Entre los múltiples desastres ocasionados por el gobierno del presidente López Obrador, el de la violencia y la inseguridad (con sus diversas manifestaciones) se ha perfilado como uno de los más graves y evidentes. En la encuesta levantada por GEA-ISA el mes pasado, las opiniones ciudadanas al respecto son las peores de todo el sexenio: 45 por ciento afirma que la inseguridad en su localidad es mayor que hace seis meses, 27 puntos más que hace un año; 72 por ciento considera que en los últimos cuatro años las organizaciones criminales se han expandido y vuelto más violentas; solo la mitad de la sociedad cree que el gobierno combate al crimen organizado mientras que 43 por ciento opina que lo protege. Finalmente, seis de cada diez entrevistados demandan que la estrategia de seguridad sea modificada. Ni el pueblo bueno que lo sigue fielmente en sus mañaneras le cree eso de que en seguridad “vamos bien”.
En un artículo publicado aquí en junio pasado analicé las fallas de la política de seguridad de AMLO. Una de ellas es haber militarizado la seguridad pública, ya que las fuerzas armadas no están preparadas para enfrentar los retos de la seguridad ciudadana. Las razones se han expuesto hasta la saciedad por todos los analistas expertos en la materia.
En principio, los soldados no son policías, no tienen la capacitación requerida para serlo; están preparados para defender la soberanía y el territorio, por lo que su formación se hace bajo la lógica de ver a los criminales como enemigos que deben ser eliminados. Los policías, por su parte, se forman para prevenir delitos y perseguir –no eliminar—delincuentes. De acuerdo con información de la Sedena y la Guardia Nacional, de los 150 mil militares involucrados en tareas de seguridad (soldados y guardias nacionales), los capacitados como policías son alrededor de la tercera parte: 25 mil guardias y 30 mil soldados. Los otros cien mil elementos operan solo con formación militar.
Una segunda razón es que las estrategias eficaces de reducción de homicidios y otros delitos (como extorsiones, secuestros y robos) se han construido con las aportaciones fundamentales de aquellas policías locales que han sido depuradas y fortalecidas: conocimiento del territorio, vinculación con las comunidades, información sobre la composición y el modo de operación de las bandas, capacidades de investigación, más presencia territorial, etc. Este gobierno ha abandonado presupuestal y políticamente a esas policías. Sin ellas, la eficacia de la Guardia Nacional se ve considerablemente reducida.
La tercera razón es que la toma de decisiones centralizada en los mandos militares de la Ciudad de México (los comandantes de zona y de regiones militares reciben instrucciones de la Sedena), sin tomar en cuenta a los gobiernos estatales y municipales, no solo es ineficiente e ineficaz, sino que altera los equilibrios políticos entre el poder civil y el militar en detrimento del primero. No es necesario insistir en el riesgo implícito para la democracia.
Si a lo anterior se le añade la absurda política de que la actuación de las fuerzas armadas se reduzca a tener presencia disuasiva, renunciando al uso legítimo de la fuerza cuando así se requiera, el resultado es lo que hemos visto a lo largo del sexenio: niveles elevados de violencia y ampliación del poder territorial, económico y político de las organizaciones criminales.
Es muy grave que en materia de seguridad estos cuatro años y medio años se haya caminado en sentido inverso al necesario, el de fortalecer las policías civiles de los tres niveles de gobierno. Pero como si ese error no fuera ya muy costoso, el presidente López Obrador decidió, con toda alevosía y en contra de lo que manda la Constitución, hacer permanente la militarización. Esto se concretó con tres decisiones.
La primera: crear una Guardia Nacional que siempre quiso que fuera militar. El Congreso autorizó su creación con el carácter civil que mandata el artículo 21 de la Constitución, pero desde un principio adquirió un tinte militar claro y evidente: sus mandos eran militares, sus miembros provenían fundamentalmente del ejército y la armada, sus plazas laborales pertenecían a la Sedena y Marina, su entrenamiento era militar, los terrenos donde se construyeron los cuarteles de la Guardia eran donados al ejército. Para cubrir las apariencias, administrativamente, se le ubicó en la Secretaría de Seguridad Ciudadana. Pero todo era una enorme simulación debajo de la cual se acumularon muchos y muy graves problemas administrativos, laborales y presupuestales.
