Últimamente he estado soñando con Donald Trump. En uno de ellos, estoy entre el público cuando sale al escenario del debate, y la versión de Hillary Clinton que sale junto a él es calva y enloquecida. En otra, estoy esperando el show de Kanye West en el Madison Square Garden, pero quien aparece es Trump. No importa el sueño, despierto sintiéndome igual: atemorizada.
La vigilia es suficientemente atemorizante. Durante el último debate presidencial, el país (y el mundo) vio a Trump mofarse de uno de los principios básicos de nuestra democracia: la transmisión pacífica del poder. El motor de su campaña es la paranoia y el delirio –y en los escasos momentos en los que no es paranoico ni delirante, simplemente es incoherente. Cuando le preguntaron en el segundo debate sobre haber alardeado sobre su acoso sexual, Trump básicamente respondió que eso no importaba porque ISIS es peor. “Nadie tiene más respeto por las mujeres que yo”, dijo en el último debate. Algunos en el público soltaron unas risas, y quizá esa risa tenía algo de catártico, pero yo quería lanzar cualquier cosa contra mi pantalla de televisión.
Son las evasivas de Trump las que me enfurecen. Tan casual –tan casual como cuando le dijo a Billy Bush que podía tocar mujeres en contra de su voluntad porque es una estrella. Vive en una realidad alternativa, una en la que las reacciones negativas extensas en su contra simplemente no existen. ¿Qué provoca que alguien sea tan desconcertantemente inconsciente? ¿Tan confiado de su derecho a ser presidente? ¿Será que es en realidad incapaz de lidiar con la verdad objetiva? ¿Tendrá algún padecimiento mental?
Varias personas, desde el ámbito de los medios hasta el de la medicina, han intentado resolver estas preguntas, han intentado hacer el diagnóstico psicológico de Trump o por lo menos han discutido la pertinencia de diagnosticar a Trump. ¿Será que podemos considerar que la causa de su aparente locura es una condición psicológica real? ¿Estamos ante la manifestación de un caso severo de desorden de personalidad narcisista?
En el New York Times, en Slate, en Vanity Fair, en el Washington Post y en Atlantic han aparecido notas que especulan con cuidado sobre el tema; todas parecen surgir del mismo deseo no expresado: explicar la locura identificando un desorden real. Nos gusta poder ponerle nombre a nuestros monstruos. Diagnosticar a Trump, independientemente de si es adecuado hacerlo sin examinarlo, ayuda.
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Esta no es la primera vez que el trastorno de personalidad narcisista en la que se emplea como modo de hacer sentido de un movimiento político atemorizante. El padrino del análisis de desórdenes de personalidad, Theodore Millon, llegó a esa especialidad en parte por el fascismo y los nazis. Nacido en Manhattan en 1928, hijo de inmigrantes judíos de Europa del Este, Millon trató en su tesis doctoral “un tema de gran relevancia en aquel momento, uno que tenía que ver con preocupaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial acerca de la mentalidad fascista nazi”, según le explicó a su colega, el psicólogo Michael Shaughnessy. “Realicé investigaciones para determinar las características de las personalidades autoritarias o fascistas”.
Más adelante desarrollaría el Millon Clinical Multiaxial Inventory (Inventario Clínico Multiaxial de Millon) –el MCMI, actualmente en su cuarta edición–, considerado el estándar de oro en cuanto al diagnóstico de patologías de personalidad. Leer ahora su análisis del trastorno narcisista de personalidad, uno se pregunta si no es que estaba escribiendo desde la zona de prensa en un mitin de Trump. (Millon murió en 2014.) Consideremos el análisis publicado en su tratado de 2011, Disorders of Personality: Introducing a DSM/ICD Spectrum From Normal to Abnormal:
Los narcisistas no están predispuestos a apegarse a hechos objetivos ni a restringir sus acciones a los límites de las costumbres sociales ni de la vida cooperativa… Libres para vagar en su mundo privado de ficción, los narcisistas pueden perder contacto con la realidad, perder el sentido de la proporción y comienzan a pensar siguiendo líneas particulares y delirantes.
