Una de las grandes fortunas que uno puede tener en la vida es cruzarse con grandes maestros. Yo no tuve esa suerte. Si alguien me preguntara cuántos profesores me marcaron a lo largo de 20 años de vida académica contaría solo con una mano y me sobrarían dedos. Con una excepción, no fue sino hasta la maestría cuando me topé con un par de auténticos genios de la docencia, tipos enamorados no solo de la materia que impartían sino del crecimiento y opinión de sus alumnos. Pero mi falta de fortuna no implica que haya vivido completamente en la orfandad educativa. Tuve muy pocos maestros notables, pero los que tuve fueron extraordinarios. La mejor de todas murió la semana pasada.
Se llamaba Alpha Iconomopulos, aunque creo que no siempre se llamó así. No puedo revelar su nombre original porque nunca lo supe. En los pasillos del Colegio Westminster, donde estudié la infancia entera y buena parte de la adolescencia, sobraban versiones. Que si había nacido en Puebla en una familia muy estricta. Que si en realidad era del norte de México y había conocido ahí a su marido, el “doctor Iconomopulos”. Lo único cierto era que, en algún momento de mediados del siglo XX, esta pequeña mujer de ojos vivos y voz metálica se volvió miss Alpha. Fundó una escuela a la que llamó Westminster y la dirigió —de verdad la dirigió— por más de 60 años.
Era una figura imponente y enigmática, como de otro tiempo. Su vida personal, como su origen y hasta su nombre, eran objeto de un auténtico mito que, a veces pienso, ella protegía y fomentaba. Su edad, por supuesto, no escapaba a nuestra atención. Juro —y no estoy solo— que no la vi envejecer. Nosotros los niños, con una imaginación y un morbo muy nuestro, pasábamos horas imaginando cómo sería su casa, su familia, su entorno más íntimo. Se decía que tenía un hijo, pero jamás lo vimos. Era, pues, un misterio. Y era, como en gran medida deben ser los grandes maestros, estricta y dura, auténticamente espartana, adjetivo que, estoy seguro, le hubiera encantado. La recuerdo sentada dentro de la caseta de vidrios entintados desde donde presidía la ceremonia de saludo a la bandera y fiestas como el 10 de mayo. Siempre con unas inmensas gafas oscuras, era difícil verla sonreír. Jamás nadie osó hablarle de tú, como ahora está tan de moda: no era nuestra amiga, era nuestra maestra. Y qué bueno que así fue.
Pero aquí vale el lugar común: debajo de ese gesto de esfinge había una mujer de peculiar nobleza y asombrosa cultura. La misión del Westminster era, nada menos y nada más, rescatar los valores helénicos a través de la disciplina inglesa. Tarea notablemente ambiciosa, y mucho más en el México de los años cincuenta. Sabedora de su luminosa excentricidad, miss Alpha presumía el carácter de su misión y de su escuela, y quería que sus alumnos la compartieran. Durante años me pregunté cuántos realmente recordaban al Westminster como una auténtica alma máter. Salí de dudas gracias a la reacción de mis viejos amigos y a la de cientos de graduados de la escuela después de conocerse la muerte de Alpha. Todos los mensajes que leí en Facebook en los últimos días la recuerdan como yo. Comparten, claro, el temor de enfrentarse a un examen de matemáticas ideado por Alpha en la dificilísima clase que daba en sexto de primaria.
Pero también recuerdan a una mujer adelantada a su tiempo, que supo entender que un auténtico maestro guía con la pasión, el ejemplo y, sí, la disciplina. Los mensajes recuerdan, pues, a una mujer que dio la vida educando a generaciones de mexicanos. Además, ahora me entero, Alpha tenía una nieta. Se llama María y la recuerda como su “ejemplo en la vida”. En los días que siguieron al deceso, María compartió una fotografía suya con su abuela. En la foto, Alpha está sonriendo. Así he decidido recordarla.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.