Para terminar con la simulación y frenar estos últimos problemas, ante la imposibilidad de modificar la Constitución, la segunda decisión pasó por cambiar la Ley Orgánica de la Administración Pública y otras leyes de las fuerzas armadas, para readscribir a la Guardia Nacional en la Sedena, a sabiendas que en la Constitución se establece que su lugar es la Secretaría de Seguridad. Sin decirlo, AMLO tenía la esperanza de que la controversia constitucional que se interpondría no alcanzara los ocho votos en la SCJN para declarar esa readscripción inconstitucional, tal como ocurrió con la reforma de la ley eléctrica. Además de este cambio legal, Morena, junto con el PRI, modificó un artículo transitorio de la reforma constitucional de 2019 (la que creó la Guardia Nacional) para extender por cinco años más –de marzo de 2024 a marzo de 2029– la autorización para que el ejército pueda desempeñar tareas de seguridad pública.
La tercera decisión presidencial ha sido cancelar cualquier intento de reformar y fortalecer las policías civiles locales. Para que no hubiera duda de esa voluntad, desapareció fondos federales de apoyo presupuestal para la seguridad de estados y municipio, creados en el sexenio de Felipe Calderón. Este abandono presupuestal y político de los cuerpos policiacos locales prolongará su inoperancia e ineficacia, haciendo necesaria la permanencia de las fuerzas armadas, lo que a su vez obligaría a que en 2029 sea necesario extender el permiso a los soldados para encargarse de la seguridad pública.
La decisión de la SCJN de declarar inconstitucional la readscripción administrativa de la Guardia Nacional es un golpe certero a la intención de militarizar. Los ministros invalidaron los cambios que reubicaron la Guardia en la Sedena, prohibieron al secretario de la Defensa nombrar a sus mandos y también señalaron que no se permitirá que los elementos de la Guardia tengan plazas militares, entre otras cosas. El nuevo rumbo es claro: llevar a la Guardia Nacional al ámbito civil.
Este debe ser el primer aspecto de la desmilitarización, que implicará por lo menos dos procesos que deberán ser concretados a más tardar el 31 de diciembre de este año: el traslado de la Sedena a la Secretaría de Seguridad de las plazas laborales, las instalaciones, el equipamiento, el presupuesto y todo aquello que permite el funcionamiento de la Guardia. Especialmente delicado será el hecho de que los soldados que desempeñan sus funciones en la Guardia tienen por delante una carrera militar ligada a una estructura escalafonaria y a condiciones laborales del ejército muy atractivas, que son mejores que las de la Secretaría de Seguridad. Si se quieren impedir renuncias masivas de guardias que prefieran permanecer como soldados, se les debe ofrecer algo similar. No será sencillo ni barato, pero tampoco es imposible y lo tendrían que hacer. Aunque les queda el recurso de posponer y simular. Esto último lo han hecho muy bien desde el inicio de la Guardia y, como no hay consecuencias, no les importa estar en falta o caer en desacatos.
El segundo proceso indispensable para desmilitarizar la seguridad pública consiste en capacitar como policías a los soldados que desempeñan tareas de seguridad, ya sea en el ejército o en la Guardia; “cambiarles el chip” de eliminar al enemigo por el de perseguir y llevar ante la justicia, con apego a los derechos humanos, a delincuentes. Es una tarea a largo plazo que debe ser intensificada y no cesar hasta que no haya ninguna masacre más, como las que han ocurrido recientemente en Nuevo Laredo.
Finalmente, si no se refundan las policías locales –para lo cual se requiere voluntad política, recursos presupuestales y un esfuerzo político sin precedente de los tres órdenes de gobierno– los militares seguirán siendo indispensables. Por desgracia, ninguno de esos tres elementos se hará realidad con López Obrador en la presidencia. Así que, si bien nos va, será en el próximo sexenio cuando se pueda retomar esta tarea, la cual puede hacerse por etapas y regiones, pero con la mayor rapidez posible en aquellos estados más avanzados en esta tarea, de manera que los soldados se vayan regresando gradualmente a sus cuarteles. Será difícil que en 2029 todos lo hayan hecho, pero al menos debe haber un horizonte de tiempo definido para terminar la tarea.
El gran mérito de la SCJN es haber frenado la militarización de la seguridad y abierto la puerta –que AMLO pretendía cerrar con un fraude a la Constitución, según lo afirmó el ministro González Alcántara– para emprender un largo y sinuoso camino, la reconstrucción de las policías civiles, que debimos haber tomado hace 15 años, cuando se firmó un acuerdo nacional que así lo establecía. Esperemos que la terquedad presidencial (ya dijo que si puede, reformará la Constitución en septiembre de 2024) y la miopía o perversidad de otros políticos o militares no la vuelvan a cerrar. ~
Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.