30 mil” y sostener que “apenas” llegan a siete mil resulta sintomático de este tiempo.
Contabilizar muertos es un ejercicio cruel. Nos hemos acostumbrado tanto a la muerte enumerada en cifras imposibles de visualizar mentalmente que nos parece un daño menor si mueren 20 personas que si lo hacen cien mil. El valor de la vida hoy está depositado en una cifra.
Sostenido sobre hilos endebles, el argumento de Villarruel acerca de la igualdad de condiciones del Estado argentino represor y de quienes se enfrentaron a este, bajo la denominada teoría de los dos demonios, flaquea ante la definición adoptada por la jurisprudencia internacional sobre el concepto de “crimen de lesa humanidad”.
En medio de estas arengas, surge otra distorsión histórica: la de que, básicamente, los reprimidos se lo merecían. Bajo una generalización que no resiste los datos, el mismo Javier Milei acusó a su ahora aliada, Patricia Bullrich, de haber puesto “bombas en guarderías”.
Las nuevas generaciones desconocen, evidentemente, los casos de “La noche de los lápices”, el de las monjas francesas, el del padre Mugica o el de Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre, entre muchos otros, en cuyo historial no figura una bomba, una guardería ni la intención de “asesinar civiles y militares inocentes”.
Más preocupante que la decadencia económica y social de la Argentina actual, es la educativa: generaciones enteras sin comprensión lectora y sin conocimiento de su historia reciente. También el desconocimiento conceptual del populismo que ahora un sector dice repudiar, buscando eludir a la “casta”, como bautiza Milei a los gobernantes actuales, olvidando que parte del discurso populista está en la promesa de ese mismo repudio.
La banalización del mal
En el caso argentino, el argumento de Hanna Arendt se convierte en algo peor: se trata ahora de la banalización del mal. No de acatar ciegamente órdenes de un superior por una cuestión marcial de rango, sino de tomarlas por decisión propia al minimizar un crimen cometido sistemáticamente por el Estado en contra de la población civil bajo el pretexto de que “se lo buscaron”, y de que, en última instancia, esa historia pasó hace tiempo. Este discurso no solo es recurrente entre negacionistas como la misma Villarruel, hija de un ex militar del gobierno de facto devenida defensora de ex genocidas enjuiciados a los que llama presos políticos, si no una porción de al menos el 30% que apoya la misma noción (si tomamos en cuenta a quienes votaron en la primera vuelta a la Libertad Avanza).
La banalización del mal se aplica a quienes prefieren soslayar el costo de omitir una parte central de la historia democrática argentina (su ausencia y los abusos cometidos durante esta), a cambio de vivir en una economía “dolarizada”, con un programa muy similar al de la convertibilidad que instauró Menem en 1991 (posible solo por las reservas de que disponía el país y que hoy no existen), y que, por cierto, terminó por eclosionar en la crisis con que inició Argentina este siglo.
Se expresa también en aquellos votantes que, perdido su candidato de centro (Juntos por el cambio), se unen al equipo negacionista, basándose en la idea falaz de que el mal menor consiste en mirar hacia otro lado ante los aspectos antidemocráticos de la plataforma elegida.
Banalizar el mal es relativizarlo ante la urgencia de ponerle fin a un modelo que terminó por corromperse y no participar activamente en la construcción de los mecanismos que busquen componerlo -y que incluye además la toma de conciencia de la importancia de volverse ciudadanos activos en lugar de meros espectadores, en vez de optar por el extremo opuesto, que no deja de ser populista, aunque de derecha, nihilista y neoliberal.
En esa banalización cae también la aceptación mansa de un candidato que aparece con una motosierra y causa risas en lugar de espanto; en una candidata que reivindica crímenes de lesa humanidad y es celebrada por decirlo a los cuatro vientos. Y aún más claro, en el hecho de no sentir, al menos, repulsión al oír una propuesta como la de convertir en un lugar de esparcimiento “para todos” a un sitio que sirvió para el exterminio. ~