Si los narcisistas fueran capaces de respetar a los demás, valorar la opinión de los otros, o ver el mundo a través de los ojos de alguien más, su tendencia hacia la ilusión y la irrealidad podría mantenerse bajo control . Desafortunadamente, los narcisistas han aprendido a devaluar a los demás, a no confiar en sus juicios y a pensar que son ingenuos o bobos. Así que en lugar de cuestionarse la veracidad de sus propias creencias, asumen que las ideas de los demás están equivocadas. Es por ello que entre más en desacuerdo se hallen con los demás, más convencidos estarán de su propia superioridad y más aislados y alienados estarán… Se les dificultará cada vez más evaluar situaciones objetivamente, y por consiguiente no serán capaces de entender por qué se les rechaza o no se les comprende. Consternados por estas fallas sociales repetidas y desconcertantes, es probable que se tornen depresivos y taciturnos. Sin embargo, fieles a su estilo, comenzarán a elaborar justificaciones nuevas y más fantasiosas para dar cuenta de su destino. Pero entre más conjuran y rumian, más pierden el contacto con la realidad, la distorsionan y perciben cosas que no están ahí. Es probable que sospechen de los demás, que cuestionen sus intensiones y los critiquen por sus engaños ostensivos…
Estos fragmentos me llegaron cortesía de un psicólogo que no está interesado en especular públicamente acerca de la condición mental de Donald Trump, pero que está alarmado por la posibilidad de que alguien que padece afectado por un severo caso de este trastorno llegue a la presidencia. (La American Psychological Association tiene un estándar ético recomienda que sus miembros se abstengan de realizar diagnósticos superficiales de personas que no han examinado cara a cara, algo similar a la muy debatida Regla Goldwater, de la American Psychiatric Association.)
Más adelante, Millon escribe:
Deficiente con los controles sociales y la autodisciplina, la tendencia de los narcisistas CEN a fantasiar y distorsionar puede acelerarse. Los aires de grandeza pueden volverse más flagrantes. Pueden hallar sentidos ocultos y despectivos en el comportamiento incidental de los demás, y se convencen de los motivos maliciosos de los otros, de sus reclamos y sus intentos por destruirlos. Conforme sus comportamientos y sus pensamientos transgreden la realidad, su alienación crece, y pueden buscar proteger esta imagen fantasma de superioridad cada vez con mayor vigor y vigilancia que nunca. Cercados por las consecuencias de sus actos, se sienten desconcertados y asustados conforme la espiral descendente continúa su progreso inexorable. Ya fuera de contacto con la realidad, acusan a otros y los responsabilizan de su propia vergüenza y de sus fracasos. Es probable que construyan una “lógica” basada en la relevancia y la evidencia completamente circunstancial y al final construyen un sistema delirante para protegerse a sí mismos de la intolerable realidad.
En el último debate, cuando Trump proclamó que nos “mantendría en suspenso” acerca de si aceptaría el resultado de la elección, Clinton respondió con un resumen muy bien practicado sobre las evasivas de rutina de su rival. Casi como si hubiera estado leyendo a Million:
Saben, cada vez que Donald cree que las cosas no van a salir como quiere, dice que sea lo que sea, está arreglado en su contra. El FBI realizó una investigación de un año sobre mis correos. Concluyeron que no había caso; él dijo que el FBI estaba amañado.
Millon: En lugar de cuestionarse la veracidad de sus propias creencias, asumen que las ideas de los demás están equivocadas:
Perdió las elecciones primarias en Iowa. Perdió las elecciones primarias de Wisconsin. Dijo que las primarias republicanas estaban arregladas en su contra.
Millon: Se les dificultará cada vez más evaluar situaciones objetivamente, y por consiguiente no serán capaces de entender por qué se les rechaza o no se les comprende.
Luego a la Trump University la demandan por fraude y asociación delictuosa; asegura que nuestro sistema judicial y el juez federal conspiran en su contra.
Pueden hallar sentidos ocultos y despectivos en el comportamiento incidental de los demás, y se convencen de los motivos maliciosos de los otros
Se trata –se trata de un estado mental. Así es como piensa Donald. Resulta chistoso, pero también es realmente problemático.
Es exactamente como me siento cuando leo Millon. El análisis devastador que hizo el Times acerca de los tics mentales de Trump caza exactamente. El monstruo tiene nombre. El diagnostico –incluso un diagnóstico no oficial– resulta confortante. Y una vez que uno sabe qué es lo que está mal, es posible comenzar a tratar el problema.
Excepto que no podemos tratarlo, no en este caso. Por una parte, no hay tratamiento aceptado para el trastorno narcisista de personalidad. Pero en un sentido mayor, resulta que la salud mental de Trump no es a lo que más le hace falta tratamiento.
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En junio, la escritora Maggie Koerth-Naker juzgó en FiveThirtyEight la pregunta de si es apropiado diagnosticar a un candidato presidencia con un trastorno mental. Escribió:
La base para el diagnóstico de un desorden mental es que la persona se siente desordenada. El comportamiento humano y la personalidad existen en un espectro y lo que hace la diferencia entre, digamos, alguien que es un poco distraído y alguien que tiene TDA es que a este último los síntomas que experimentan lo incapacitan y se les dificulta funcionar en sociedad. Y es difícil argumentar que eso aplica a alguien que está conduciendo una exitosa campaña electoral por la presidencia de los Estados Unidos. “Lo queramos o no, parece funcionar”, dijo [el psicólogo de la Universidad de Northwestern Dan] McAdam.
Ya sea que uno crea que una persona debe sentirse desorientado primero para recibir tratamiento por una enfermedad mental (yo no lo creo), ya sea que Donald Trump padezca o no un trastorno narcisista de personalidad (quién sabe), hay una verdad importante en este párrafo: Donald Trump sin duda parece funcionar.
Y no solo funciona, lo hace exitosamente. Podemos teorizar todo lo que queramos acerca de los trastornos que le permiten actuar de ambos modos, tanto divorciado de la realidad e indiferente ante la vida y los derechos de otros seres humanos. Pero a Trump no lo abruma su comportamiento patológico. De hecho con frecuencia se le celebra por ello. Podríamos decir que sus patologías le han ayudado a ganar la nominación a la presidencia de uno de los dos principales partidos políticos.
Esto dice más de nosotros que lo que dice de Trump y cualquier desorden mental que pueda tener. El psicólogo Nigel Barber, al evaluar la salud mental de Trump en Psychology Today, ofreció una advertencia reveladora: “Algunos de los criterios del DSM son menos relevantes a Trump dado que nació teniendo una fortuna, tuvo una vida que le garantizaba contacto con personas de alto estatus y ser tratado como un VIP”. No obstante, Barber diagnosticó a Trump con un trastorno narcisista de personalidad, al tiempo que admitió que los privilegios de los que Trump gozó de nacimiento quizá lo eximan de algunas de las convenciones diagnósticas del mundo de la salud mental.
Yo iría un poco más allá que Barber: creo que el privilegio de Trump lo ha exentado de operar bajo las reglas de la sociedad civilizada. Ya sea que esté presumiendo haber abusado de mujeres, negando la realidad durante los debates, o prometiendo rechazar el proceso democrático si los resultados no lo favorecen, el hilo que une todos estos actos es el privilegio. La impunidad de la que ha gozado es escalofriante, y así lo es también su despreocupada certeza de que siempre estará ahí para él. El privilegio que obtiene por su género y su fama y su padre y su clase social y su raza parece haberle otorgado un pase gratis de por vida. El resultado de esta vida es un hombre que no podemos evitar patologizar.
Pero las patologías propias de Trump no son nada junto a las patologías de una sociedad que le ha permitido llegar a la puerta de la oficina más importante del país, que le han permitido vivir en este mundo setenta años y ni una sola vez haberse visto confrontado por sus carencias. Una sociedad que permite que un hombre viva así y prospere está enferma.
Publicada previamente en Slate
es editora de ciencias en Slate